Estamos en Berlín, en la Gran Piscina cubierta de la capital, estilo modernista. Seis enormes columnas de mármol, a cada uno de los flancos, una cúpula interna en el sur, y un improvisado escenario en el norte, envuelven la piscina pública de medidas reglamentarias. Allí nada Claudia Herre, mezzosoprano. Dice que “en esa piscina se siente como en un teatro, como en la ópera” y ha tenido una idea –gran, gran idea- que, como mínimo, no puede pasar por alto a nadie que le haya interesado y le pueda interesar el arte aparte de la música. La alemana ha presentado una ópera cantada bajo el agua. Así es. Ella, con su voz; los músicos con sus artificios metálicos -¿qué son sino los instrumentos?: un gran artificio-; actores danzantes; un coro de focas y conexiones directas con científicos de la Antártida.
No lo entiendo.
¿Por qué una conexión con los investigadores de la desconocida base de la tierra de la paz? El científico Lars Kindermen, por lo visto, instaló a finales de abril un micrófono en las aguas del Polo Sur a más de cien metros de profundidad. Vía live stream manda los sonidos que capta y los hace tronar, resonar, aliviar, serenar y profundizar en la piscina berlinesa. “Es el sonido de la serenidad, el bellísimo, es un sonido que ayuda a volver el espíritu hacia dentro de uno mismo, ignorando los estímulos exteriores", afirma un asistente al concierto experto en cantos de ballenas. Por otro lado, la otra responsable de la ópera, la compositora Susanne Stelzenbach comenta que su inspiración surgió de “los sonidos y los rumores que experimenta el feto, dentro aún de la madre, que son la primera información que recibe del mundo exterior y que componen una música que resulta el primer elemento de comunicación del ser humano y que queda grabada para siempre en nuestro subconsciente”. Inteligentísimo.
Esta obra se presentó el 1 de mayo y permanecerá en cartelera hasta el próximo 17 de septiembre. Es una obra experimental, ¿quién lo duda? Explora intersticios y recovecos que nunca antes la música se hubo atrevido a acariciar.
En una década donde la música está en grave peligro (no sé si es adecuado ya llamar música a la sobresaturación de intelectualismos y veleidades que nos presentan nuestros compositores y grupos de música actuales), estas iniciativas no poseen menos riesgo que el que genera un ciego en bicicleta en el carril central de la Gran Vía de Les Corts Catalanes. Pero es difícil que un proyecto submarino como es el Aquaria Palaoa –así se llama el espectáculo- dé oxígeno y una bocanada de aire fresco a la pobre música languideciente. No lo sé, tal vez estemos ante la pionera forma de hacer música. Fijaos en el apellido de la compositora: StelzenBACH. ¿Tendrá sangre del barroco? ¿Será un nuevo genio?
Lejos de ver la ópera submarina como la salvación o como una incursión certera en la música experimental, lo que es seguro, de momento, es que la terrible metáfora surge por sí sola, de debajo del agua, de las profundidades luctuosas, de las simas recónditas de un lugar en que la música jamás debió tender la mano al hombre: la música se ahoga, se ahoga poco a poco y se la ve cada vez más borrosa.
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