Anoche, diez y dos, se culminó la totalidad del eclipse lunar que no se visibilizará, ya, hasta el próximo veintisiete de julio del dos mil ocho. Tras una larga encrucijada astronómica, pasearemos por varios eclipses parciales, penumbrales e incluso totales que, por capricho del tiempo, no serán perceptibles al tiempo ni ojo humano. Parece increíble que, un acto de tan bondadosa y bella oscuridad, donde el brillo y la lividez del satélite cuenta con el máximo protagonismo, pueda verse truncado por la franja horaria y su propio causante: el Sol. La tierra se sitúa entre el astro y la luna –siempre llena-, y genera así dos sombras cónicas: la convergente y la divergente, veladoras nocturnas de la luna. Eso ocurre por la dimensión del ecuatorial de la tierra, casi 101 veces menor que el del Sol. Mientras la luna se aproxima al máximo lineal, pupilas, córneas, iris, azules, verdes y negras se posan sobre la pálida pupila de mil sueños y enormes saltos.
Igualmente, quiero mencionar otra explicación –menos ptolomea, menos científica- que hace justicia al objeto de sueños y nostalgia solos y tan nuestra. Aparece en uno de los textos del purana (sánscrito, textos sagrados y literarios de la India, en el bhāgavata purāna). Una legión de semidioses y demonios –unos perfectamente imperfectos, otros imperfectamente perfectos- codician su pieza perdida: la inmortalidad. Eligen, para ello, un océano séptimo y lejano. Baten sus aguas, espuma de sus olas. Y de la leche revuelta extraen el néctar de la inmortalidad –exótico océano de leche. Muy perspicaz, allí entre ellos, el dios Vishnú –viril, potente, inteligente, fuerte y señor del resplandor- toma la forma de una hermosa y blanca mujer. Obligó a los semidioses y demonios a formar una larga fila. “Repartiré, primero, un trago de este elixir a los semidioses. Luego, los demonios tendrán su parte”. Rajú, sabio y perverso demonio, se transformó en semidiós. Corría ya el néctar por su boca cuando Soma –dios de la Luna- se percató del impostación. Ralamente, extrajo su disco Chakra y le cortó la cabeza. ¡Revolución! El líquido había goteado ya por la garganta del demonio; así su cabeza se hizo inmortal. Y permaneció tendida en el firmamento. Desde entonces, cada equis tiempo el malvado Rajú se come la luna para vengarse del verdugo. Este hecho preocupa mucho a los habitantes indios: maldición, venganza, a-shubha… Afortunadamente, la luna se escapa por su cuello y refuerza todo su fulgor, heroína de la noche.
Hay quien prefiere darle un sentido científico; todavía rutilan literaturas que descorren pasiones y mitos. Lo único cierto es, en definitiva, que la luna posee un paralelismo metafísico con el amor: a menudo ensombrece, oscurece, refugia, ofusca. Y, de repente, ilumina, venera, brilla, destapa el genio. Pero siempre es el mismo rostro. Pálida, hermosa, perfecta.
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