9 de agosto de 2011

Pluma estilográfica o bolígrafo esferógrafo


Yo escribo con pluma.
Me dicen: “¡Qué incómodo, qué arcaico!; ¡con lo cómodo que es el boli! ¡Yo ni siquiera sé escribir con pluma!”
Les digo: “¿sí?, bueno.”
Porque la pluma procede del cálamo egipcio. Se trataba de una caña hueca tallada oblicuamente por el extremo inferior. Insertándolo en un tintero, el escribiente o escritor desarrollaba el sistema gráfico de una lengua sobre papel. Así se escribía en la Antigüedad, en la Antigüedad y hasta la eminente aparición de la misma herramienta forjada en acero. Desde luego, este instrumento poseía numerosos fallos. Principalmente el conocido como lapsus calami. Igual que el  lapsus linguae –que es el descuido o tropiezo involuntario al hablar-, el cálamo reproducía estos mismos vicios sobre el blanco soporte de papel. Más grave fue la corrosión que ejerció durante varios siglos la tinta con altos componentes sedimentarios. El soporte no toleraba su dureza, y por ello el desarrollo fue excesivamente lento. Con la epifanía –y estamos ya en el centro del XIX- del plumín de iridio dorado, el papel duro y la tinta fluida, la escritura con pluma se normalizó y se extendió al uso popular. Sin embargo, en 1938, el periodista e inventor argentino Laszlo Biro presentó al mundo su esferógrafo sin atascamientos: el conocido bolígrafo. Estaba Laszlo componiendo un artículo para su periódico nacional cuando, airado e irritado por la rápida sucesión del tiempo, no pudo soportar el incesante vaivén de invisibilidad que su pluma fuente rastreaba sobre el papel. Para ventilar su mente y liberar su mano, el periodista salió al portal de su residencia. Allí vio a unos niños jugando con canicas. ¡Aleluya! ¿Qué ocurrió cuando una de estas canicas en movimiento cruzó un charco? Efectivamente, que la canica dibujó con el agua de su cuerpo un rastro allí por donde rodaba. “Si pudiera minimizar una canica y convertir el agua en tinta… ¡pues claro!” La anécdota no se queda aquí y, tras entablar fieras sesiones de invención y desarrollo del bolígrafo, el periodista, que se encontraba en Yugoslavia cubriendo una noticia para un periódico húngaro –su nacionalidad natal-, tuvo un encuentro con el célebre personaje argentino cuya cara jamás hubieron visto sus ojos. El argentino le dijo que fuera a Argentina, que él era argentino y que allí estaría lejos de la ocupación y asedio nazis. Asimismo, quedó maravillado por el instrumento que estaba utilizando el periodista.
   -Esto no es una pluma, ¿verdad?
Efectivamente, era el prototipo de bolígrafo que colmaba de orgullo al inventor. Menuda sorpresa se llevó cuando, aceptando la posibilidad de exilarse en Argentina, recibió entre sus dos manos límpidas sin tinta, la tarjeta de su diestro salvador: Presidente de la Nación. Así que era Agustín Pedro Justo… el de la Década Infame (famosa por sus innominables e innumerables casos de corrupción en los cargos públicos), el Presidente de la Nación Argentina del treinta y dos al treinta y ocho. Por supuesto, el invento del bolígrafo fue subvencionado y echó a volar. Su uso gustó al pueblo; su precio encantó al pueblo. Su facilidad embelesó a todo el mundo, incluso a las grandes multinacionales americanas, ya despiertas por aquel entonces en materias cualesquiera de billetes verdes y fáciles.
Podría citar que antepongo el gusto de la pluma al del bolígrafo porque su rito es ancestral y romántico: porque las ideas fluyen de una nada a un todo, que la pluma nace vacía y, mágica, bella, literariamente se llena de ideas y de tinta y de viejas historias que adoramos: Shakespeare, Byron, Lope de Vega…ideas de nosotros y nuestras. Podría citar que antepongo el gusto de la pluma porque es como un marido –o mejor todavía-, como una mujer. Que es siempre la misma y que es eterna, hermosa, perfecta. Que la pluma es como la cruz para Jesucristo, o como la espada para el espadachín, o como el hijo para el padre o como el cine para Charles Chaplin.
Pero no es esto lo que respondo a todos aquellos que me sugieren el uso cómodo del bolígrafo. No.
Les digo: cuando entro al ayuntamiento, o a sus oficinas, o a correos, o a la comisaría, o a todo edificio público que se preste y que trato de evitar, y veo en sus escritorios aquellos bolígrafos encadenados a un lapicero cuya única función es rubricar con él tu firma; cuando me dicen “por favor, firme. Tome este bolígrafo”, yo siempre contesto: “pero está usted loco. Este bolígrafo es la corrupción. ¡Vosotros, señores públicos, os encadenáis a él, al bolígrafo, nacido de la mano de la corrupción!”
Entonces saco mi pluma y pienso en todo y en nada.

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