29 de junio de 2011

Lengua en boca de nadie


Si lo primero que hago ahora, tras sugerir un título de columna lingüística, es: la llengua es desenvolupa a mesura que la societat avança. És un actiu mòbil i flexible, lo más probable es que los destinatarios de este artículo no entiendan la totalidad de la oración y, lo más importante, no entiendan por qué me pongo yo súbitamente a escribir en catalán. A lingua é un sistema de comunicación, polo que debe adaptarse ás necesidades expresivas de novos coñecementos. Los lucenses y coruñeses saben mejor que nadie lo que es supeditarse a las voluntades variables de una lengua. Y también saben qué es hablarla y cultivarla. M'entends-tu? Je ne veux pas crier, parce que je crois que tu n'es pas si stupide.
Es obligatorio tomar la lengua como un sistema vivo; tener clara la intencionalidad que pretendemos cuando hacemos uso de ella; no despreciarla; saber que, al fin y al cabo, estamos utilizando un bien y que, en su medida, estamos en deuda con ella.
No es este momento para hablar de generativismo, estructuralismo, de funcionalistas,  ni de estudios interdisciplinarios de lingüística. Al menos no creo que Pompeu Fabra dialogara con Joan Maragall acerca de estos movimientos. Estaban fuera del tiempo, y su única voluntad era normalizar, codificar y adaptar el catalán extinto a las nuevas bocas que mantenían vivo un lenguaje seglar. La lengua estaba allí, en boca de la gente, comunicaba, expresaba, incluso jugaba, ¿por qué no codificarla, pues? Fijarla, movilizarla e introducirse en su núcleo de elasticidad; prepararla para el futuro y sostenerla en el presente.
Restringidos en una península donde conviven cinco lenguas oficiales, mayoritarias e históricas, consideradas todas ellas en el fluyo de los éxodos, es compresible temer por la pureza de cada una de ellas. ¿Pureza? ¿Evolución? Es obvio que una lengua debe contar con un codificador científico –el diccionario. Y debe respetarse –porque existe. Y debe hablarse y hablarse bien –porque no se habla, ni se habla bien. Es cierto que muy poca gente adora la lengua. Son muchos los ignorantes y borregos que hacen un uso estrepitoso y pueril de lengua; y por ello son como son, porque no se comunican, porque no piensan. En cambio, hay una gran dimensión de gente que todavía la respeta. Sea suya o no. Ellos son los futuros parlantes.
En una década donde las nuevas tecnologías atizan la sociedad, ergo la lengua, no es aconsejable confundir moda o transición con estabilización y normalización en la lengua. Hay palabras volátiles y de uso innecesario. También hay que andar con cuidado con los préstamos lingüísticos: el camino del exceso no conduce, esta vez, al palacio de la sabiduría.
Pero ante todo, responsabilidad de las plumas, lo que no se puede olvidar es el valor intelectual de la lengua: pensar primero al género humano, luego su necesidad de expresión -codificación mental- y luego a la lengua como recurso y herramienta, está muy bien. Pero no olvidemos que tiene vida. Que está relacionada. Que se rige por un código y que  por ello es literatura. Hay que jugar con la lengua y darle un gusto exquisito, a veces. Ser intelectual. Engrandecerla, acercarla al cielo. Mayestático sistema de palabras, letra y tinta. Porque uno no puede evitar morir, y si una lengua se muere no es necesario aferrarse agónicamente a ella. Pero sí saber que con ella morirán millones de bocas, innumerables labios huérfanos, alientos perdidos… Y eso, fuera o no literatura, sería una pena.

27 de junio de 2011

Kafka y el alegre señor Comadreja

(Fábula sobre el nacionalismo)

