El miedo se define como perturbación del ánimo por un riesgo real o imaginario. El miedo que me lleva hoy a componer este artículo, un miedo atroz e irracional –no así todos los miedos-, atañe a varios individuos de nuestro colectivo veintiuno. Y siempre lo hace con distinta forma y método.
Mucho se ha vivido desde el inalcanzable de Ícaro y Dédalo, cuyos imaginarios griegos fijaron en sus alas plumosas y de cera el sueño de una sociedad arraigada a la tierra, plúmbeos terrestres. Abbás Ibn Firnás (810-887dC), humanista y científico andalusí, se lanzó desde el minarete de la Mezquita de Córdoba con una enorme lona entre los brazos que le permitió levitar por unos segundos en el cielo dorado de la ciudad gongorina. Seis siglos después, Leonardo Da Vinci diseñaba el artificio ornitóptero, simulador de movimientos de golondrinas y alondras, pero los florentinos no estaban preparados para digerir un avance de tales dimensiones, ni ellos ni nadie, y por ello no fue hasta el 1903 cuando los hermanos Wright consiguieron alzar el primer vuelo dirigido con su Flyer I. Se discute acerca de quién fue el primero en conseguir levar el anhelo del vuelo: muchos dicen que fue el alemán Gustave Whitehead, que logró volar con una aeronave más pesada que el aire, pero olvidó documentar su hazaña, y esta se desvaneció como polvo en el aire. Otros consideran que Pearse y Jatho consiguieron sostenerse con motor pocos meses antes que los hermanos Wright. Uno se estrelló y el otro, aunque contaba con cuatro testigos, no obtuvo suficientes credenciales para verificar su logro.
Un siglo después –nosotros- hemos sido atestados de apariciones estelares y supersónicas de Concordes, Tupolevs, grandes Boings, Airbuses; nos trasladan de Tokio a Managua en apenas nueve horas; hay televisores plasma en la cabeza de los asientos, e incluso ahora proponen un avión nuevo con techo transparente y con posibilidad de realizar compras, juegos y partidas de golf desde el mismo centro de la nave. Y todavía existimos, tras toda esta lucha, tras toda esta muestra indómita de superación y voluntad que los siglos y sus genios y sus fraudes han escrito en tinta querosena en los bastiones del cielo, quienes poseemos un miedo terrible a volar. ¡Es libertad, es placer, es comodidad, es la forma más segura de viajar! ¡No trates de conducirlo tú, no quieras compararte con el piloto! Pero no es ni el miedo a la altura, ni el miedo a no pilotarlo tú mismo–ni siquiera sé conducir un coche-, ni la claustrofobia, no “lo que pueda pasar”. No es miedo a la muerte. Es simplemente que tengo miedo a volar; miedo al miedo de volar. Sufro porque un puñal se me clava en el estómago cuando el avión alza su mayestática sombra del suelo. Sufro al ver el monstruoso fuselaje de estos Minotauros modernos que sostienen su fiereza con seis ruedas del tamaño que sean –qué me importa. Tengo miedo a volar porque hay quien tiene miedo a las arañas, a la oscuridad, a los payasos, al mar, al silencio, a los borrachos o a los genios. Tengo miedo a la lentitud con que avanza el mundo. Y yo me voy en tren, junto a Cortázar y García Márquez, y aunque no juegue al golf, hablaré de jazz durante horas.
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