(Fábula sobre el nacionalismo)
Kafka tiene aproximadamente ocho meses. Los gatos no tienen edad fija, ni tampoco nombre, a no ser que sean ellos quienes lo escojan. La gatita Kafka, por ejemplo, eligió el suyo cuando, en una tarde de tenue temperamento, se sentó en el sillón de lectura de sus dueños, en cuyo cenit, colgado en la pared, aureolaba el retrato del escritor praguense. Le gusta excoriar las páginas de los libros con su pelaje atigrado, blanco y de nieve, todo él a rayas perfectamente definidas. Juega con los ovillos que se encuentra en las esquinas; es una elegante acróbata que conoce los misteriosos secretos del funambulismo. Su actividad favorita es la lectura; tiene debilidad por Keats y Rimbaud. Cuando se agota, se tumba a la sombra y sueña con poetas clásicos y con latitas de atún oleoso.
Era otoño y las pupilas de Kafka semejaban el hado de una luna nueva: llegaba pues la noche. Pensó que, con sus dueños fuera y aquella buena temperatura, era de idiotas no salir a dar una vuelta. (Los gatos son así, desaparecen a la viva luz y reaparecen en su propia sombra de la sombra de cualquier habitación). No acostumbra a salir mucho. Los libros y el sueño ocupan una parte vital de su tiempo. Pero eso a ella no le importa, porque siete vidas dan para muchos libros y muchos paseos. Y un buen libro es un largo viaje: la literatura son caminos que no existen, huellas de gatos inalcanzables. Así pues, Kafka atusó el pelaje negro que, cual botas, le invadía las patitas delanteras y salió por la ventana. Cruzó un tejado, cruzó otro más, bajó, saltó silenciosamente sobre el techo de una furgoneta y, desde allí, se apeó. ¿Adónde ir?, pensó Kafka. El escritor y la pintora –esos eran sus dueños- hablan de una taberna regentada por una agradable Comadreja. Además, está delante de la librería donde suelen llevarme después de visitar al enfermo de la bata blanca y con olor a apoplejía. No estaba muy lejos. Kafka paseó bajo los balcones de La Rambla; no pudo evitar fijar un par de veces los ojos en el piélago del mar: es profundo y oscuro, pensó pasmada, y es inmenso, inmenso azur. Sin darse cuenta se encontraba ya delante de la librería. A su espalda, un ruido atronador la sorprendió. Las gatitas son valientes, y recuperó rápidamente el aliento: solo se trata de una puerta de cristal corredera. La taberna estaba vacía. Era alargada y había, en el centro de filo tallante, una extraña barra de metal. Sobre ella, se extendía una sucesión de lamparitas tafetán. Kafka levantó sus hermosas orejitas y atendió a la música que surgía del piso superior. La barandilla estaba cubierta por una cortina roja, como Emily Brontë, pensó la gatita. Sonaba una grácil trompeta que le recordó a la música de los domingos.
-¿Te gusta Miles Davis? –preguntó de súbito una voz sin cuerpo. Kafka se paralizó y permaneció con los ojos fijos en la barra de metal. No tardó en manifestarse sobre ella una extraña y simpatiquísima figura: era, sin duda, la Mustela nivalis, regente de la taberna, que secaba una copa con un paño más grande que ella. Se atusó el bigote y la perilla, negra de ébano vivo:
-¿Sabes?, por cada vaso que llenas, tres se ensucian. ¿Me decías que te gusta Miles Davis?
Kafka se lamió lentamente la planta de su patita; posaba sus ojos directos y atónitos a la agradable forma del mustélido. Nunca hubo visto bicho igual.
-Yo soy de John Coltrane –masculló la gatita-. Aunque mi dueño dice que Charlie Parker es incomparable.
El comadreja, porque era un hombre, invitó a la gatita a sentarse en uno de los altísimos asientos de delante de la barra. Se sumieron en una conversación distendida de jazz y música moderna. La conversación derivó a gastronomía, drogas y alcohol. Al cabo, Comadreja preguntó:
-Y bien, ¿qué deseas tomar?
Kafka se lo pensó. Lamió su vagina de pasada e irguió la cola de noche y nieve:
-Tomaré una latita de atún.
Comadreja se sumergió a las tinieblas del suelo de detrás de la barra. Se escuchó un rechino de vasos y tenedores. Kafka aguardó sentadita en el taburete circular.
-Aquí tienes –dijo la mustela, presentando muy cortésmente un platito plano con una más que generosa ración de atún-. Si me permites, te acompañaré.
Kafka asintió decidida. Los gatos son curiosos, y ella jamás había visto una mustela: cómo comería, qué comería, cuánto bebería, eran cosas que le llamaban la atención.
-Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Franz Kafka.
-Oh, caramba –Comadreja se atusó nuevamente la perilla-. ¿De qué me suena a mí ese nombre?
-Dicen que en otra vida fui un escritor muy bueno. Escribí La metamorfosis y El proceso.
-¡Claro: los gatos tenéis siete vidas!
-Sí –corroboró dubitativamente la gatita-. Pero desconocemos cuántas vidas hemos muerto. No tenemos edad fija. Oye: ¿qué es eso que bebes? Eso amarillo y burbujeante.
-¿Esto? –dijo la comadreja limpiándose la espuma que la cerveza le dejó en el bigote-. Esto es cerveza.
-¿Está buena? –curioseó la gatita.
-Sí, mucho. Júzgalo tú misma.
Se la tendió para que pudiera degustarla.
Kafka se estremeció. Le entró un gracioso temblor que le recorrió el cuerpo entero.
-Está buena, ¿verdad?
