19 de diciembre de 2011

El indigente espíritu de la Navidad

Lejos está ya el interés de sacar a colación la desgastada cantarina de la Navidad: si es familia, si es consumo, si solo es un cuento inventado por unos pocos para gasto de unos muchos, etcétera. Y por eso mismo, por su evidente falta de interés, no escribiré sobre ella. Sí  lo haré, sin embargo, sobre una nueva tradición que tanto es miedo como risa su máxima proyección y que se desarrolla en la envolvente capa de la Navidad.
Tomo por inicio un artículo en que fijé el principio –porque es demostrable, no es teórico- de la mendicidad. Los que acostumbran a pedir en las grandes sedes del poder. Ya sea en la puerta del supermercado –comida y chatarra-, en los bancos –capitalismo asesino- o en las iglesias –poder incorruptible mal predicho por Nietzsche- son de nuevo (en su módica porción) los protagonistas del presente artículo. Por lo pronto uno. Un señor que se sitúa en la Travesera de Gràcia de Barcelona. Sentado ante un gran supermercado –de tamaño, no de calidad. Cada 1 de diciembre aparece el hombre disfrazado de Papa Noel. Vestido rojo, a veces gafas de sol incorporadas. Hoy me fijaba en cuan raídas y zarrapastrosas estaban sus mangas de puntas blancas o la misma barba de mal encaje; el buen hombre se fumaba su purito de hoja y escondía, por educación, la cerveza mañanera tras la silla donde hace su jornada inmensa de 16 horas. Esta mañana una niña pasaba por delante y lo miraba con incongruencia y curiosidad. ¿Un Papa Noel sucio que en vez de dar caramelos tiene una cajita con cuatro (o cuatrocientos) céntimos postrada ante él en el suelo? Esto me recuerda a otro sujeto interesante. Este está en Canonge (Badalona), al lado de otro supermercado (precisamente el que luchaba por el cartel de Prohibida mendicidad del artículo a que me refiero al comienzo). Cuánta individualidad. Cuánto hablar de uno mismo… Pero él no es vagabundo –es decir, sin techo o residente de la calle-, de hecho es un hombre que trabaja en el bazar contiguo al supermercado. Lo rigen dos inmigrantes. Él debe de ser el trabajador. Es un hombre de complexión gruesa, mirada perdida, boca colgante. Algo ictusiano, bastante embólico. Enormemente apopléjico y considerablemente apoplético. Camina a pasos zambos, tiene acento fuerte del catalán, podría caérsele tranquilamente la baba, y se peina el pelo canoso con la raya al lado. Pues han tenido la gran idea de sentar al señor, con una silla de princesa, en la puerta del establecimiento, con una bolsa de caramelos que él, encantado, hay que decir que lo hace con ilusión, reparte a los niños cuando estos pasan apresurados o tranquilos con sus padres con la magia a cuestas. Cuando paso por delante no puedo evitar esbozar una sonrisa. Los niños, que ven a un hombre enfermo con la nariz pintada de rojo (esto no lo entiendo; será por Rudolf, el reno) y la barba colgando a la altura del labio inferior, se quedan atónitos cuando lo ven. Incluso se detienen mientras sus padres charlan con el vecino que acaban de cruzarse. Entonces el señor se levanta y, gruñendo un pequeñito gemidito de eiñ se precipita cual zombie sobre el niño y le tiende el caramelito. Hay que decir que el espíritu de la navidad no podría ser más moderno. Se mantiene la felicidad, el cariño, la magia, pero se hace con medios muy cuestionables. Y es que hay niños muy espabilados. A este mismo señor, una madre se le detuvo con su hijo –un gamberrete de gorra torcida y seis o siete años- y le dijo: “mira, hi, hijo, Papa Noel te da un caramelito”. El niño aceptó a regañadientes el caramelo pero no tardó en echar a correr: “pero si este no es el de verdad,” le comentaba el niño a su hermano pequeño mientras la madre corría detrás.
Ay… viva el espíritu, viva el alma.
Lo único cierto es que sea indigencia, enfermedad o salud, la Navidad es grotescamente luminosa. Dotada de cruzar del eclecticismo al extremo de la solidaridad con un solo gesto. Pensaba ahora que no hay indigentes ni espíritu moderno en todas las grandes sedes del capitalismo. En las inmobiliarias, por ejemplo, ya no se ponen, al menos no fuera. Ahora los indigentes son directamente los que estaban dentro.
Felices fiestas. 

