Hay un supermercado en la calle Canonge que, para acceder a él, se debe cruzar un estrecho túnel. Un zapatero, un banco de madera y un trenecito de niños se encuentran en su interior. Luego, la entrada del súper y un parque de considerables dimensiones a su flanco.
A la hora que lo transito, el zapatero acostumbra a estar cerrado. ¿Acaso trabajan poco estos artesanos del fetiche? Un viejecito maquinista, con una frenología y pelo muy semejantes a Albert Einstein, porta unas gafas de aviador y pilota el trenecito de monedas siempre y eternamente vacío. La maquina produce un silbido y dice: “¡hey, amiguito, ¿por qué no vienes a dar una vuelta?” Muy siniestro si imaginamos la cara de la niña deseosa por subirse. Se sigue caminando a través del túnel. Ahora un extraño olor asola, muy fuerte pero no lo suficiente como para calificarlo de hedor. Entonces está el banco de madera; sobre él, un indigente descansa el cuadrado cuerpo y sus pertenencias de lar y color marrón. Es un mendigo bajo, con bigote y sombra de barba sucia. Tiene cara de niño enfermo y ladrón; tez cuadrada y azafranada. Toca el culo a las jovencitas y escupe a las ancianas; su voz, ronca y burda, es un acelerador de moto viejo, desagradable, ruin, de preocupante oligofrenia. Es el prototipo de parásito. Son varios los mendigos vagantes en la ciudad, y muchos los motivos que a ello les llevaron: pobreza, alcoholismo, disfunción mental, rechazo marginal. Este, en cuestión, es retrasado y alcohólico. Aunque adora el Moët & Chandon, bebe vino Don Simón de tetra brick. Orina y oprobia (¿dónde mejor que allí?) públicamente. Nada mayor en su contra.
Hace tres días salí yo del supermercado y no me percaté de su ausencia. Sí lo hice, en cambio, de una nueva presencia. En la pared final del túnel, tocando ya a la calle principal, un cartel escrito a ordenador ordenaba: PROHIBIDA LA MENDICIDAD; SE LLAMA A LA POLICÍA. El caso estuvo claro: se trataba de una absoluta invectiva por parte del supermercado para que el mendigo no entrase. Que llevara a cabo sus costumbres delante de un supermercado, en frente de un parquecito donde los niños aguardan la salida de sus padres, y al lado de un trenecito de viajes perversos, no era probablemente el lugar más apropiado para sitiar su haima. A la gente le molestaba. No gusta que un desconocido te toque el culo.
En efecto, aquel día no hubo mendigo. Ayer, sin embargo, el cartel desaparecía y ya lo vi rondando por las cercanías.
¿Es costumbre –no solo de indigentes- obedecer religiosamente a los carteles? Más que obediencia, diría que es simpatía. Gusta ver carteles en los bares, en las farolas. Hermosos papeles blancos con sus faltas de ortografía lamentables… Atraen, seducen. Ofertas, propuestas, prohibiciones, informaciones… Y eso le ocurre a todo el mundo, ¡incluso al alcalde: tan dado a los cartelitos para todo! Me lo imagino entrando en el ayuntamiento. Un cartel en la entrada brinda: CENTRO DE BENEFICIENCIA. Monsieur Alcalde se aparta un momento sorprendido. Se mira el traje y se lo espolvorea. “Bien, entremos a ver qué dan”.
Pero, ¿qué es lo realmente importante; qué es lo que ha ocurrido hoy? ¡Milagro, aleluya, mano de hierro! En vista de la ineficacia del cartel –no de su cumplimiento, sino de la poca durabilidad que tiene-, el supermercado ha eliminado el banco del túnel. Ya no hay banco, ya no hay lugar para el mendigo. <Hecha la ley, hecha la trampa. Y, si no hay solución, suprimamos el sistema judicial>.
Tal vez mañana demuelan el ayuntamiento. ¿Qué haría Monsieur Alcalde entonces? Probablemente se sentaría entre los escombros: “esto es mío, mío, mío y solo mío”. Con cartel o sin él, pero siempre con mendicidad.
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