14 de junio de 2011

Libri, excellentĭa, monarchĭa

Si subes por la calle Balmes de Barcelona, cruzas la Avinguda Diagonal y logras salir incólume –sin mordeduras de ciudadanos, ni ruedas de motocicleta en las narices, ni zapatos en la crisma- hallarás en el cruce con Granada del Penedès una librería, Excellence, custodiada por rígidas columnas marmoleadas, sitiada bajo el inquebrantable yugo de un edificio negro de oficinas de cristal. Excellence significa excelencia, del latín excellentĭa: superiorior calidad que hace digno de singular aprecio.
De fuera, la librería presenta una imagen semejante a todas las demás. No es especialmente grande, pero posee dos entradas y dos primeros pisos donde los libros se sitúan, cogen fuerza y cuelgan de las paredes, muy pomposa y atractivamente. Su eslogan: un lugar para mentes inquietas me hizo plantear una cuestión: ¡caray, aquí tal vez haya libros que me resultan difíciles de encontrar! Aprovechando, además, que mi centro de trabajo se encuentra a escasas porterías del comercio, quise comentarle a un compañero que, bueno, no desesperáramos, que al menos teníamos una librería al lado. Su cara escéptica y confusa fueron prólogo y circunloquio de una afirmativa respuesta que no tardó en llegar y, ni mucho menos, en decirse: bah, no creas. Por supuesto, si no fuera porque yo albergaba ciertas esperanzas en el gusto literario de mi compañero, pensaría que lo de las mentes inquietas seguía siendo una posibilidad de paraíso prosódico y de ruina, porque lo sería, económica.
Así, un día sin lluvia y de poco gris urbano, decidí entrar en la tienda y preguntar por un libro de Saramago que, punzante y sorpresivamente, había decidido leer de inmediato. El timbre tañó, la señora salió y me preguntó las voluntades. Tal libro, le dije yo. ¿Tal libro?, me preguntó ella. Sí, titubeé yo, tal y no otro. Pues veamos qué encontramos, y se desplazó hacia el lateral de las escaleras. Frente a la pared se detuvo y, sin mediar consideración, se puso a empujar con tal fuerza la pared que llegué a pensar que los crujidos de la puerta corredera eran gases que valientemente cruzaban su recto. Afortunadamente no fue así y, aunque muy roja y fatigada, secándose el sudor de la frente, terminó de descorrer la puerta con el apoyo de su cuerpo y afirmando: toda una inquietud.... Una vez dentro encendió la luz y yo ya no me quise entrometer. El ensayista ciego, ¿verdad?, cuestionó. Yo pensé en Borges y en su benignidad filántropa e indulgente. No, no: el ensayo sobre la ceguera, dije. La mujer salió como Teseo del dédalo y me posó un libro sobre la mano, orgullosa y vencedora. Aquí está, me dijo, lo único que el tamaño de la letra es XXXL. Vaya, pensé yo. Al examinarlo pude atestiguar que eso no era lo que buscaba. Muy amablemente me despedí y la mujer se quedó tras el mostrador, recuperando el aliento. El timbro tañó y giré para regresar a la oficina. Fue una sorpresa toparme con una urna llena de marca páginas y puntos de lectura blancos y negros, colgada en el mostrador. Me armé de valor, de la curiosidad felina que todos los hombres debiéramos tener, e introduje la mano en el receptáculo. Menuda sorpresa al ver que breves citas se extendían en letra times por el cuerpo del punto. Leí una –anónima- que me pareció una absurdidad, y no le di mayor importancia.
Desde entonces, cuando el tiempo no apuraba, me detenía un momento a coger un papelito. Sentía cierta ilusión, pero valga decir que ninguna de las intromisiones fue satisfactoria: si no me tocaba Erica Jong, me tocaba un anónimo que hablaba de salud y dinero… Mi esperanza fue decayendo, hasta que llegó el día en que cruzaba el círculo rotular de la librería sin prestarle atención alguna. Fue casual –y tal vez causal- el día en que corrí bajo las columnas para guarecerme de la lluvia. Decidí, impertérrito, meter la mano por última vez. ¡Menuda crudeza: cogí a Platón y su República! Despertó el gato de mí mismo y, tras el chaparrón, la cena, los besos, la noche y el bosque de brazos cortados, llegué de nuevo al cruce. ¿Shakespeare, Lope, Dickinson, Faulkner…? Mordía mis uñas, repiqueteaba mi pie, inocentes, ingenios, candorosos: J.K. ROWLING.
No creo que vuelva a pasar por esa calle. Daré la vuelta a la manzana y descenderé por Tuset, pensando que, tal vez, el problema de la sociedad sea ese: el no llamar las cosas por su nombre. Aunque, bien mirado, llamar excelencia al vulgar es lo que Madrid, Londres, Mónaco, Oslo, El Baticano, etcétera, hacen diariamente en sus palacios.

1 comentario:

  1. A pesar de que por lo que ya me has comentado de que en esa librería no entienden mucho de libros, las urnas con los papelitos son muy monas, tan redonditas e impolutas, invitan a meter la patita... solo falta curiosear para que ¡oh casualidad! me salga una cita de Andy Warhol (hez entre las heces).

    Intentar buscar un entendido en libros en una librería "fashion" es como pretender ver una buena película -de esas que ya no se hacen- en un cine de un gran centro comercial.

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