Kafka tiene aproximadamente ocho meses. Los gatos no tienen edad fija, ni tampoco nombre, a no ser que sean ellos quienes lo escojan. La gatita Kafka, por ejemplo, eligió el suyo cuando, en una tarde de tenue temperamento, se sentó en el sillón de lectura de sus dueños, en cuyo cenit, colgado en la pared, aureolaba el retrato del escritor praguense. Le gusta excoriar las páginas de los libros con su pelaje atigrado, blanco y de nieve, todo él a rayas perfectamente definidas. Juega con los ovillos que se encuentra en las esquinas; es una elegante acróbata que conoce los misteriosos secretos del funambulismo. Su actividad favorita es la lectura; tiene debilidad por Keats y Rimbaud. Cuando se agota, se tumba a la sombra y sueña con poetas clásicos y con latitas de atún oleoso.
Era otoño y las pupilas de Kafka semejaban el hado de una luna nueva: llegaba pues la noche. Pensó que, con sus dueños fuera y aquella buena temperatura, era de idiotas no salir a dar una vuelta. (Los gatos son así, desaparecen a la viva luz y reaparecen en su propia sombra de la sombra de cualquier habitación). No acostumbra a salir mucho. Los libros y el sueño ocupan una parte vital de su tiempo. Pero eso a ella no le importa, porque siete vidas dan para muchos libros y muchos paseos. Y un buen libro es un largo viaje: la literatura son caminos que no existen, huellas de gatos inalcanzables. Así pues, Kafka atusó el pelaje negro que, cual botas, le invadía las patitas delanteras y salió por la ventana. Cruzó un tejado, cruzó otro más, bajó, saltó silenciosamente sobre el techo de una furgoneta y, desde allí, se apeó. ¿Adónde ir?, pensó Kafka. El escritor y la pintora –esos eran sus dueños- hablan de una taberna regentada por una agradable Comadreja. Además, está delante de la librería donde suelen llevarme después de visitar al enfermo de la bata blanca y con olor a apoplejía. No estaba muy lejos. Kafka paseó bajo los balcones de La Rambla; no pudo evitar fijar un par de veces los ojos en el piélago del mar: es profundo y oscuro, pensó pasmada, y es inmenso, inmenso azur. Sin darse cuenta se encontraba ya delante de la librería. A su espalda, un ruido atronador la sorprendió. Las gatitas son valientes, y recuperó rápidamente el aliento: solo se trata de una puerta de cristal corredera. La taberna estaba vacía. Era alargada y había, en el centro de filo tallante, una extraña barra de metal. Sobre ella, se extendía una sucesión de lamparitas tafetán. Kafka levantó sus hermosas orejitas y atendió a la música que surgía del piso superior. La barandilla estaba cubierta por una cortina roja, como Emily Brontë, pensó la gatita. Sonaba una grácil trompeta que le recordó a la música de los domingos.
    -¿Te gusta Miles Davis? –preguntó de súbito una voz sin cuerpo. Kafka se paralizó y permaneció con los ojos fijos en la barra de metal. No tardó en manifestarse sobre ella una extraña y simpatiquísima figura: era, sin duda, la Mustela nivalis, regente de la taberna, que secaba una copa con un paño más grande que ella. Se atusó el bigote y la perilla, negra de ébano vivo:
    -¿Sabes?, por cada vaso que llenas, tres se ensucian. ¿Me decías que te gusta Miles Davis?
    Kafka se lamió lentamente la planta de su patita; posaba sus ojos directos y atónitos a la agradable forma del mustélido. Nunca hubo visto bicho igual.
     -Yo soy de John Coltrane –masculló la gatita-. Aunque mi dueño dice que Charlie Parker es incomparable.
El comadreja, porque era un hombre, invitó a la gatita a sentarse en uno de los altísimos asientos de delante de la barra. Se sumieron en una conversación distendida de jazz y música moderna. La conversación derivó a gastronomía, drogas y alcohol. Al cabo, Comadreja preguntó:
    -Y bien, ¿qué deseas tomar?
 Kafka se lo pensó. Lamió su vagina de pasada e irguió la cola de noche y nieve:
    -Tomaré una latita de atún.
  Comadreja se sumergió a las tinieblas del suelo de detrás de la barra. Se escuchó un rechino de vasos y tenedores. Kafka aguardó sentadita en el taburete circular.
    -Aquí tienes –dijo la mustela, presentando muy cortésmente un platito plano con una más que generosa ración de atún-. Si me permites, te acompañaré.
Kafka asintió decidida. Los gatos son curiosos, y ella jamás había visto una mustela: cómo comería, qué comería, cuánto bebería, eran cosas que le llamaban la atención.
    -Por cierto, ¿cómo te llamas?
    -Franz Kafka.
    -Oh, caramba –Comadreja se atusó nuevamente la perilla-. ¿De qué me suena a mí ese nombre?
    -Dicen que en otra vida fui un escritor muy bueno. Escribí La metamorfosis y El proceso.
    -¡Claro: los gatos tenéis siete vidas!
    -Sí –corroboró dubitativamente la gatita-. Pero desconocemos cuántas vidas hemos muerto. No tenemos edad fija. Oye: ¿qué es eso que bebes? Eso amarillo y burbujeante.
    -¿Esto? –dijo la comadreja limpiándose la espuma que la cerveza le dejó en el bigote-. Esto es cerveza.
    -¿Está buena? –curioseó la gatita.
    -Sí, mucho. Júzgalo tú misma.
Se la tendió para que pudiera degustarla.
Kafka se estremeció. Le entró un gracioso temblor que le recorrió el cuerpo entero.
    -Está buena, ¿verdad?
 Asintió fervientemente.
    -Pues aquí tienes una caña.
Y los dos empezaron a beber pomposos, copiosos y esponjosos vasos de cerveza.
    -Así que tus dueños son el Escritor y la Pintora. ¡Menuda bonanza! Ella tiene un vestidito que me encanta.
    -Es preciosa y muy blanquita. Parece Venus o Eurídice –dijo Kafka.
    -¿Y tú, qué? No me dijiste nada de ti. Yo, por esta zona, he visto muchos animales: perros, palomas, alondras, prójimos felinos, incluso acabo de ver a un cerdo vietnamita sentado aquí, en frente, bajo una M gigante de color rojo y amarillo. Pero jamás había visto a una de tu especie.
    -Yo soy una Comadreja Común. Soy un tipo simple, como habrás visto. Me gusta la cerveza, las camisetas cómic, y esta taberna… Estoy casado con una mustela argentina. Rayuela, se llama. Ella es dibujante, ¿lo sabías? Tenemos un hijo que juega al fútbol como el mismísimo Armando Maradona. Aunque las mustelas tengamos fama de mamíferos rapaces y agresivos, nosotros somos muy familiares y cariñosos. Nos gusta estar juntos y hacer puzles los domingos.
 Kafka se sorprendió con el relato: ¿familiares, cariñosos, Maradona?
    -No me extraña tu expresión –afirmó el Comadreja-. Vosotros, los gatos, sois lo opuesto: silenciosos, distantes, felinos, independientes. Y por lo que sé, no os gusta demasiado el fútbol.
Kafka titubeó:
    -No, nosotros somos más de dormitar –movió la cola para que no se le durmiera y prosiguió-. Me ha gustado el adjetivo cariñoso. Nosotros, los gatos, somos como el género humano. Un sabueso puede pasar día y noche a tus pies, te alaba y eres su Dios. A los felinos no creas que no nos gusta que nos acaricien y que nos veneren, pero no siempre estamos dispuestos a ello. Nos gusta el contacto en su módica medida. La independencia fluye por nuestra sangre.
    -A eso iba –contestó instigado el Comadreja-. Os valéis por vosotros mismos, tenéis coraje, soportáis la soledad, sois lacónicos, concisos y solitarios. No dependéis de nadie, solo de quién vosotros elijáis. Os buscáis la vida y tenéis libertad para ello. Lo que tú te labras, es lo que poseerás. Siembras y recoges. Ni más, ni menos: sois autónomos e independientes. Los mamíferos, en cambio, somos asociados. Requerimos la labor de uno para que la del otro obtenga sentido. Necesitamos una red de relación, un grado obligatorio de parentesco. Si no, la cosa no avanza…
    -Pero conoces el Principio de Arquímedes –le contestó la gatita-: un barco se sustenta sobre el océano porque la densidad del navío es inferior a la del mar. Por más acero y aire que posea el barco, las partículas del océano son infinitamente más pesadas que él.
    -¡Ah, ya sé por dónde vas, querida gata! Pero nosotros, que como buenos mamíferos formamos parte del colectivo, debemos pagar a todos aquellos que cooperen. Nadie trabaja en balde porque nadie quiere ser explotado. Encima: pagar por el trabajo que uno mismo hace, ¡vamos, hombre, es un robo!
    -Sin embargo, si estás solo tendrás que poner más de tu parte, porque luego, cuando requieras algún subsidio, la densidad de población que tributará será muchísimo menor.
    -Benita libertad –farfulló el Comadreja-. Navegar viento en popa a toda vela. Asia, Europa, Estambul…
    -A los gatos no nos gusta demasiado el agua. ¿Pero sabes? Eres todo un romántico; eres un nacionalista. Y eso me recuerda a un libro que estuve leyendo el otro día. Hablaba de un señor, un señor muy viejo y antiguo, pero que por lo visto todavía lo recuerdan los de su especie.
   -Creo que ya sé de quién me hablas.
   -Sí, caray. Que llevaba un ridículo bigote.
    -Y el pelo engominado, de lado… ¡Marx, Groucho Marx!
    -No, Marx no… El otro. Se llamaba… Hitler, Adolf Hitler.
    -¡Sí! –gritó el Comadreja-. Dicen que era sodomita…
    -Muy posible –atestiguó Kafka.
Y estuvieron un par de horas más charlando de política. De la identidad cultural. Del idioma: del catalán, del castellano. De las tradiciones y las barbaries. Hablaron del Gobierno y del Govern, de lo que pagaba cada Comunidad Autónoma. Hablaron del paro y revoluciones; y de estúpidas revueltas. Conversaron sobre Robespierre, de Mandril y Comadreja y del Gato con botas. Hablaron de la nívea y rutilante Pintora y de la Dibujante bonaerense. Coincidían en muchas opiniones; en otras, divergían. Lo único que ambos sabían era que Kafka tenía que pagar sus cervezas y que Comadreja, como buen mamífero, debía pagar sus impuestos. Y eso, de momento, ni el Estado, ni el Govern, ni Jorge Luís Borges lo cambiaría.
Se tienen a ellos mismos. Sus libros, sus rompecabezas. Sus tejados, a sus hijos y a sus dueños. Tienen nombre. Son individuos.
El Alegre Señor Comadreja permanece dentro de la taberna. Apura el último trago de cerveza. Está preparado para cerrar la jornada. La gatita Kafka se despide y pasea por el centro de la noche. Hay luces y sombras. Hay ruido de oleaje. Se detiene en los tejados para contemplar el inmenso azul. Y ve el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado; al otro, Europa, y allá a su frente Estambul. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad; mi ley, la fuerza y el viento. Mi única patria, la mar.

