16 de agosto de 2011

La luna, un reloj negro


Encendimos dos cigarrillos en la terraza de un decimocuarto piso, al norte de la costa catalana. Era noche entrada; el humo desapareció en el fondo negro y, como ángel, llama o dibujo, rutiló repentino en el enorme blanco que, tras las nubes ralas, la luna dedicaba escrupulosamente a posar sobre el mar. El edificio era blanco y viejo, alzado sobre el paseo marítimo. Diez o doce metros lo separaban de la arena. Era divertido imaginar a una persona sin perspectiva. Ya veis: no había luz, la luna era un faro, el mar se extendía inmenso de punta a punta de la terraza, barcos minúsculos, referencias rojas y verdes en los peñascos, en las bahías, tal vez fueran calas que se daban al desenfreno de una hoguera consternada. Imaginé a un hombre sin perspectiva: sería gracioso, me dije, un hombre sin sentido de la superficie, sin arte para discernir formas, o colores, un hombre que desconociera el negro... La imagen era terriblemente bella. X.C. y yo nos apoyamos en la barandilla. ¿Qué pensaría un hombre sin perspectiva? El mar era un cielo; el cielo fue el espejo del mar. Se distinguían las corrientes, las barcas eran meteoros, los peces fueron golondrinas. Estábamos a una gran altura. De existir un hombre sin perspectiva, me dije, creería que el mar se le viene encima. El piélago estaba a nuestra altura. Un hombre sin perspectiva creería que el piélago está a nuestra altura y que el mar es una inmensa cascada, terriblemente bella y consternada; creería que el mar es el cielo que se le viene encima.
Fumamos y X.C. contemplaba, apoyado en la barandilla, cómo se posaba el reflejo de la luna sobre el mar. Él pensaba en las corrientes; yo creí que las barcas eran meteoros y los peces, golondrinas.
    -Ni hecho a propósito –le dije-: la luna está justa y llena delante de nosotros.
Él meditó estas palabras y se atusó el bigote gris. Su bigote es de hirsutos pelos y el humo emergió por entre ellos. Efectivamente, la luna se encontraba a sus doce en punto, se podría decir que era un foco que nos iluminaba.
    -No lo creas –dijo X.C.-. La luna siempre nos enfocará allá donde estemos.
    -La luna, sórdida blanca, / que siempre nos enfocará, tierra, mar o abismo / allá donde nos encontremos: Byron.
    -¿Sí? –preguntó él sorprendido al oír su frase repetida en verso.
    -No, desde luego que no -dije-. Además, la luna no nos sigue, son nuestros ojos quienes siempre se dirigen a su reflejo.
X.C. rió con un susurro de aire y terminamos de fumar. Quisimos lanzar las colillas desde lo alto, pero pensé que eso no gustaría al hombre sin perspectiva, que tal vez creería que  rebotarían en la pared de mar y se dirigirían hacia a él, cual balas, cual flechas del arco de la muerte. Así que los posamos sobre el alféizar de la terraza y nos encendimos otro más.
Nos mantuvimos apoyados en la barandilla y hablamos poco, muy poco: de los almogávares, de Jaime I de Aragón, me parece, del cementerio judío donde está enterrado Franz Kafka… Al cabo de un tiempo, decidimos no fumar más. Antes de despedirnos yo pensé en cómo debe de dormir un hombre sin perspectiva, ¿tendrá vértigos?, ¿beberá agua por las noches? X.C. echó un último vistazo a la mar. Estaba muy oscuro y las corrientes parecían galaxias que albergaban meteoros sin control.
Nos dimos las buenas noches y nos retiramos a nuestras habitaciones, ambos sin reparar en que la luna ya no se encontraba delante de nosotros, sino en la una en punto de la noche, al este del mediterráneo. No. Ninguno de los dos reparamos en ello, pero sí supimos que, durante ese rato, con o sin perspectiva, pero siempre con tabaco, nos hicimos un poco más viejos.

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