Asintió fervientemente.
-Pues aquí tienes una caña.
Y los dos empezaron a beber pomposos, copiosos y esponjosos vasos de cerveza.
-Así que tus dueños son el Escritor y la Pintora. ¡Menuda bonanza! Ella tiene un vestidito que me encanta.
-Es preciosa y muy blanquita. Parece Venus o Eurídice –dijo Kafka.
-¿Y tú, qué? No me dijiste nada de ti. Yo, por esta zona, he visto muchos animales: perros, palomas, alondras, prójimos felinos, incluso acabo de ver a un cerdo vietnamita sentado aquí, en frente, bajo una M gigante de color rojo y amarillo. Pero jamás había visto a una de tu especie.
-Yo soy una Comadreja Común. Soy un tipo simple, como habrás visto. Me gusta la cerveza, las camisetas cómic, y esta taberna… Estoy casado con una mustela argentina. Rayuela, se llama. Ella es dibujante, ¿lo sabías? Tenemos un hijo que juega al fútbol como el mismísimo Armando Maradona. Aunque las mustelas tengamos fama de mamíferos rapaces y agresivos, nosotros somos muy familiares y cariñosos. Nos gusta estar juntos y hacer puzles los domingos.
Kafka se sorprendió con el relato: ¿familiares, cariñosos, Maradona?
-No me extraña tu expresión –afirmó el Comadreja-. Vosotros, los gatos, sois lo opuesto: silenciosos, distantes, felinos, independientes. Y por lo que sé, no os gusta demasiado el fútbol.
Kafka titubeó:
-No, nosotros somos más de dormitar –movió la cola para que no se le durmiera y prosiguió-. Me ha gustado el adjetivo cariñoso. Nosotros, los gatos, somos como el género humano. Un sabueso puede pasar día y noche a tus pies, te alaba y eres su Dios. A los felinos no creas que no nos gusta que nos acaricien y que nos veneren, pero no siempre estamos dispuestos a ello. Nos gusta el contacto en su módica medida. La independencia fluye por nuestra sangre.
-A eso iba –contestó instigado el Comadreja-. Os valéis por vosotros mismos, tenéis coraje, soportáis la soledad, sois lacónicos, concisos y solitarios. No dependéis de nadie, solo de quién vosotros elijáis. Os buscáis la vida y tenéis libertad para ello. Lo que tú te labras, es lo que poseerás. Siembras y recoges. Ni más, ni menos: sois autónomos e independientes. Los mamíferos, en cambio, somos asociados. Requerimos la labor de uno para que la del otro obtenga sentido. Necesitamos una red de relación, un grado obligatorio de parentesco. Si no, la cosa no avanza…
-Pero conoces el Principio de Arquímedes –le contestó la gatita-: un barco se sustenta sobre el océano porque la densidad del navío es inferior a la del mar. Por más acero y aire que posea el barco, las partículas del océano son infinitamente más pesadas que él.
-¡Ah, ya sé por dónde vas, querida gata! Pero nosotros, que como buenos mamíferos formamos parte del colectivo, debemos pagar a todos aquellos que cooperen. Nadie trabaja en balde porque nadie quiere ser explotado. Encima: pagar por el trabajo que uno mismo hace, ¡vamos, hombre, es un robo!
-Sin embargo, si estás solo tendrás que poner más de tu parte, porque luego, cuando requieras algún subsidio, la densidad de población que tributará será muchísimo menor.
-Benita libertad –farfulló el Comadreja-. Navegar viento en popa a toda vela. Asia, Europa, Estambul…
-A los gatos no nos gusta demasiado el agua. ¿Pero sabes? Eres todo un romántico; eres un nacionalista. Y eso me recuerda a un libro que estuve leyendo el otro día. Hablaba de un señor, un señor muy viejo y antiguo, pero que por lo visto todavía lo recuerdan los de su especie.
-Creo que ya sé de quién me hablas.
-Sí, caray. Que llevaba un ridículo bigote.
-Y el pelo engominado, de lado… ¡Marx, Groucho Marx!
-No, Marx no… El otro. Se llamaba… Hitler, Adolf Hitler.
-¡Sí! –gritó el Comadreja-. Dicen que era sodomita…
-Muy posible –atestiguó Kafka.
Y estuvieron un par de horas más charlando de política. De la identidad cultural. Del idioma: del catalán, del castellano. De las tradiciones y las barbaries. Hablaron del Gobierno y del Govern, de lo que pagaba cada Comunidad Autónoma. Hablaron del paro y revoluciones; y de estúpidas revueltas. Conversaron sobre Robespierre, de Mandril y Comadreja y del Gato con botas. Hablaron de la nívea y rutilante Pintora y de la Dibujante bonaerense. Coincidían en muchas opiniones; en otras, divergían. Lo único que ambos sabían era que Kafka tenía que pagar sus cervezas y que Comadreja, como buen mamífero, debía pagar sus impuestos. Y eso, de momento, ni el Estado, ni el Govern, ni Jorge Luís Borges lo cambiaría.
Se tienen a ellos mismos. Sus libros, sus rompecabezas. Sus tejados, a sus hijos y a sus dueños. Tienen nombre. Son individuos.
El Alegre Señor Comadreja permanece dentro de la taberna. Apura el último trago de cerveza. Está preparado para cerrar la jornada. La gatita Kafka se despide y pasea por el centro de la noche. Hay luces y sombras. Hay ruido de oleaje. Se detiene en los tejados para contemplar el inmenso azul. Y ve el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado; al otro, Europa, y allá a su frente Estambul. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad; mi ley, la fuerza y el viento. Mi única patria, la mar.
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