Echar la vista atrás no es incondicionalmente un signo de retroceso, al contrario: suele producir una consolidación de experiencia y, por lamentable que sea, una posibilidad nueva de creación y arte. ¿Qué quiero decir? Hablo de la música y de su inyección social. No trato de debatir ni discurrir sobre dónde se halla el límite entre la música del héroe (el valor inalcanzable y perfecto de los acordes y de la abstracción genial del compositor) y el funcionamiento mecánico de la música con sentido único a través de las raíces, relaciones y tradiciones sociales. No. ¿Música cultura o música de héroe? Tampoco. El romanticismo fijó estereotipos en nuestra primitiva necesidad de encontrar genio y gracia en el pasado; el presente, claro está, es un gris visible de monotonías y vulgaridades, y se cree que soñando y viendo en código real el pasado tormentoso, romántico, apasionado, voluptuoso, flébil, desconsolado y fatal de los músicos y su música, recuperaremos el valor faltante del misterio y la magia en el sonido. Y que no resulte extraño. Hoy hay ruidos más agradables que músicas de las horas todas. Si jamás escuchara a Justin Bieber, o a Lady Gaga, estoy seguro tendría preferencia al insustancial ruido del taladro que agujerea, a medianoche, una pared para situar en ella un más que probable cuadro imitativo del action paiting, o al motor henchido de una motocicleta de poca cilindrada, conducida por un espécimen de pelo rape y flequillo engominado, que habla con excesivas eles en vez de erres y conjuga el pretérito perfecto con es: bailemos ayer un baile pa flipal.
De estos individuos me surge a mí una duda paralela. Y es que cada vez más hay un exceso de melómanos en géneros que podrían ser interesantes y que, en cambio, no lo son. Me dirijo ahora hacia al extremo opuesto: jóvenes, cultos, moderadamente bienintencionados, pero en calidad atroz de esnobistas, pastosos de gafas y sin gusto alguno. Ellos son, generalmente, adoradores y devotos del género indie, nacido a finales de los ochenta en lengua shakesperiana. Así de visible se proyecta el surgimiento mediático de un sinfín de bandas con sonidos acústicos de intercalación electrónica, bajamiento y fijación de ojos en el suelo y el etcétera más largo que quepa imaginar. Además, estos esnobs están dotados de una innominable destreza memorística; y duele profundamente. “!Por supuesto: Belle and Sebastian junto a Love of lesbian…! Mejor, mejor: junto a los Juniper moon…” Los idolatran, veneran y corean sus canciones con el forzoso acento de la exquisitez: you’re the legal man, you’ve got to prove that not liar I’ll render services that… Lo peor de todo es que hay grupos y, principalmente músicos en solitario, que poseen la maestría musical del genio, pero cuyos méritos se limitan a soportar seguimientos confidenciales, sujetos que los tratan de tú a tú y reiteran perfectamente sus palabras, personas que preguntan por ellos y su estado, que se creen amigos y llaman a la puerta de sus camerinos para vanagloriarse de su compañía hostil, pacientes que les preguntan que cómo están, ¿qué harás, amigo mío? Pero qué te importo yo, atiende a mi música y olvídame.
Hay, pues, que romper con este modelo; adjudicar a la música su verdadero valor. Creer en ella desde el silencio; hablar de ella con sus enamorados, que callan y escuchan, que no hablan y saben, por el contrario, el significado perfecto y único que penetra por sus oídos. Hay que eludir a los seguidores cuya finalidad es saber y conocer más que nadie. De no ser así, terminaremos viendo a un maquinero sentado junto a su amigo esnob en el Teatro Estatal de Praga, tatareando y aplaudiendo una versión de Don Giovanni que los laureados Echo and the Bunnymen interpretarán en Re Mayor, porque en Re menor ya está pillado.
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