25 de junio de 2011

De putas y palacios

La Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres hizo público el pasado martes un informe que afirmaba que el 40% de la población masculina de entre 17 y 60 años acude a la prostitución en algún momento de su vida. Tender hacia un costado u otro, por más irónico que parezca, no es sencillo en semejante orden. Un primer paso, y muy prudente, sería recurrir a las estadísticas. Por ejemplo: en Suecia, desde 1999, se aplican fuertes represiones a los punibles actos del prostituidor. En Holanda, por el contrario, el Estado regula el ejercicio de lo que dicen es el oficio más antiguo. El resultado en sorprendente, ¿verdad? En Suecia el tráfico sexual ha disminuido casi un cuarenta por ciento, mientras que la demanda de los –llamémoslos por su nombre- puteros ha caído más de un sesenta por ciento. En la libertad holandesa están preocupados por un aumento de ambos tratos. Hay que considerar, por ello, de qué hablamos cuando hablamos de prostitución. En nuestras bocas, diariamente, defecamos sobre ellas; son personas mal vistas, que generan ira, rabia y desprecio. “¿Sabes? –le dice un amigo a otro-. El otro día cacé a mi novia, en mi cama, con otro chico.” “Joder, Fidel: qué puta es tu novia”. El amigo lo dice claramente: la novia de Fidel es una puta. Y no es, en realidad, una puta. Es una chica que trabaja en  una tienda de dulces en la esquina de la calle Norteña. Pero para Fidel, que es o era su novio, sí es una puta; y para su amigo, que quiere a Fidel y odia con todo su corazón al amante advenedizo, también es una puta.”Ella –explica Fidel-, tan hermosa, con sus redonditos y lívidos senos, su suave voz de alondra. La muy zorra me prometió amor eterno; me escribió un poema…”. Para cualquiera, a partir de ahora, la novia de Fidel, llamémosla Maria Magdalena, es una puta. Y de este tipo de putas no hablamos cuando hablamos de putas. Nuestras putas son el 90% de las mujeres que ejercen como meretrices. Es decir, el porcentaje que practica contra su voluntad. Puta es la rumana de turno que, ingenua y bienintencionadamente, acepto la promesa de Dimitri o de Jorge Luís, qué más da, de una oportunidad única para trabajar en España de camarera y contable. “Yo, señor DimitriLuís, no tengo la menor idea de contabilidad, yo soy arquitecta…” ¡Caray, Lithja, ¿que no sabes que en España eso no importa?! Lithja prepara su maleta ordenadamente, incluye la foto de su sobrino Norjak y la de su madre enferma Rafaela. “Madre, te enviaré la mitad del dinero que consiga. Y vendré a cenar para Navidades”. Y Lithja coge el avión, se mete en el coche de Dimitri o Jorge, y termina encerrada en la carretera AP7 con la obligación de recaudar más de quinientos euros por noche. Junto a ella están Lora y Sophy, dos niñas de catorce y dieciséis años, una india y otra vietnamita, que fueron vendidas a DimitriLuís porque la demanda de India y Vietnam tiene un gusto más rosa y cándido. Demasiado mayores para los mayores.
Y de ellas hablamos cuando  hablamos de prostitución. ¿Qué hacer, en cambio, con el diez por ciento restante que sí ejerce por voluntad e independencia? Es un buen sueldo, que va bien para alimentar a los hijos, que permite salir adelante, porque al fin y al cabo el dinero se gana con sudor, mucho sudor, ¿verdad? Y ningún trabajo es deshonesto. La ley debe cambiar. Debe amparar un placer tan esencial para el individuo como lo es el sexo, consumación tácita del atractivo, seducción y de la magia. Deberían aplicar fuertes medidas contra violadores y proxenetas; no bajarles el pantalón y pagar a Caronte con la misma moneda. Pero sí encerrarlos justamente: por haber violado a una mujer, por haber traficado con menores. Y 15 años con reducción por buen comportamiento a 3 no es un castigo justo. No en la medida de sus actos.
Si para terminar con la trata perversa y vulnerable de mujeres y menores debe restringirse duramente la prostitución, que se haga. Si el putero de turno –casado, soltero, con hijos o divorciado- se queda sin follar, que se quede sin follar; y que se joda. Si las meretrices voluntarias se quedan sin follar, que se jodan también. No hay que olvidar que el informe fue trasladado por la Comisión de Investigación de Malos Tratos a Mujeres.
Es extraño, pero el 60% de la población encuestada española dice no leer nunca un libro. Sesenta más cuarenta son cien. He aquí una idea.

23 de junio de 2011

Ensayo sobre el tropiezo


El tropiezo está muy mal visto. Es una incidencia que puede producir pena, vergüenza, miedo, llanto, incredulidad, espanto, risa... Para distinguir la emoción solo es necesario conocer el objeto de la acción y su género. No es lo mismo ver tropezar a un ancianito con traje arraigado y pañuelo blanco en la solapa, que ver tropezar a un colectivo de Obesos para la Igualdad que, engullendo un perrito caliente, salsa Ketchup y mayonesa en las comisuras, todos ellos de excursión al parque de atracciones, tropiezan con el bordillo frontal de una tienda cualquiera –sea ahora, por ejemplo, de animales- y caigan redondos al suelo con la fuerza brutal de una foca y de su hermano oso invernadero. Ahora, imaginemos que tropieza un niño de doce meses; su madre está encendiendo un cigarrillo, y al darle al mechero divisa a través del fuego a su pequeño clavado en la maceta de un árbol: esto produce espanto, porque hay una enorme avenida a pocos metros donde los coches y motocicletas aprietan el acelerador hasta el confín. Los dentistas son caros, y las ortodoncias, más: esto produce miedo.
Parece mentira que una acción tan involuntaria y accidental como el tropiezo ocurra asiduamente y nos ocurra a todos. Un día tropecé en la acera saliente de un parque. No me di de bruces contra el suelo por dos milímetros. Literal. Porque la inercia me llevo a patalear el aire, cruzando sin ton ni son, descontrolado, la carretera lateral, sin semáforos, sin cebras, y de repente, al llegar a la pared, curiosamente una tienda de instrumentos musicales, me detuve y logré recuperar el equilibrio: esto es incredulidad. Que tropiece un invidente produce pena. Que tropiece un liliputiense produce un poco de todo. Que tropecemos nosotros mismos produce una enorme vergüenza, a veces tendiente a la ira. ¿Pero nadie se ha planteado jamás que un tropiezo es lo más semejante al político que existe? Fijaos que el político se dedica a la política; y la política se representa perfectamente a través de tropiezos y zancadillas. ¿Que los nacionalistas, zalameros, apoyan al Gobierno entorpecido? Preparan perfectamente la gran zancadilla final. Así ha ocurrido siempre: te estrecho la mano mientras te pongo la zancadilla; pacto con mi oposición para resistir de pie soberano -Euskadi; apruebo planes para evitar la espalda poderosa de Europa –Grecia, ya sin gracia platónica. Como si no hubiera suficientes descuidos… Bajad una escalera sin luz y veréis como, al final, puesto que se desconoce el último escalón, vuestra pierna os cojea y, cual inválida, trata de palpar el fin con cierta ridiculez.
En este sinsentido, me propongo que, tal vez, la política sea la máxima expresión del tropiezo: tenemos al actor –político-, tenemos el bordillo –el Parlamento- y tenemos la emoción: producen pena, vergüenza, a veces incredulidad, espanto, en muchas ocasiones risa, en otras, miedo. Por más que ellos se crean inmunes y ocultos tras la sombra del poder. Me falta uno: el llanto, eternamente reservado para los ciudadanos. Y es que la política está muy mal vista.