11 de diciembre de 2011

El Barça se impone, Gabriel

Querido Gabriel:

¿Te imaginas cuán distinta sería esta carta de no haber hecho lo que hiciste? Pues claro que sí. Si tú mismo me lo dijiste, allí, en el desembarque del aeropuerto de El Prat, que no paraste de hablar hasta que te quedaste dormido ya en el centro de nuestra y tu ciudad. Pero vayamos por pasos: ¿cómo era aquello que decías? “Este año sí, eh, este año sí que nos traeremos la décima y la liga, ¿la liga?, Mourinho sabe cómo jugar con su equipo de dos años, ya se ha adaptado, y Ronaldo y Di María y Marcelo e incluso Casillas están a un nivel muchísimo superior al resto de los mortales”. Algo así. Creo. Y ya sabes que yo no es que te sedujera. Te dije simplemente que me parecía muy bien. Que estabas en un error, pero que me parecía muy bien. Entonces tú me preguntaste que por qué decía eso. Yo te dije que los colores se deben sentir. Y tú me preguntaste que cómo era eso.  Fue algo así:
    -¿Tú, por ejemplo, Gabriel, qué colores sientes?
    -¿Y tú?
    -Yo el azulgrana, claro.
    -Pues yo no los siento.
    -¿El azulgrana?
    -No. Ningunos.
    -Pues claro, hombre, cómo vas a sentirlos. Si eres del Real Madrid. El blanco apenas si es un color.
Pareciste algo taciturno. No quisiste hablar más de fútbol por el momento (con lo que te gusta). Cambiaste rápidamente de tema. Claro que seguiste el discurrir: hablasta de mil cosas: del colegio, de Galicia, de aviones, de Geronimo Stilton. ¡Después de tanto tiempo! Y lo pasamos bien, eh. Pero tú seguías dándole vueltas a algo.
Qué sorpresa nos diste la mañana siguiente cuando, paseando en medio de las calles que no dicen nada porque son vacaciones, pediste a tu santa madre una camiseta del Barça.
 “¿Pero te encuentras bien, Gabriel?” Nos preguntamos todos sin decir nada. Y no solo te encontrabas estupendamente, sino que te encontraste más bien que nunca: tuviste una iluminación, una palabra sincera, una revolución de lógica y colores. A saber: tú ya habías sido del Barça hace unos años (no muchos, porque no daría la suma), pero lo fuiste. El colegio -o la perversidad que fuera- te hizo cambiar de parecer, y tomaste al Madrid como gloria e insignia de tu deporte favorito. Error. Ese equipo te dio de todo excepto gloria. De hecho, por no darte no te dio ni credibilidad, ni esperanza, ni confianza,  ni deportividad.
Aquella tarde jugaba el Barça contra la Real Sociedad. ¿Te acuerdas? Te estrenabas como culé. Y no tardó en llegar la alegría. Cesc se adelantó en el minuto 2 del partido. Apenas un cuarto de hora después llegaría el 0-2. ¡Cómo coreabas los pases, cómo cantaste los goles, cómo los gritaste! Claro, después de tanto tiempo de no ver nada semejante… Pero, qué pena. En dos descuidos defensivos, la Real Sociedad marcó dos impuntuales goles que arrebataron los dos primeros puntos perdidos al equipo blaugrana.
    -¡Jo!, siempre perdiendo y ahora que me cambio vuelvo a perder. Y encima el Madrid ha ganado al Getafe 4-2.
Pero considera una cosa, Gabriel: no te cambiaste para ganar. Sino por los colores y el hacer deportivo. ¿Cuándo habías visto tú que tu equipo jugara con tantísima elegancia? Los toques suaves de bota a bota, los extensivos desmarques, las genialidades de tantos, el coraje y la deportividad de todos. Para eso te habías cambiado tú. Y así ganarías. Yo no te dije que siendo del Barça ganarías la champions, la copa, la liga, el mundial de clubs. Pero tampoco te dije que Valdés fallaría en el Bernabéu solo empezar el  partido, y que tras una rocambolesca jugada, segundo 25, Benzema marcaría el primer tanto para los merengues. No, señor. Yo no te dije eso. Tampoco te dije que Messi desbordaría a la defensa blanca y que Alexis, el 9, el futuro y presente 9 culé, batiría la portería del infame Iker Casillas. Ni que la pelota golpearía afortunadamente en Marcelo tras un chut potente de Xavi, el cerebro de los medios campos. Ni tampoco que Cesc se lanzaría con algo más que gravedad –con corazón y rigor- para cerrar el baño barcelonista de la capital: 1-3, ganamos.  No te lo dije porque yo no lo podía saber.
Pero se intuía. Por eso me alegré de tu regreso.
Ayer me reía porque un aficionado merengue, que abandonaba el partido antes incluso de que este finalizara, le dijo a un periodista: “Cristiano Ronaldo es buenísimo, pero lo es contra el Villarreal y el Betis, contra el Barça la caga y, por mí, ya se puede ir a la mierda”. Y más ancho que largo. Eso no son colores. Incluso la prensa madridista titula hoy en los periódicos que el Barça les dio un baño, que ganaron los mejores. Y los jugadores, los de Mourinho, los mismos que defienden un juego sucio, farfullero, agresivo y sinsentido, volvieron a buscar excusas: que si el árbitro (decían), que si la suerte (dijeron ayer). Pero la evidencia habla por sí sola. Y aunque todos se pensaran que este año sí, que le era Guardiola caía (el famoso fin de ciclo), la deportividad siguió su curso. Y el Barça recuperó el liderazgo. Porque ganaron los mejores.
Enhorabuena (norabuena) y felicidades por tu estreno como culé. Ayer se tomó la Cibeles y, próximamente, se juega el mundial de clubs. Que siga la música.

