Son muchos los escándalos que han rodeado el mundo del arte durante este último siglo: robos, falsificaciones, invenciones, estupideces. ¿Quién no recuerda –hoy hace cien años- la historia de Vicenzo Perugia? El hombre que se escondió un domingo en el Louvre para el lunes, día de cierre del museo francés, perpetrar el más escandaloso de los expolios: La Gioconda, de Leonardo Da Vinci. ¿O qué decir de El grito de Munch? Ha sido robado en numerosas ocasiones, la más famosa: cuando los ladrones, armados con una escalera, penetraron por la ventana de la galería nacional de Oslo y, dejando una nota en que se leía “Gracias por la falta de seguridad”, huyeron impunes del atraco. O las impecables falsificaciones de Han Van Meegeren (1889) que, tras que los críticos rechazaran su obra, hundido y rabioso decidió falsificar a los grandes pintores de la Edad de Oro Neerlandesa: Hooch, Hals, Vermeer; los reprodujo a la perfección, apoderándose así de reconocimiento internacional. Piero Manzoni, con su arte conceptual, vendió al precio del oro noventa latas que contenían sus propios excrementos: Mierda de Artista, etiquetó en el idioma alemán, francés, inglés, e italiano. ¿Realmente pensaba él que eso era arte?; ¿una forma de arte cómica y decadente?; ¿o era, simplemente, una irónica broma? Tal vez fue lo mismo que Empire (1964), documental en que Andy Warhol –el truhan de los truhanes- realiza un único plano durante 485 minutos del famoso edificio Empire State Building mientras, cuentan, se liberaba a las más orgiásticas de las orgías en las oficinas de su coleguilla Rockefeller.
Son, pues, innumerables los engaños, dolos y supercherías del Siglo XX que puso el arte en entre dicho. Los movimientos pictóricos modernos –principalmente el futurismo- son más que cuestionables. Y aquí, precisamente en el futurismo, se encuentra una de las historias más hermosas y fantásticas que el mundo falso del arte ha escrito en sus lienzos de la historia. Se llamaba Joachim-Raphaël Boronali. O al menos eso afirmó cuando, presto y nervioso, se presentó en el Salón de la Sociedad de los Artistas Independientes –sede francesa del arte moderno- y entregó un cuadro titulado Y el sol se durmió sobre el Adriático. El cuadro presentaba una mezcla vivaz de colores, muy moderno, con pinceladas azarosas y formas pre-cubistas. El cuadro gustó mucho en la Sociedad; la crítica fue deliciosa. Y menudo hartón de reír se debería pegar Roland Dorgelès –el nombre real de Joachim-Raphaël Boronali, que era escritor y periodista y no pintor ni artista- cuando se presentó en las oficinas de su periódico y explicó: “Señores, este de aquí es mi notario. Lo contraté y dará fe de ello, El sol se durmió sobre el Adriático no lo pintó Joachim-Raphaël Boronali. No. Tampoco fui yo que, por supuesto, inventé el nombre y el pintor en cuestión. El cuadro alagado por la Sociedad de los independientes, que lo catalogaron de magnífico y futurista, lo pintó un asno. Así es, señores, un maldito y bonito asno. Até un pincel a su cola, lo emplacé para que el lienzo quedara tras sus nalgas y pintó esta maravilla.” El notario, efectivamente contratado y presente durante la perpetración de la superchería, dio fe de ello.
Al día siguiente los titulares de la prensa fueron maravillosos: UN ASNO, JEFE DE LA ESCUELA PICTÓRICA.
Si esto no es arte, que nos corten la cabeza.
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