21 de junio de 2011

Tiembla del amor ideal


Parece que la catástrofe japonesa del pasado 11 de marzo, producida en las costas de la región de Tohoku, hizo temblar algo más que tierra y cuerpos. En las calles, los tokiotas desconfiaron más que nunca de sus cónyuges y de sí mismos. Así lo atestigua un sondeo elaborado por el seminario AERA que, entre un total de 416 personas, adjudicó que más del 15% de los encuestados se planteó la posibilidad de abandonar a su pareja. Los motivos son coincidentes: egoísmo, irritabilidad, despotismo... Cuando una tragedia acaece tan sorpresivamente –y con tanta perfidia- en una sociedad sostenida con una fragilidad emocional más que considerable, así el oriental pero occidentalizado Japón, es lógico que desequilibre algo tan fundamental y básico como es el matrimonio o la necesidad de amor entre el género humano. Así es: la necesidad de amor, porque no solo los ya adjetivados shinsai rikon –o divorcios de terremoto- han aumentado su escala Richter particular, sino también las demandas de citas en las agencias matrimoniales japonesas.
“Llegó a vaciar la despensa de emergencia sin importarle el resto de su familia, descubrí su verdadera cara”, afirma una japonesa que se planteó muy seriamente el descasamiento días después de la tragedia. ¿Por qué el humano se desarrolla primaria y primitivamente en situaciones de angustia? Tal vez por eso Thomas Hobbes afirmó que el hombre era, es y será malo por naturaleza. Para siempre. “Tengo miedo a la soledad, no a morirme abandonado, pero sí a que ocurra una debacle y encontrarme solo en el mundo”, dice otro japonés que mantiene la esperanza de que una corporativa le encuentre la mujer ideal. Y son dos casos extraños. Normalmente se apela al amor con el instinto, la insinuación, el ardor, la fuerza y la magnanimidad, el poder, la magia y la ceguera. Ahora, en cambio, los damnificados nacionales buscan soporte, apoyo; lo que les venden como l’amour, y lo buscan por debilidad; se sienten vulnerables, discapacitados. Pero muy tristemente creen que lo que buscan es amor. Y tal vez lo sea. Mientras tanto, los otros, los enamorados, se pelean y descubren carne tras la máscara: egoísmo, desconsideración, me salvo a mí y a ti que te den por el profundo recto.
La voz popular –ya casi científica- corrobora que los animales huyen montaña arriba horas antes de producirse una catástrofe natural. ¿Será que esta sensibilidad faltante en nuestro género nos obliga a revivir las réplicas emocionales incluso cuando los edificios se empiezan ya a realzar? ¿Purgamos y el terremoto nos desnuda: máscara, falda y sentimiento incluidos? Si caminas hoy –mañana, la semana o el mes que viene- por el Parque de Arisugawa y te encuentras a dos ancianos sentados en un banco, observando el cielo color gris o azul de la vida, con ojos llenos de lágrimas y cogidos de la mano, tiembla, tiembla y que las olas de tu sangre te ahoguen: he allí, y para siempre, l’amor idéal.

19 de junio de 2011

De Ícaro al "Pasajeros, preparaos para el despegue"

El miedo se define como perturbación del ánimo por un riesgo real o imaginario. El miedo que me lleva hoy a componer este artículo, un miedo atroz e irracional –no así todos los miedos-, atañe a varios individuos de nuestro colectivo veintiuno. Y siempre lo hace con distinta forma y método.
Mucho se ha vivido desde el inalcanzable de Ícaro y Dédalo, cuyos imaginarios griegos fijaron en sus alas plumosas y de cera el sueño de una sociedad arraigada a la tierra, plúmbeos terrestres. Abbás Ibn Firnás (810-887dC), humanista y científico andalusí, se lanzó desde el minarete de la Mezquita de Córdoba con una enorme lona entre los brazos que le permitió levitar por unos segundos en el cielo dorado de la ciudad gongorina. Seis siglos después, Leonardo Da Vinci diseñaba el artificio ornitóptero, simulador de movimientos de golondrinas y alondras, pero los florentinos no estaban preparados para digerir un avance de tales dimensiones, ni ellos ni nadie,  y por ello no fue hasta el 1903 cuando los hermanos Wright consiguieron alzar el primer vuelo dirigido con su Flyer I. Se discute acerca de quién fue el primero en conseguir levar el anhelo del vuelo: muchos dicen que fue el alemán Gustave Whitehead, que logró volar con una aeronave más pesada que el aire, pero olvidó documentar su hazaña, y esta se desvaneció como polvo en el aire. Otros consideran que Pearse y Jatho consiguieron sostenerse con motor pocos meses antes que los hermanos Wright. Uno se estrelló y el otro, aunque contaba con cuatro testigos, no obtuvo suficientes credenciales para verificar su logro.
Un siglo después –nosotros- hemos sido atestados de apariciones estelares y supersónicas de Concordes, Tupolevs, grandes Boings, Airbuses; nos trasladan de Tokio a Managua en apenas nueve horas; hay televisores plasma en la cabeza de los asientos, e incluso ahora proponen un avión nuevo con techo transparente y con posibilidad de realizar compras, juegos y partidas de golf desde el mismo centro de la nave. Y todavía existimos, tras toda esta lucha, tras toda esta muestra indómita de superación y voluntad que los siglos y sus genios y sus fraudes han escrito en tinta querosena en los bastiones del cielo, quienes poseemos un miedo terrible a volar. ¡Es libertad, es placer, es comodidad, es la forma más segura de viajar! ¡No trates de conducirlo tú, no quieras compararte con el piloto! Pero no es ni el miedo a la altura, ni el miedo a no pilotarlo tú mismo–ni siquiera sé conducir un coche-, ni la claustrofobia, no “lo que pueda pasar”. No es miedo a la muerte. Es simplemente que tengo miedo a volar; miedo al miedo de volar. Sufro porque un puñal se me clava en el estómago cuando el avión alza su mayestática sombra del suelo. Sufro al ver el monstruoso fuselaje de estos Minotauros modernos que sostienen su fiereza con seis ruedas del tamaño que sean –qué me importa. Tengo miedo a volar porque hay quien tiene miedo a las arañas, a la oscuridad, a los payasos, al mar, al silencio, a los borrachos o a los genios. Tengo miedo a la lentitud con que avanza el mundo. Y yo me voy en tren, junto a Cortázar y García Márquez, y aunque no juegue al golf, hablaré de jazz durante horas.

17 de junio de 2011

Beso en el suelo de Vancouver

Una joven pareja yace sobre el suelo de Vancouver. En primer plano, un anti disturbio zarandea su porra. Ella viste de azul y tiene el pelo largo, castaño, recogido con una diadema. Recuesta la cabeza en el suelo y arquea el cuerpo de modo que sus piernas, ataviadas exclusivamente por un mini pantalón que se le ciñe y sube por la cadera, destapando parte de su nalga, están doblegadas y fijan sus rodillas al cielo. Destellan por la brillantez del incendio que les rodea. Sobre ella, su pareja –un chico con barba que soporta una mochila colgada en los hombros- enlaza su pierna a la piel blanca y amarilla de la chica. Mantiene una posición griega  y tiene su boca pegada a la de ella. Parece besarla apasionadamente. Sin embargo, a lo lejos se extiende un visible cordón policial con muchas de las unidades todavía en apurado desplazamiento. Es de noche, eso es innegable. Tanto como veraz el fuego que arde. Horas antes se disputaba el partido entre los Canucks y los Bruins de Boston –de hockey, yo, ni idea. Los locales perdieron el encuentro y los aficionados perdieron el norte. No así el amor. El anti disturbio sigue agitando su porra; y los dos amantes, besándose con labios y piel ardientes. La noticia aparecía hoy en la versión digital de periódico británico The Guardian. El fotógrafo, Rich Lam, explica su perplejidad al hallar el romance en medio de tan inesperada batalla. Él niega que ninguno de los dos estuviera herido, pues no fueron pocas las fuentes que decidieron quitarle romanticismo al asunto y exponer –como lo hubiera hecho Descartes, o el mismísimo Clint Eastwood- que la pareja fue arrollada por las cargas policiales y que él, en la ferviente fidelidad del amor, corrió para atender a su amada malherida, tendida en el suelo, amancebada desnuda en la guerra. A esta instantánea siguen dos más. Una tomada instantes después, por el mismo fotógrafo; otra conseguida desde un ángulo aéreo. Esto cancela una tercera opinión barajada, que consideraba la escena un bonito y falso montaje actoral, aprovechado e histórico. En estas fotografías aparecen vecinos que se aproximan a la pareja para comprobar su estado: ¿ardiente, apasionado, herido, doloso…? Pero ninguna de ellas ha viajado. La única que lo ha hecho, volteando al mundo, ha sido la del misterioso beso.
No es necesario que nadie lo aclare, ni si quiera los mismos protagonistas. Los buenos magos no desvelan sus trucos, igual que los escritores tampoco describen, palabra por la palabra, el genio de su pluma. Es un beso, o una tragedia, pero en ambos casos lo ocurrido se mantendrá allí, en el tiempo de Vancouver, en el anti disturbio que menea la porra ante la pareja, en los vecinos que se aproximaron, quién sabe si para atender a los heridos o para proponer una orgía de fuego y violencia.
Parecen besarse apasionadamente. Y qué más da si ella se retuerce excitada o herida. Puede abrir sus piernas, pueda estar abierta su cabeza, pero ambos –y así es la fotografía- lo que seguro tuvieron abierto fue un corazón en llamas. Porque se querrían apasionadamente.