Sinceramente, Marc.

8 de diciembre de 2011

Mensaje (real) hallado en una botella

El 13 de octubre de 1833 se publica en el Baltimore Saturday Visiter uno de los pocos relatos que dota a Edgar Allan Poe con un premio económico: 50 dólares. La historia del periódico es por lo pronto rocambolescamente peculiar. El Visiter se fundó en 1832 cuando Charles Cloud y Lambert Wilmer decidieron aunar ahorros y sacar al mercado semanal su periódico baltimoriano de alcance inmediato y popular. Sí. Y no. Un año después, la edición pone de manifiesto su intención de publicar un relato y un poema resultantes ganadores de un concurso de fácil participación: todo aquel quien quiera, que presente un relato breve o un poema de cincuenta versos pues, el mejor, los mejores, serán publicados en nuestra edición semanal y dotados con un total de 50 dólares libres de impuestos. Poe, gran amigo de Wilmer –el cofundador- presenta Manuscrito hallado en una botella (relato que narra la experiencia de un joven que, tras hacerse a la mar con un buque de carga, camino a la Isla de Java, decide escribir un diario de bitácora personal), y resulta ganador por la originalidad e innovación de la trama. No es extraño que así fuera. Manuscrito hallado en una botella no solo cuenta el accidentado viaje del buque carguero, ni los remolinos y tempestades del océano; tampoco se queda en la agilidad de describir cómo el joven protagonista se encarama a la cubierta de un barco ochenta veces mayor que atropella sinsentido al accidentado. Sino que desarrolla con incomparable maestría la nauseabunda sensación de sentirse en un ambiente extraño, lleno de tripulantes que bien podrían descender de los fantasmas piratas, de un barco sin rumbo que se adentra profundamente en las gélidas aguas del sur antártico, de las terribles desganas de seguir escribiendo y de lanzar al mar, embotellado de ron, el manuscrito que evidenciaba la vida. Edgar Poe ganó merecidamente con una historia que solo él escribió. Pionero como lo es en los géneros literarios (terror, policiaco, fantástico, detectivesco), quién se hubiera atrevido a decirle que un par de siglos después, es decir hoy, alguno de sus sucesos se reproducirían fielmente en la realidad.
No hace tal vez demasiado, un par de meses acaso -incluso menos-, escribía un artículo sobre paridades (semejanzas, paralelismos, casualidades) que se han dado entre la literatura y la realidad: Jules Verne y sus viajes a la luna, Morgan Robertson y su trazada conciencia del hundimiento del Titanic, o el mismo Poe y su única novela -Arthur Gordon Pym-, cuando cuatro tripulantes a la deriva deciden utilizar el mismo método se supervivencia que escribió el poeta norteamericano: matar a uno de ellos para comérselo. Y hoy, dos meses después (dos meses, dos siglos) se vuelve a evidenciar un hecho ya descrito por un genio. Además, otra vez Poe. Mas esta vez no es una desgracia.
Según fuentes de la BBC, la pasada semana una joven de nombre Ana Ponte recogió en la Isla de Terceria –en Las Azores- una botella con el curioso contenido: un mensaje. Según escriben (siempre según, veremos por qué), el mensaje era de un niño neoyorquino que, 10 meses antes, desde el muelle, había lanzado la botella contenida de su día a día, de su escuela, de sus padres, de su propia vida, de una letra infantil pero sincera, de un espíritu quien sabe si romántico de la verosimilitud y la casualidad. La botella ha recorrido 2600 millas –o, lo que es lo mismo, 4184 (cuatro mil ciento ochenta y cuatro) kilómetros-, de New York a la familia portuguesa, del niño melancólico a las Azores, a la isla pesquera de Terceira sin rumbo fijo y entre el oleaje.
El suceso –eludiendo la pérfida necesidad de acudir al entredicho- es por lo pronto rocambolescamente peculiar. Y bello. Tanto como cuando se supo que el ganador del premio de poesía 1833 del periódico Visiter, Henry Milton, era en realidad John Hewitt, su editor y formante del jurado. Poe, igual que el mensaje, no se mojó. Tan solo declaró que John Hewitt había ganado “por métodos turbios”. Y de eso Urdangarín debe de saber mucho. Dos meses, dos siglos… Toda la vida.

