Una joven pareja yace sobre el suelo de Vancouver. En primer plano, un anti disturbio zarandea su porra. Ella viste de azul y tiene el pelo largo, castaño, recogido con una diadema. Recuesta la cabeza en el suelo y arquea el cuerpo de modo que sus piernas, ataviadas exclusivamente por un mini pantalón que se le ciñe y sube por la cadera, destapando parte de su nalga, están doblegadas y fijan sus rodillas al cielo. Destellan por la brillantez del incendio que les rodea. Sobre ella, su pareja –un chico con barba que soporta una mochila colgada en los hombros- enlaza su pierna a la piel blanca y amarilla de la chica. Mantiene una posición griega y tiene su boca pegada a la de ella. Parece besarla apasionadamente. Sin embargo, a lo lejos se extiende un visible cordón policial con muchas de las unidades todavía en apurado desplazamiento. Es de noche, eso es innegable. Tanto como veraz el fuego que arde. Horas antes se disputaba el partido entre los Canucks y los Bruins de Boston –de hockey, yo, ni idea. Los locales perdieron el encuentro y los aficionados perdieron el norte. No así el amor. El anti disturbio sigue agitando su porra; y los dos amantes, besándose con labios y piel ardientes. La noticia aparecía hoy en la versión digital de periódico británico The Guardian. El fotógrafo, Rich Lam, explica su perplejidad al hallar el romance en medio de tan inesperada batalla. Él niega que ninguno de los dos estuviera herido, pues no fueron pocas las fuentes que decidieron quitarle romanticismo al asunto y exponer –como lo hubiera hecho Descartes, o el mismísimo Clint Eastwood- que la pareja fue arrollada por las cargas policiales y que él, en la ferviente fidelidad del amor, corrió para atender a su amada malherida, tendida en el suelo, amancebada desnuda en la guerra. A esta instantánea siguen dos más. Una tomada instantes después, por el mismo fotógrafo; otra conseguida desde un ángulo aéreo. Esto cancela una tercera opinión barajada, que consideraba la escena un bonito y falso montaje actoral, aprovechado e histórico. En estas fotografías aparecen vecinos que se aproximan a la pareja para comprobar su estado: ¿ardiente, apasionado, herido, doloso…? Pero ninguna de ellas ha viajado. La única que lo ha hecho, volteando al mundo, ha sido la del misterioso beso.
No es necesario que nadie lo aclare, ni si quiera los mismos protagonistas. Los buenos magos no desvelan sus trucos, igual que los escritores tampoco describen, palabra por la palabra, el genio de su pluma. Es un beso, o una tragedia, pero en ambos casos lo ocurrido se mantendrá allí, en el tiempo de Vancouver, en el anti disturbio que menea la porra ante la pareja, en los vecinos que se aproximaron, quién sabe si para atender a los heridos o para proponer una orgía de fuego y violencia.
Parecen besarse apasionadamente. Y qué más da si ella se retuerce excitada o herida. Puede abrir sus piernas, pueda estar abierta su cabeza, pero ambos –y así es la fotografía- lo que seguro tuvieron abierto fue un corazón en llamas. Porque se querrían apasionadamente.
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