16 de junio de 2011

La luna y el mito

Anoche, diez y dos, se culminó la totalidad del eclipse lunar que no se visibilizará, ya, hasta el próximo veintisiete de julio del dos mil ocho. Tras una larga encrucijada astronómica, pasearemos por varios eclipses parciales, penumbrales e incluso totales que, por capricho del tiempo, no serán perceptibles al tiempo ni ojo humano. Parece increíble que, un acto de tan bondadosa y bella oscuridad, donde el brillo y la lividez del satélite cuenta con el máximo protagonismo, pueda verse truncado por la franja horaria y su propio causante: el Sol. La tierra se sitúa entre el astro y la luna –siempre llena-, y genera así dos sombras cónicas: la convergente y la divergente, veladoras nocturnas de la luna. Eso ocurre por la dimensión del ecuatorial de la tierra, casi 101 veces menor que el del Sol. Mientras la luna se aproxima al máximo lineal, pupilas, córneas, iris, azules, verdes y negras se posan sobre la pálida pupila de mil sueños y enormes saltos.
Igualmente, quiero mencionar otra explicación –menos ptolomea, menos científica- que hace justicia al objeto de sueños y nostalgia solos y tan nuestra. Aparece en uno de los textos del purana (sánscrito, textos sagrados y literarios de la India, en el bhāgavata purāna). Una legión de semidioses y demonios –unos perfectamente imperfectos, otros imperfectamente perfectos- codician su pieza perdida: la inmortalidad. Eligen, para ello, un océano séptimo y lejano. Baten sus aguas, espuma de sus olas. Y de la leche revuelta extraen el néctar de la inmortalidad –exótico océano de leche. Muy perspicaz, allí entre ellos, el dios Vishnú –viril, potente, inteligente, fuerte y señor del resplandor- toma la forma de una hermosa y blanca mujer. Obligó a los semidioses y demonios a formar una larga fila. “Repartiré, primero, un trago de este elixir a los semidioses. Luego, los demonios tendrán su parte”. Rajú, sabio y perverso demonio, se transformó en semidiós. Corría ya el néctar por su boca cuando Soma –dios de la Luna- se percató del impostación. Ralamente, extrajo su disco Chakra y le cortó la cabeza. ¡Revolución! El líquido había goteado ya por la garganta del demonio; así su cabeza se hizo inmortal. Y permaneció tendida en el firmamento. Desde entonces, cada equis tiempo el malvado Rajú se come la luna para vengarse del verdugo. Este hecho preocupa mucho a los habitantes indios: maldición, venganza, a-shubha… Afortunadamente, la luna se escapa por su cuello y refuerza todo su fulgor, heroína de la noche.
Hay quien prefiere darle un sentido científico; todavía rutilan literaturas que descorren pasiones y mitos. Lo único cierto es, en definitiva, que la luna posee un paralelismo metafísico con el amor: a menudo ensombrece, oscurece, refugia, ofusca. Y, de repente, ilumina, venera, brilla, destapa el genio. Pero siempre es el mismo rostro. Pálida, hermosa, perfecta.

15 de junio de 2011

La guillotina y Nuestra Señora Democracia

Ya a primera hora de la mañana, una división de indignados quince-eme empezaron a congregarse a los alrededores del Parc de la Ciutadella para reivindicar –como se hace en las buenas revoluciones, apuntando hacia dentro- la justicia democrática a aquellos en cuya sola mano se encuentra la palabra, la decisión, y en definitiva, el origen de la epidemia que dicen <miente y corrompe el derecho del libre ciudadano>. Un mes atrás, los primeros Indignados se citaron en la Plaza del Sol de Madrid. A través de un acuerdo masivo de cibernautas, parados y subversivos, las principales redes sociales –Facebook, Twinter, etcétera- ardieron del anhelo revolucionario y unieron todas sus fuerzas para combatir la injusticia; se iniciaron las primeras protestas; con la primera noche llegó la primera acampada. Y así hasta hoy, con un plan en vista de abandonar las plazas por la noche, para mantener diurnamente el ritmo insurrecto de la indignación. A lo largo de esta primera primavera se han vivido momentos inexcusables –Barcelona-, se han llevado a cabo limpiezas de ideas y un régimen estrictamente asambleario en donde, en principio, todo ideario tenía cabida. Llegaron también las contraposiciones de la prensa: los enmascarados que, inevitablemente, destaparon su rostro derechista e ignorante –así de relacional-, los insistentes libertinos y progresistas que quieren mantener limpia la cara de la seudolibertad, o los mismos ciudadanos con contenciosos devaneos de formalidad y perro-flautería. El resultado de todo esto ha sido la consolidación de una protesta ligera, pacífica, mediáticamente reverberada, y de alcance análogo a las manifestaciones del desacuerdo: por guerras, por reformas, por recortes. Sí. Hasta ahora en las plazas solo ha florecido la disconformidad, la disensión, la contrariedad entre unos políticos jamás cansados de poder y unos civiles hastiados del creer.
Hoy, en cambio, la situación ha dado un vuelco sorpresivo: segmentos radicales –así lo he oído- de la concentración pacífica de las plazas se han desplazado a los aledaños del Parlament de Catalunya. Abucheos, improperios, escupiduras, empujones y todo tipo de faltas verbalofísicas han obligado a varios diputados catalanes a entrar en el Palacio en furgones policiales, incluso en helicóptero. Así lo hizo el President de la Generalitat, Artur Mas, o la presidenta del Parlament, Núria de Gisbert, junto a varios consellers y representantes de las principales formaciones políticas. Parlamentarios como Joan Boada, Ernest Maragall o Montserrat Tura –caminantes todos ellos- han sido rociados con espráis rojos y negros, esputados por los inexorables indignados, oprobiados, y agredidos con empujones y zarandeos desrevolucinados. Ellos, por otra parte, los manifestantes, también se han sentido víctimas. Y por eso lo han hecho. Víctimas de la actuación policial que el señor Puig consideró oportuna el pasado veintisiete de mayo en Plaça de Catalunya. Víctimas de la incomprensión de no sentirse representados en ningún lugar, a ninguna hora. Víctimas del exceso del querer y no poder. De la impotencia al no encontrar empleo. De la impertinencia democrática que, creen, atraviesa el país desde hace años. Y ahora parece que despierta el Minotauro social. ¿Y qué ocurre? Visto desde un punto de vista real: la actuación manifestante es rotundamente inaceptable. Desde un punto de vista ideológico: los indignados están operando mal en todo. Desde un punto de vista político: ¿acaso a alguien parece importarle? Lo cierto es que si se pretende regenerar, purgar, renovar la democracia, este no es el camino ni lo será nunca para la Revolución –quien pudiera contar ahora con el sabio consejo de Robespierre. Los indignados, en primer lugar, han olvidado que aquellos señores y señoras de traje fino que entraban al Parlament –fueran  o no a trabajar- son representaciones sociales y populares de una soberanía que, aunque no mayoritaria, sí mayor, eligieron el pasado veintidós de mayo en las urnas. Que luchen contra ellas, no contra sus representantes. Que luchen contra las urnas, contra los votantes, contra los civiles, que luchen contra ellos mismos. Que se enfrenten al electorado, que pongan en tela de juico su voto: confrontación civil es Revolución. El político es el que es, conocido o no. El poder, por más que trates de reducirlo, se regenera cual célula maligna. ¿Que quieres una real democracia? Crea una nueva, álzala, pero no construyas sobre la existente: la lluvia sobre mojado inunda, ahoga.  
El sector pacifista de los indignados ha emitido esta misma tarde su repulsa a las violentas fechorías cometidas esta mañana en las proximidades del Parlament. Que son lamentables, dignos y justos de gente que lucha sin saber lo que quiere.

