Hoy, viernes diez de junio, han sido detenidos los tres responsables corsarios del grupo Anonymus que, con máscara de V y un sentido magno de la inteligencia, alborotaron informáticamente la logística estoica de webs financieras, gubernamentales y empresariales de escala internacional. Para algunos, una trastada de niños; para otros, una amenaza terrible –incluso- para la alianza militar. Lo cierto es que los enmascarados mantuvieron en vilo las horas consecuentes del pasado veintidós de mayo, día de elecciones municipales y de algunas autonomías en que, si algo quedo claro, fue que a la política le sobran atavíos. El recuento –gracias al Santo- no se vio truncado por los piratas de monitor sin catalejo, teclado sin trabuco y con ratón sin loro pensante, permitiendo así, veinte días después, la todavía ultimación de las mejores armas de seducción de los partidos políticos sin pretendiente. Izquierda Unida se embrolla. No quiere deformar la democracia, pero sabe –todo el mundo lo sabe- que a los diestros les resulta más fácil que a los zurdos hacer uso de tijeras. Por otro lado, el socialismo de los bastiones perdidos trata de luchar a contrarreloj. Si es necesario, no dudara en ofrecer a los populares su particular caballo de Troya; al menos así dispondrá de tiempo para charlar con sus colegas aqueos. (Ofrecer Rubalcaba a Atenea es harto desconsiderado). Y mientras tanto los populares, que rezan por no eludir los sabios consejos de Laocoonte, se lo miran desde arriba, tras las murallas de papel y urnas, a sabiendas que de guerras ya hubo muchas, y que si de alguna no aprendieron no fue de la de Troya, sino de Irak.
Y así, entre tanto, se sucede el tiempo: Alemania se censura y se encuentra con E-coli en casa, Rusia levanta el veto a las verduras europeas, Josep Cuní se inmiscuye a una cadena todavía más privada, y un avión regresa a Barajas por culpa de un hombre violento y desnudo. Y digo yo: ¿acaso nadie ha leído La máscara de la muerte Roja, de Edgar Allan Poe? Los de Izquierda Unida deberían hacerlo antes que nadie, pues, como cuenta el maestro bostoniano, el Príncipe Próspero se sitió en lo alto de su castillo amurallado para rehuir a la peste y los enfermos, pero solo el tiempo –y fueron días- y la excesiva copiosidad de bailes y festejos, le hizo ver que la verdadera peste la tenía dentro, en casa, extendida ya por todos los salones: rojo, azul, verde y negro. Y la peste, para quien no lo sepa, se hallaba tras una máscara.
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