Esta mañana pasé por delante de la floristería que hay entre Balmes y Travessera de Gràcia. Eran las nueve de la mañana. Con el cambio horario el sol asomaba por vez primera por las esquinas oeste de la ciudad condal. El panorama era muy francés: rosas en unos grandes jarrones de barro, clementinas desordenadamente situadas en el borde de la calle, petunias, claveles, magnolias abiertas, blancas cual vestido de novia, pastoras, capuchinas y sobre todo crisantemos. El amaderado de la tienda invitaba directamente a coger un taburete de mimbre, ponerse un discreto sombrero, unas gafas al estilo Thomas Mann, y sentarse con un café con leche y un libro de Stefan Zweig o Marcel Proust, qué más da, a leer y tomar la fresca.
No es la primera vez que paso por allí. De hecho lo hago cada día. Pero hoy escribo sobre el tema por un objeto externo, normalmente desaparecido, que junto a la puerta principal me ha