14 de junio de 2011

Libri, excellentĭa, monarchĭa

Si subes por la calle Balmes de Barcelona, cruzas la Avinguda Diagonal y logras salir incólume –sin mordeduras de ciudadanos, ni ruedas de motocicleta en las narices, ni zapatos en la crisma- hallarás en el cruce con Granada del Penedès una librería, Excellence, custodiada por rígidas columnas marmoleadas, sitiada bajo el inquebrantable yugo de un edificio negro de oficinas de cristal. Excellence significa excelencia, del latín excellentĭa: superiorior calidad que hace digno de singular aprecio.
De fuera, la librería presenta una imagen semejante a todas las demás. No es especialmente grande, pero posee dos entradas y dos primeros pisos donde los libros se sitúan, cogen fuerza y cuelgan de las paredes, muy pomposa y atractivamente. Su eslogan: un lugar para mentes inquietas me hizo plantear una cuestión: ¡caray, aquí tal vez haya libros que me resultan difíciles de encontrar! Aprovechando, además, que mi centro de trabajo se encuentra a escasas porterías del comercio, quise comentarle a un compañero que, bueno, no desesperáramos, que al menos teníamos una librería al lado. Su cara escéptica y confusa fueron prólogo y circunloquio de una afirmativa respuesta que no tardó en llegar y, ni mucho menos, en decirse: bah, no creas. Por supuesto, si no fuera porque yo albergaba ciertas esperanzas en el gusto literario de mi compañero, pensaría que lo de las mentes inquietas seguía siendo una posibilidad de paraíso prosódico y de ruina, porque lo sería, económica.
Así, un día sin lluvia y de poco gris urbano, decidí entrar en la tienda y preguntar por un libro de Saramago que, punzante y sorpresivamente, había decidido leer de inmediato. El timbre tañó, la señora salió y me preguntó las voluntades. Tal libro, le dije yo. ¿Tal libro?, me preguntó ella. Sí, titubeé yo, tal y no otro. Pues veamos qué encontramos, y se desplazó hacia el lateral de las escaleras. Frente a la pared se detuvo y, sin mediar consideración, se puso a empujar con tal fuerza la pared que llegué a pensar que los crujidos de la puerta corredera eran gases que valientemente cruzaban su recto. Afortunadamente no fue así y, aunque muy roja y fatigada, secándose el sudor de la frente, terminó de descorrer la puerta con el apoyo de su cuerpo y afirmando: toda una inquietud.... Una vez dentro encendió la luz y yo ya no me quise entrometer. El ensayista ciego, ¿verdad?, cuestionó. Yo pensé en Borges y en su benignidad filántropa e indulgente. No, no: el ensayo sobre la ceguera, dije. La mujer salió como Teseo del dédalo y me posó un libro sobre la mano, orgullosa y vencedora. Aquí está, me dijo, lo único que el tamaño de la letra es XXXL. Vaya, pensé yo. Al examinarlo pude atestiguar que eso no era lo que buscaba. Muy amablemente me despedí y la mujer se quedó tras el mostrador, recuperando el aliento. El timbro tañó y giré para regresar a la oficina. Fue una sorpresa toparme con una urna llena de marca páginas y puntos de lectura blancos y negros, colgada en el mostrador. Me armé de valor, de la curiosidad felina que todos los hombres debiéramos tener, e introduje la mano en el receptáculo. Menuda sorpresa al ver que breves citas se extendían en letra times por el cuerpo del punto. Leí una –anónima- que me pareció una absurdidad, y no le di mayor importancia.
Desde entonces, cuando el tiempo no apuraba, me detenía un momento a coger un papelito. Sentía cierta ilusión, pero valga decir que ninguna de las intromisiones fue satisfactoria: si no me tocaba Erica Jong, me tocaba un anónimo que hablaba de salud y dinero… Mi esperanza fue decayendo, hasta que llegó el día en que cruzaba el círculo rotular de la librería sin prestarle atención alguna. Fue casual –y tal vez causal- el día en que corrí bajo las columnas para guarecerme de la lluvia. Decidí, impertérrito, meter la mano por última vez. ¡Menuda crudeza: cogí a Platón y su República! Despertó el gato de mí mismo y, tras el chaparrón, la cena, los besos, la noche y el bosque de brazos cortados, llegué de nuevo al cruce. ¿Shakespeare, Lope, Dickinson, Faulkner…? Mordía mis uñas, repiqueteaba mi pie, inocentes, ingenios, candorosos: J.K. ROWLING.
No creo que vuelva a pasar por esa calle. Daré la vuelta a la manzana y descenderé por Tuset, pensando que, tal vez, el problema de la sociedad sea ese: el no llamar las cosas por su nombre. Aunque, bien mirado, llamar excelencia al vulgar es lo que Madrid, Londres, Mónaco, Oslo, El Baticano, etcétera, hacen diariamente en sus palacios.

