11 de agosto de 2011

Semejanzas

Hay personajes, acontecimientos y situaciones que, por un pernicioso cruce del destino, poseen semejanzas de impenetrabilidad mayúscula: la derecha y la izquierda, el océano y el mar, Woolf y Faulkner, la guerra y la revolución, Joseph Stalin y Adolf Hitler, un barco y una barca, un bajel y el famoso pirata Jack Rackham, o un simple poema y una canción.
Las similitudes, como veis, no son meramente genéricas. Son distintivas, relacionales, exclusivas y generacionales. Por ejemplo: Stalin y Hitler. ¿Sería lo mismo cambiar del nomenclátor al soviético por, pongamos, José María Aznar? Los tres llevaban refinados bigotes y fueron líderes estatales, pero no sería lo mismo: hay, de por medio, un diabólico sentido de la estrategia y del intelectualismo, cuyos límites desbordarían al político madrileño. Relacionemos. La guerra. Una revolución es una guerra de ideas; alejado del materialismo y del territorio, pero una guerra armada y violenta; se busca un cambio, o una imposición; no petróleo, ni Helenas, ni supremacía espacial; pero sí hay vidas en juego, carabinas de armas y sangre fluyente en aceras y batallas. No se debe permitir que una idea se desangre. ¿Qué une al barco con la barca? Indudablemente su origen etimológico; mientras una solo sirve para pescar y cruzar ríos, con el otro podemos trenzar continentes y transportar helicópteros. Virginia Woolf quiso registrar los átomos según cayeran, sin orden, tal vez sin apariencia, reconstruyendo el modelo sin importar lo desconectado o incoherente; y, así, Faulkner se dio a la bebida, embelesado por el bello trazo de la londinense. ¿Qué más? Para un catalán es muy excitante ver cómo su compañera de armella frente a España, que es blanca y tiene la mano fría, cuyo nombre rima con Alicia y  maravilla y que Lewis Carroll llamaría, con una pipa en la boca y una mano en el cielo, Galicia sin traducciones, cita norte al mar y sur a la tierra. El mediterráneo se funde en las costas egipcias -que es sur-, mientras que el Cantábrico baña, azur y límpido, el hielo que es norte, norte, norte y océanos. ¿Dónde está el límite entre el Cantábrico y el Atlántico? Dicen que en la provincia de A Coruña, en la desembocadura del río Adour. Quién sabe si eso será cierto… Sí lo es, en cambio, que Galicia tiene mar y océano y que otros, por ejemplo Asturias, solo tiene uno y no tan hermoso. Y allí, en el Principado, es donde surge la noticia.
Fue una pareja de desahuciados, en Gijón, de estos que todavía ahora se esconden tras el innominable abuso inmobiliario para refundar un movimiento libre y de cultivo, de la ley del todo vale, de lo tuyo es mío y lo mío, también. Ocuparon una casa en apariencia abandonada, movimiento ocupa se llamaban. ¡Sí, los que aprovechaban las residencias deshabitadas para fomentar la tierra de cultivo, la vivienda, y la concordia social, centro de reuniones esnobistas! No les importa su apariencia, ni mucho menos su higiene personal: “lo importante, hermano, es el alma y el bolsillo, a quién le importa el hedor de mi cabeza, su alma, hermano, el alma de mi cabeza es lo que importa. Y que mi madre me siga llenando el bolsillo.”
¡Menuda sorpresa la pareja gijonesa se llevó! La residencia de aparente oquedad estaba habitada. Y eso que se habían tomado todas las molestias: cambiaron la cerradura, sopesaron la centralidad, la comunicación, el estado... ¡Pero, maldición! El cuerpo de una muerta portuguesa se hallaba tendido sobre el suelo desde hacía más de dos años.  “Mejor nos vamos, ¿no?”, le preguntó uno al otro. “Sí, ¿no?”, le preguntó el otro a modo de respuesta. Y echaron a correr.
Desde luego, la mujer de setenta y un años ha sido descubierta. En la cerradura estaba el crimen. Los dos okupas han sido capturados. “¿De qué delito se nos acusa, agente?”, grita indignado el okupa. “Vaya, vaya –declama el agente- vosotros no sois de los de allí, los del 15-M?” “No, señor, agente, no. Nosotros allí solo estábamos de paso, afirman. El mismo paso, exactamente, que recorre la podredumbre al cuerpo que perece.
Y así son otras semejanzas: parásitas, pasivas, anaeróbicas, que no sabes si existen o si solo chupan, chupan, chupan, hasta que confunden la izquierda y la derecha, y el mediterráneo con Galicia. Y, aunque deberían eximirse, siempre queda allí una cerradura. De oro, de bronce. A través de ella ves lo desconocido, lo inmóvil, la muerte. Pero ni rastro de la revolución.

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