24 de agosto de 2011

Esta mañana soñé que me moría (Borges)

Ayer, mientras escribía el artículo sobre la nueva ópera experimental interpretada bajo las aguas de la piscina berlinesa, me asoló la sensación de un olvido grave y desertor. ¿Qué podía ser? ¿Qué noticia podía dejar en segundo plano, relevar, suplir, reemplazar, sustituir la oportuna y diestra necesidad de afirmar que la música se está muriendo? Pues un nacimiento. Un nacimiento producido hace ciento doce años, el del poeta y escritor y ensayista bonaerense, Jorge Luís Borges. El eterno candidato al Premio Nobel, quien desveló que incluso en la literatura las ideas sí cuentan, que sí tienen poder, que sí perjudican; el escritor de innumerables cuentos, de la Historia universal de la infamia, de las terribles Ficciones, de El Aleph; del compositor y director de orquestra de los poemarios de la Luna de enfrente, de los versos Fervor de Buenos Aires; del ensayista de Inquisiciones; del genio, en general, del movimiento de las modernas maravillas. Borges fue sin duda un personaje enemistado, contradicho, un actor que dijo “descreo de la política (…), descreo del Estado, yo creo en el individuo. La idea máxima de un individuo y de un mínimo estado es lo que yo desearía.” Un arquitecto de la prosa breve, opositor de Alemania, que adoraba a Wilde, y a Poe, y a Quevedo –aunque luego antepusiera a Cervantes-, a Kafka, a Joyce, a Schwob. Y a Homero y a Dante.
Un moderno argentino con la pluma de clásico griego. Borges que escribía para él, sin considerar al lector, tratando de argüir y presentar las palabras de la conversación íntima, cuyos relatos, en la imprenta y según él mismo, le abandonaban y ya no le pertenecían.
Afirmaba que el barroquismo literario es un grave error, un pecado de vanidad, un rasgo sobrante de soberbia literaria. Él prefería azulado, y no azuloso ni azulino ni azulenco. Borges creía en la dirección de la dirección. En la metafísica de las palabras, en la agilidad  individual para entender al mundo sin desear ser entendido. Es, por esto, muy extraña la inmensa urbe de intelectualidad castellana que fundó su propio personaje.
He preguntado a muchos argentinos: ¿Borges o Cortázar? Y la mayoría me han respondido: Cortázar. No es, por tanto, cuestionable la atroz infidelidad que los argentinos sienten hacia Borges. Julio Cortázar (aunque tradujo magistralmente a Poe) era un hombre puramente argentino. Borges, sin embargo, hijo de profesor  de inglés, tradujo por primera vez a Óscar Wilde con tan solo once años de edad. Era amante de la mitología escandinava, adoraba lo externo. Viajaba. A veces era ateo, otras, agnóstico, pero siempre rezaba un avemaría antes de dormir. Y tenía medio pie en Europa y otro en lo infinito.
Ciego a los cincuenta y cinco años, su mundo se desarrolló en el estamento de lo onírico. Tenía obsesión por la vida, por la muerte, por el infinito y por lo indeterminado. Dijo: “yo he cometido la indiscreción de seguir viviendo”. Dio ponencias, habló de la memoria eterna; visitó las pirámides de Egipto cuando su ceguera era ya absoluto, veía noche oscura pero olía el desierto y las manos de la historia. Fue un intelectual, y por ello gusta poco a muchos y mucho a pocos. Hablaba de la claridad del lenguaje, pero su mundo era hosco, bruno y mágico.
Fue un lúcido, un funambulista de la funambulesca erudición. Se interesó eternamente por los libros, leyó, como dijo, hasta quedarse ciego.
“Usted nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, ¿no es así, Maestro?”, le pregunta Soler Serrano en la entrevista que el escritor concedió en mil novecientos setenta y cuatro. “Sí, aunque no lo sé; eso fue lo que me dijeron. Tal vez no ocurrió nunca”.
Tal vez, efectivamente, eso no ocurrió nunca, y Borges no ha nacido, y Borges no ha muerto. “Esta mañana soñé que me moría”, explica en una entrevista posterior al mismo Soler Serrano. Quién sabe: tal vez sí nació, pero nos ha hecho creer que en aquella mañana de junio su muerte no fue real ni un sueño, sino un relato breve que rompe espacios y tiempos.

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