3 de diciembre de 2011

Juicios absurdos, condenas fatales

Que la justicia vive uno de los momentos más pobres de su vida está claro. Que la justicia nunca ha sido tan hermosa y cardinal como se la ha pintado está igualmente claro. Que el poderoso siempre tiene las de ganar es una obviedad. Y Que el mito de David y Goliath haya gustado tanto a las masas –por su sugestión y excitación- es un facto obvio y regocijantemente normal. ¿Qué adjetivos aplicaríamos hoy a la justica? Probablemente lenta, trabada, burocrática y corrupta. ¿Pero qué adjetivo le daría la historia a la historia de su justicia? Probablemente uno y solo: injusta. La justica ha tenido que hacer frente a los dichosos prejuicios naturales, al vicio social, a la perversidad del género humano. Por ejemplo, hablando de hoy: ¿cómo diferenciar un caso de maltrato de sexo verdadero a uno falso? ¿Es peor el maltratador o el denunciante que embauca y miente cual bellaco? Los problemas se suceden desde la aparición de la mayor evolución occidental: el Imperio Romano y su derecho. Fijemos una concreción. En la Antigua Roma el peor crimen que podía cometer una mujer era el adulterio; entonces el paterfamilias tenía la libertad de repudiarla, organizar un tribunal familiar, y ejecutarla si lo consideraba necesario. Claro, debía sorprenderla en el acto. No se estilaban los chismes y rumores. La sociedad civil se salvaguardaba las espaldas: o hay pruebas fiables o no hay posibilidad denunciante. Desde luego, el marido –solo por querer deshacerse de su esposa- podía inventárselo, pero para ello debía personarse el amante adúltero que, apretándose fuertemente los testículo, debía explicar bajo juramente la verdad y nada más que la verdad (de allí el verbo testificar). Pero, claro, hablar de Roma es hablar en pasado. Y hablar de hoy es como no hablar de nada. Por eso mismo pretendía fijar este artículo a un apartado pequeño pero simpático, veleidoso pero ruin, insignificante pero ejemplar.

Y es que cada vez son más, más sonados y más incongruentes. Juicios absurdos, condenas millonarias. Como escribe Alba Díez en la publicación de hoy sabática de La Vanguardia, “¿se imaginan demandar a Michael Jordan y a Nike por el sufrimiento emocional que le provoca su parecido físico con la estrella de la NBA? ¿O denunciar a una cadena de televisión por haberle hecho engordar y convertirle en adicto al 'zapping'? ¿O llevar a los tribunales a su pareja por haberle lesionado el pene al cambiar de postura mientras practicaban el coito? Pues aunque les resulte inverosímil, todo esto es posible en Estados Unidos y con el aliciente de que hasta les pueden dar la razón.” Y así es. Todo es posible. Alba Díez relata el caso del “Hot Coffee”, una abuela norteamericana que denunció a McDonald’s porque, tras comprar un café en una estación de servicio (McAuto) se le hubo derramado por las piernas generándole quemaduras de tercer grado en muslos, cadera e ingles. Tras pedir los gastos médicos para repara su piel, la compañía no quiso hacerse cargo más que de un porcentaje ínfimo; la mujer anciana denunció entonces a la empresa de comida rápida y acabó logrando una compensación por daños punitivos treinta veces superior a lo que ella reclamaba inicialmente. O ayer, por seguir, que podíamos leer en El País el caso de un hombre obligado a pagar 10.000€ a su mujer por no mantener relaciones sexuales en los últimos diez años. Sí: 10.000€, 1.000€ al año. ¿El sexo no es un asunto privado? ¿Por qué debe intervenir la justicia en semejante caso? Lo cierto es que la mujer denunciante debería estar muy quemada. Y su marido bastante enfermo: diez años sin mantener relacione sexuales –al menos con ella- es ligeramente sospechoso. Se me ocurría que en ese juicio, celebrado en Francia, sí deberían haber regresado al antaño romano. Obligar al acusado a apretarse los testículos para testificar sinceramente: si le explotaban, es que ciertamente hacía diez años que no tenía deseos y, por tanto, su mujer tenía el derecho de reclamar el cumplimiento del artículo 1382 de “cualquier persona que cause un daño a la otra debe repararlo”; en cambio, si nada ocurriese al comprimir sus genitales, ella podría interponer una demanda por adulterio. En cualquier caso saldría ganando. Pero, claro, el proceso sería lento y eterno. Ella es ya, por cierto, su exmujer. Réprobo.