12 de junio de 2011

Un maquinero y un esnob escuchan Mozart en la ópera praguense

Echar la vista atrás no es incondicionalmente un signo de retroceso, al contrario: suele producir una consolidación de experiencia y, por lamentable que sea, una posibilidad nueva de creación y arte. ¿Qué quiero decir? Hablo de la música y de su inyección social. No trato de debatir ni discurrir sobre dónde se halla el límite entre la música del héroe (el valor inalcanzable y perfecto  de los acordes y de la abstracción genial del compositor) y el funcionamiento mecánico de la música con sentido único a través de las raíces, relaciones y tradiciones sociales. No. ¿Música cultura o música de héroe? Tampoco. El romanticismo fijó estereotipos en nuestra primitiva necesidad de encontrar genio y gracia en el pasado; el presente, claro está, es un gris visible de monotonías y vulgaridades, y se cree que soñando y viendo en código real el pasado tormentoso, romántico, apasionado, voluptuoso, flébil, desconsolado y fatal de los músicos y su música, recuperaremos el valor faltante del misterio y la magia en el sonido. Y que no resulte extraño. Hoy hay ruidos más agradables que músicas de las horas todas. Si jamás escuchara a Justin Bieber, o a Lady Gaga, estoy seguro tendría preferencia al insustancial ruido del taladro que agujerea, a medianoche, una pared para situar en ella un más que probable cuadro imitativo del action paiting, o al motor henchido de una motocicleta de poca cilindrada, conducida por un espécimen de pelo rape y flequillo engominado, que habla con excesivas eles en vez de erres y conjuga el pretérito perfecto con es: bailemos ayer un baile pa flipal.
   De estos individuos me surge a mí una duda paralela. Y es que cada vez más hay un exceso de melómanos en géneros que podrían ser interesantes y que, en cambio, no lo son. Me dirijo ahora hacia al extremo opuesto: jóvenes, cultos, moderadamente bienintencionados, pero en calidad atroz de esnobistas, pastosos de gafas y sin gusto alguno. Ellos son, generalmente, adoradores y devotos del género indie, nacido a finales de los ochenta en lengua shakesperiana. Así de visible se proyecta el surgimiento mediático de un sinfín de bandas con sonidos acústicos de intercalación electrónica, bajamiento y fijación de ojos en el suelo y el etcétera más largo que quepa imaginar. Además, estos esnobs están dotados de una innominable destreza memorística; y duele profundamente. “!Por supuesto: Belle and Sebastian junto a Love of lesbian…! Mejor, mejor: junto a los Juniper moon…” Los idolatran, veneran y corean sus canciones con el  forzoso acento de la exquisitez: you’re the legal man, you’ve got to prove that not liar I’ll render services that… Lo peor de todo es que hay grupos y, principalmente músicos en solitario, que poseen la maestría musical del genio, pero cuyos méritos se limitan a soportar seguimientos confidenciales, sujetos que los tratan de tú a tú y reiteran perfectamente sus palabras, personas que preguntan por ellos y su estado, que se creen amigos y llaman a la puerta de sus camerinos para vanagloriarse de su compañía hostil, pacientes que les preguntan que cómo están, ¿qué harás, amigo mío? Pero qué te importo yo, atiende a mi música y olvídame. 
   Hay, pues, que romper con este modelo; adjudicar a la música su verdadero valor. Creer en ella desde el silencio; hablar de ella con sus enamorados, que callan y escuchan, que no hablan y saben, por el contrario, el significado perfecto y único que penetra por sus oídos. Hay que eludir a los seguidores cuya finalidad es saber y conocer más que nadie. De no ser así, terminaremos viendo a un maquinero sentado junto a su amigo esnob en el Teatro Estatal de Praga, tatareando y aplaudiendo una versión de Don Giovanni que los laureados Echo and the Bunnymen interpretarán en Re Mayor, porque en Re menor ya está pillado.

11 de junio de 2011

La gata de Alicia y la niña desnuda

(Fábula)

Una gata blanca y atigrada, de ojos profundamente verdes, camina elegante y perfecta por una avenida en cuyo centro, solitaria y sistemáticamente, se alza un banco de madera. En él hay sentado un señor. Se está atusando el bigote y fija sus ojos tristes en el suelo, como si se hubiera perdido, en busca del hilo de Ariadna. La gata se planta delante de él; gira el cuello y otea a la niña que, sobre el pedestal de en frente, apoya la cabeza en  la mano, tumbada, blanca y agotada. La gata la reconoce rápidamente, pero prefiere dirigirse al banco. El señor parece llorar, tal vez porque en el cuello lleva un cartel con el  nombre de exministro, en caracteres negros y borrosos. Los gatos nunca son los primeros en hablar, así que aguarda a que lo ojos lagrimosos del exministro se posen sobre los suyos.
    -¿Un mal día? –Le pregunta la gata.
    -Un malísimo día. Hoy, querida gata, perdimos la libertad.
    -¿La libertad? –interroga ella.
    -Exacto, gata: la libertad. Como si tú te rompieras una pata: terminarían tus saltos, tus escapadas, tus bailes. Perderías la libertad.
    -Yo, si me rompiera una pata –contestó la gata- bailaría y saltaría y correría todavía más. De modo que fortalecería tanto mis otras patas que no echaría de menos la perdida. A ver –aprobó la gata en vista de la tristeza del señor-, ¿qué te ha ocurrido?
    -Verás, gata, hoy perdimos las elecciones. El malvado ha sido coronado, y nuestro pobre país, el país de las maravillas, bien lo sabes tú, felina de nieve, se irá al garete cual barco de cuatro chimeneas.
    -Ah –contestó la gata, que era muy inteligente-. Hablas de la niña de en frente, ¿verdad?: Temis, o justicia o, como vosotros los hombres la llamáis: Democracia.
    -Exacto, gata. ¿Acaso  no la ves? Está triste y de luto, hoy vencieron los caídos.
    -Yo no la veo triste, señor. La veo agotada. Se está durmiendo.
    -Nada de eso, gata. ¿No ves el cielo? Son sus ojos nebulosos de lágrimas.
    -Y usted llora porque ha perdido la libertad. ¿Por qué no hace como yo? En vez de ejercitar las tres patitas, haga oposición durante los próximos cuatro años: si se esfuerza y es usted bueno para el País de las Maravillas, seguro que saldrá Victorioso. Mire la Guerra de Troya.
    -¿Yo, gata? ¿Hacer oposición? Soy demasiado viejo para ello. Además, creo que con la pensión vitalicia que me otorgan, me iré a Miami, o a Nueva York, dicen que allí la diosa democracia es inmensa.
    -Vaya, señor, que tenga pues un buen día.
Y el señor encajó su sombrero y se encaminó avenida abajo. La gata se aproximó a la niña que, aprovechando la retirada del ministro, se desnudaba delicadamente. Ambas se miraron y sacaron la lengua al impostor.
    -¡Al fin estarás limpia, Temis mía! –exclamó la gata.
    -Ay, gata querida, no lo creas tanto. Fíjate, por allí arriba ya viene otro con el cetro en la mano y los ojos cegados.
La gata se lame y dice:
    -Bueno, tal vez no vea el banco. Aunque lo dudo. Lo dudo mucho.

10 de junio de 2011

La máscara de la política roja

Hoy, viernes diez de junio, han sido detenidos los tres responsables corsarios del grupo Anonymus que, con máscara de V y un sentido magno de la inteligencia, alborotaron informáticamente la logística estoica de webs financieras, gubernamentales y empresariales de escala internacional. Para algunos, una trastada de niños; para otros, una amenaza terrible –incluso- para la alianza militar. Lo cierto es que los enmascarados mantuvieron en vilo las horas consecuentes del pasado veintidós de mayo, día de elecciones municipales y de algunas autonomías en que, si algo quedo claro, fue que a la política le sobran atavíos. El recuento –gracias al Santo- no se vio truncado por los piratas de monitor sin catalejo, teclado sin trabuco y con ratón sin loro pensante, permitiendo así, veinte días después, la todavía ultimación de las mejores armas de seducción de los partidos políticos sin pretendiente. Izquierda Unida se embrolla. No quiere deformar la democracia, pero sabe –todo el mundo lo sabe- que a los diestros les resulta más fácil que a los zurdos hacer uso de tijeras. Por otro lado, el socialismo de los bastiones perdidos trata de luchar a contrarreloj. Si es necesario, no dudara en ofrecer a los populares su particular caballo de Troya; al menos así dispondrá de tiempo para charlar con sus colegas aqueos. (Ofrecer Rubalcaba a Atenea es harto desconsiderado). Y mientras tanto los populares, que rezan por no eludir los sabios consejos de Laocoonte, se lo miran desde arriba, tras las murallas de papel y urnas, a sabiendas que de guerras ya hubo muchas, y que si de alguna no aprendieron no fue de la de Troya, sino de Irak.
    Y así, entre tanto, se sucede el tiempo: Alemania se censura y se encuentra con E-coli en casa, Rusia levanta el veto a las verduras europeas, Josep Cuní se inmiscuye a una cadena todavía más privada, y un avión regresa a Barajas por culpa de un hombre violento y desnudo. Y digo yo: ¿acaso nadie ha leído La máscara de la muerte Roja, de Edgar Allan Poe? Los de Izquierda Unida deberían hacerlo antes que nadie, pues, como cuenta el maestro bostoniano, el Príncipe Próspero se sitió en lo alto de su castillo amurallado para rehuir a la peste y los enfermos, pero solo el tiempo –y fueron días- y la excesiva copiosidad de bailes y festejos, le hizo ver que la verdadera peste la tenía dentro, en casa, extendida ya por todos los salones: rojo, azul, verde y negro. Y la peste, para quien no lo sepa, se hallaba tras una máscara.

