En la película Despertares, rodada en 1990, y con una interpretación enorme del más que saldado Robert De Niro, aparece un argumento digno de ser razonado. El protagonista es un introvertido y tímido y sociópata doctor protagonizado por las eternas pupilas de Robin Williams –actor terriblemente entrañable. El doctor Malcom Sayer –ese es su nombre- es un neurólogo que, sin poseer destacable experiencia clínica, lo suyo eran los laboratorios y las investigaciones, se presenta como candidato a un hospital neoyorquino para tratar a los pacientes de encefalitis. Esta enfermedad priva a los pacientes de sus facultades motoras, dejándolos en un estado vegetativo. El doctor Sayer decide hacer uso de una droga que surte efecto en otras enfermedades semejantes (Parkinson) y alberga fieras esperanzas en que, como mínimo, ayude a despertar del largo letargo de sus pacientes. El resultado va mucho más allá: no solo los anima, sino que los reanima; en cuestión de días, los enfermos, se encuentran en un estado catártico: de la catatonia al placer, de la nada al cielo, de la enfermedad al amor. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando la dosis de la droga empieza a ser insuficiente? Williams decide aplicar mayores dosis. Ha trabado amistad con su primer paciente –De Niro-, era un niño cuando cayó en el letárgico sueño; ahora, 30 años después, ha recobrado el conocimiento y la vida se le echa encima con ojos abiertos y brazos blancos, con sonrisas infantiles y nuevos perfumes de ciudad; quiere, desea, anhela, llora por vivir, por no caer de nuevo en el pozo de péndulo sin fin. El exceso de la droga, desde luego, no surte efecto, y los pacientes, uno a uno, van cayendo de nuevo en su negra catatonia.
¿Es, pues, lícito un acción semejante? Eso se pregunta el bueno de Robin Williams, integrado en su papel –no se olvide- de doctor Sayer. ¿Es correcto llevar a cabo una operación semejante? Se debería preguntar todo el mundo que vea el filme. Nos encontramos internos en un Occidente que todavía duda sobre la legalidad y moralidad de la eutanasia: acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él. ¿Estuvo bien legalizar el matrimonio homosexual; la abolición de la esclavitud negra? ¿Está bien tratar de integrar a la mujer, o condenar el holocausto judío?
El cristalógrafo Thomas Steiz, galardonado en 2009 con el Premio Nobel de Química, saltó hace apenas unos días: “muchas farmacéuticas cierran sus investigaciones porque curan a la gente”. Steiz ha descubierto cómo debería ser el funcionamiento de un antibiótico para combatir cepas tuberculosas que todavía se cobran miles de vidas en África. “Nos resulta muy difícil encontrar una farmacéutica que quiera trabajar con nosotros, porque para estas empresas vender antibióticos en países como Sudáfrica no genera apenas dinero y prefieren invertir en medicamentos para toda la vida”, lamentó Steiz. Ya se ve: las farmacéuticas son de carácter vitalicio. Les gusta, les encanta, les pirra lo largo y eterno, como a los grandes productores del porno.
Es un gran enigma. Mucha gente duda de la veracidad de la ciencia moderna, de la medicina, de las farmacéuticas, de los virus artificiales, de los males que pudieron haberse generado de la mano de la mano que luego invierte para curar indefinidamente.
En cierto modo hay una gran semejanza entre las farmacéuticas y Robin Williams en el papel del doctor Sayer. Ambos invierten –uno tiempo, otras dinero- para combatir la enfermedad. Uno se pregunta si fue correcto dar la vida mensual a los pacientes enfermos de encefalitis. Las otras, las níveas y queridas farmacéuticas, se preguntan si la investigación que subvencionan se convertirá en un medicamento de veras interesante: uno que cure pero que también mate, un medicamento que genere pasiones y adicciones, un medicamento que se pague y que, a su vez, no sea barato, que les proporcione beneficios. Que cure, que mate, que cure, que mate. Para eso nacen y mueren, nacen y mueren, nacen y mueren tantísimas personas. Aquí y en África. Mientras tanto, su amiga de mano unida, la política, se debate entre la aprobación y la inmoralidad de la eutanasia, para complicar todavía más las cosas, para que el experimento sea más perverso, para que la mujer entubada esté como muerta, pero gaste en farmacias. El pasado teorema era cateto al cuadrado más cateto al cuadrado igual a hipotenusa. Hoy, en ciencia, la ecuación es: cateto al cuadrado más cateto a cuadrado igual a insensatez, a negocio, a muerte. Igual a occidental.
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