2 de agosto de 2011

Alijo de calaveras


Augusto Cisneros Quispecondori es uno de tantos chamanes que guían a través de los dos mundos a los habitantes creyentes de la amazonia peruana. La función chamanística es sobradamente conocida en nuestro harto Occidente. El consumo de plantas enteógenas, con efectos alucinatorios tanto visuales como auditivos, procesales  y animistas, fue algo que caló hondo en el colectivo y que, por supuesto, interesó a los grandes experimentales; algo gracioso, simpático, algo rebelde y muy espabilado. Independiente y revelador, el viaje que el alma y la psique desarrollan a través del peyote, de la ayahuasca, o la iboga, todas ellas con la esencia nívea del alcaloide, genera una curiosidad y un placer totalmente aplicable a la perniciosa manía de los discotequeros y atrasados de hoy  que ingieren un poco de plástico con hez de avutarda a modo de éxtasis y esnifan un par de rayas de harina con poli-cloruro de vinilo –PVC- y se creen los tremebundos viajantes del espacio.
Es innecesario citar la distancia que media entre el chamanismo indígena y esta práctica adoptada por las sociedades occidentales. Si bien es cierto que muchos de los elementos que envuelven el acto del viaje de ambas culturas se podrían considerar comunes  (música, baile, bebida, tabaco), no menos veraz es la diferencia clasista entre un deficiente que busca una noche fiera y un pobre chamán que trata de alcanzar el otro mundo para contactar con los muertos de su tribu. Muchos de ellos, iniciados en la práctica con escasos veinte años, sufren de asimilaciones espiritistas y transformaciones de la propia personalidad durante el periodo iniciático de su alma, en que entablan relación con su supuesto más allá. Sin embargo, existen diversos colectivos de chamán. Y por ello, no se debe confundir el chamanismo con el animismo, ni con el espiritismo, ni con la tendencia ridícula al esoterismo. Es absolutamente contrario el chamán nuru (de la Isla de Okinawa) a las mujeres coreanas –que son ellas las chamanes- mudang. Asimismo, los chamanes de la amazonia peruana, aquí ocupados, trabajan con su material propio. Este es: el cactus de San Pedro, que les permite la adivinación y diagnosis de futuros aciagos sucesos, los tambores que les acercan al más allá, y los altares llamados mesas en donde operan y propician el milagro contacto del alma.
Fijaos que llegados a estas alturas del artículo todavía permanecen ciertas similitudes entre el chamán de turno y el discotequero barcelonés que peina con destreza diestra su flequillo engominado para llegar impoluto a la Razzmatazz. ¿Acaso él no posee elementos propiciatorios y preventivos que le permiten un mejor viaje? En vez de altares operativos, tiene un coche que le traslada de Muntaner a los Almogàvers; los cactus  de San Pedro son radares de control que le previene de las multas de tráfico; y los tambores son las canciones de Lady Gaga y The black Eyed Peas que le azuzan para una mejor disposición de la noche.
Pero siempre hay algo que sale mal: al chamán se le pierden los espíritus tras el efecto extático del rito; al discotequero, tras cortejar a Madame Chonne y tomarse tres o cuatro vodkas, le detienen los Mossos de Escuadra y le hacen soplar, ¡0.75!
Pero lo más sorprendente es que hay casos que acercan y aproximan a las dos extremas culturas. Esta misma mañana, por ejemplo, le ha ocurrido a Augusto Cisneros Quispecondori, en Lima: la policía lo ha detenido e incautado un alijo de 180 cráneos humanos que poseía para sesiones espiritistas y de magia que, posteriormente, utilizaba para su comercialización.
Ya me imagino al chamán diciéndole al agente: te quedas la mercancía y me retiras la multa y el arresto. ¡Ay, cráneos humanos, que son la farlopa de los chamanes entre dos culturas alejadas! Y esos locos policías…

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