9 de junio de 2011

Paris, mon amour, ma mort

París, con parisios y murallas, con defensa de romanos y de diosa egipcia de la magia que destruye murallas y fecunda reyes, Clodoveos primero, borbones y Napoleones después. París de la Bastilla y de las revoluciones. París de Robespierre, de la guillotina, del terror de noche y de la absenta cetrina. París de la poesía y los poetas, de los boulevards, de los cuentos y de grandes escritores, París, ciudad maldita y adorada, ciudad del amor, de besos, luces, lujos y pobreza, heredera de musas y tierra de vinos. La ciudad de un pueblo y del ideal. Hay calles estrechas en París que te invitan a vagar, caminar y cruzar dorados puentes, sumergirte en los grises del Sena, ir de Côte-d’Or hasta la misma lanza de Don Quijote de la Mancha. Cuántas cosas ocurrieron en París; cuántas cosas ocurrirán en él. ¿Ella, él?: Montmartre, Montparnasse, los Elíseos o Les Halles de París. No tiene sexo, pero es sexual y sensual; nace en su corazón sagrado –Saint-Germain-des-Prés-, en una abadía benedictina de verdes suelos, cálcicas paredes, ventanales mayestáticos y sentidos del gótico. Fundadora del pensamiento moderno (algo malo debe tener), con Descartes y sus noches en ella vividas. Fría en el cielo, en verano llena de flores –turquesas, rosas, magnolias y crisantemos-, luchadora en sus guerras, exilada ante la abnegación.  En estudios, su Sorbonne, sin ser legendaria porque existía solo en sueño. París de todos los siglos, de la Nouvelle Vague, de los genios que jamás estuvieron allí. París de los obligados, del hambre y la necesidad. De acusaciones en primera persona y de la cabeza política. La París abyecta y mentirosa, de las calles de la peste y la tuberculosis, de rieladas cenas y de ciegos, de estrepitosas caídas de Woody Allen, poco abierta al comunismo. De pintores parisinos y pinturas parisienses, ciudad del impresionismo y de los molinos desnudos que te invitan, no a una copa, sino a dos, a cuatro o a seis. París de la ópera de Carmen, de acordes inherentes y voluptuosos, de la bohème, del exceso. París del mármol, réquiems, inviernos y suerte; París de la muerte francesa, de Baudelaire, de Villon, de Verlaine, de Zola, de Gautier, de Foucault, de Mallarmé, de Jean-Paul Sartre, y también de distinguidos extranjeros: Óscar Wilde, Offenbach, Nijinski, Man Ray, Samuel Becket. Y de Jorge Semprún.

8 de junio de 2011

Entre la antropofagia y la fe, elijo el dolor

Cuando se habla de sociedad ideal, se hace referencia a un colectivo libre, capaz y evolutivo que, sin generar contenciosos entorpecedores, pueda y quiera perdurar en el tiempo. La sociedad real –mucho me temo- está a años luz de los tres epítetos. Fruto de ello es el erróneo planteamiento del problema. No hay que dar un paso ciego desde la cofa, sino querer estar en la ideal, saber cómo llegar hasta ella, anhelarla. Pues ella es una sociedad culta, sin sainetes, ni pepinos contaminados -no creo que haya ni pepinos-. Hay, sin embargo, libros, porque la gente los lee, porque alguien los escribe, hay diálogo y ciencia. La sociedad ideal, tal y como indica el sustantivo, se basa en un colectivo, e históricamente  es imposible cambiar un colectivo desde la multitud. Mucha gente, cuando te habla de ello, acusa a lo innecesario  que es cambiar el modelo de sociedad: ¿por qué?, ¿para qué vamos a torcer la singladura?, ¿acaso no vamos evolucionando?, ¿acaso el juicio y la ética no se han establecido ya? Tuvimos que pasar una dura etapa Inquisitoria para –y al decir esto se lo piensa reflexivamente-, para, por ejemplo, no matar. Llegada aquí la conversación, yo pensé: no matarás, que proviene de los diez mandamientos –el quinto exactamente-, que precede del Deuteronomio –que allí es el decimoséptimo-, que deriva del Éxodo –decimotercero, mal augurio-, y que Moisés recibió de la propia mano del Dios Yahvé, dios de todos: del islam, cristianismo, bahaísmo y del etcétera. Está bien, está bien –le digo yo a mi interlocutor-, pero charlábamos sobre la inmigración y su impacto en nuestra sociedad. Sí, pero fíjate –me interrumpe él- que la relación es la misma. Me dices que es necesario acabar con la Religión, y yo te pongo como antecedente la oscuridad que vivimos hace seis siglos; me dices que el contencioso de la inmigración actual es el impacto de la fe, de su fe (que no religión). Veamos: cuando los murcianos y andaluces vinieron a Catalunya, tú, claro, no lo recordarás…, teníamos de ellos la misma impresión que tenemos ahora de un argelino o de un iraní. ¿Qué te crees? La mantilla y la peineta son ahora burqas y chadores, pero han bastado poco más de tres décadas para resolver el problema. Ya –contesto yo respetablemente, porque así lo es mi interlocutor-, pero yo no atribuyo el problema de la inmigración a su fe. ¡Claro que no!, –sentencia él-, porque nosotros somos los encargados de adaptarlos; sus hijos, fíjate, ya son distintos. Para ellos las mujeres son iguales a los hombres, y no se discriminan ni identifican por su etnia o tono de piel. ¿Tono de piel? –pienso yo-. Suponte –finalizo…- dentro de la docena Korowai (una de las pocos tribus caníbales vigentes), tú, gracias a la fe y a tu experiencia, eres lo suficientemente evolutivo como para catalogarte de avanzado respecto al korowai. Hombre, en este caso… pues sí –contesta-. Pues bien, tú te plantas allí y, en un intento respetable y cabal de hacerles entender que eso está mal, que el camino a la evolución no está en la ingesta del prójimo, te capturan y por ser rubio, alto y fuerte, pretenden comerte y así vigorizar su espíritu y fortificar su alma -khakhua. Tú, una de dos: o te tapas los ojos y gritas “¡Por la evolución (por la fe)!” o acatas sus creencias y te conviertes en uno de ellos a la espera del occidentalito de turno que, con su cachucha de India Jones y linterna en mano, se adentre en los bosques de Papúa Nova Guinea. Y te lo comes, vaya que si te lo comes. Entonces digo yo: ¿si no hubiera fe, si la carne humana no vigorizada al comedor, tú te hubieras visto obligado a acceder al cambio de creencia? ¿Acaso este cambio, aunque sea solucionado, no resurgirá generación tras generación, o con la llegada del buen occidentalito? ¿Son las creencias monedas de cambio? ¿No produce esto diferencias? ¿No es esto discriminación? Lo más probable, en caso de que viajaras a Papua sin fes de por medio, sería que acabaras sentado junto al líder y que comierais ostras y bebierais vino granadino. ¡Esa sería una magnífica fe! Y esto, querido, no se consigue colectivamente: no hay vino suficiente, cada uno debe rascarse el bolsillo y comprar una botellita; cada uno debe hacer un sacrificio y, en vez de donar alma y carne a Jesús, Alá, o al Báb, o comerse al prójimo, arrancarse un poquito de fe ciega. Pues esta es la diferencia entre la sociedad real y la ideal: la inexorable necesidad de tener fe en algo, en lo que sea, pero, ¡por dios! que haya algo en que poder creer. Pero abandonar la fe no significa caer en el nihilismo, ni desdeñar a nadie, sino igualarlo –de cielo o infierno- a la altura del ideal. Porque, como dijo quien nos describió: entre el dolor y la nada, elijo el dolor (pero, por favor, nada de muertes…).