(Fábula)
Una gata blanca y atigrada, de ojos profundamente verdes, camina elegante y perfecta por una avenida en cuyo centro, solitaria y sistemáticamente, se alza un banco de madera. En él hay sentado un señor. Se está atusando el bigote y fija sus ojos tristes en el suelo, como si se hubiera perdido, en busca del hilo de Ariadna. La gata se planta delante de él; gira el cuello y otea a la niña que, sobre el pedestal de en frente, apoya la cabeza en la mano, tumbada, blanca y agotada. La gata la reconoce rápidamente, pero prefiere dirigirse al banco. El señor parece llorar, tal vez porque en el cuello lleva un cartel con el nombre de exministro, en caracteres negros y borrosos. Los gatos nunca son los primeros en hablar, así que aguarda a que lo ojos lagrimosos del exministro se posen sobre los suyos.
Una gata blanca y atigrada, de ojos profundamente verdes, camina elegante y perfecta por una avenida en cuyo centro, solitaria y sistemáticamente, se alza un banco de madera. En él hay sentado un señor. Se está atusando el bigote y fija sus ojos tristes en el suelo, como si se hubiera perdido, en busca del hilo de Ariadna. La gata se planta delante de él; gira el cuello y otea a la niña que, sobre el pedestal de en frente, apoya la cabeza en la mano, tumbada, blanca y agotada. La gata la reconoce rápidamente, pero prefiere dirigirse al banco. El señor parece llorar, tal vez porque en el cuello lleva un cartel con el nombre de exministro, en caracteres negros y borrosos. Los gatos nunca son los primeros en hablar, así que aguarda a que lo ojos lagrimosos del exministro se posen sobre los suyos.
-¿Un mal día? –Le pregunta la gata.
-Un malísimo día. Hoy, querida gata, perdimos la libertad.
-¿La libertad? –interroga ella.
-Exacto, gata: la libertad. Como si tú te rompieras una pata: terminarían tus saltos, tus escapadas, tus bailes. Perderías la libertad.
-Yo, si me rompiera una pata –contestó la gata- bailaría y saltaría y correría todavía más. De modo que fortalecería tanto mis otras patas que no echaría de menos la perdida. A ver –aprobó la gata en vista de la tristeza del señor-, ¿qué te ha ocurrido?
-Verás, gata, hoy perdimos las elecciones. El malvado ha sido coronado, y nuestro pobre país, el país de las maravillas, bien lo sabes tú, felina de nieve, se irá al garete cual barco de cuatro chimeneas.
-Ah –contestó la gata, que era muy inteligente-. Hablas de la niña de en frente, ¿verdad?: Temis, o justicia o, como vosotros los hombres la llamáis: Democracia.
-Exacto, gata. ¿Acaso no la ves? Está triste y de luto, hoy vencieron los caídos.
-Yo no la veo triste, señor. La veo agotada. Se está durmiendo.
-Nada de eso, gata. ¿No ves el cielo? Son sus ojos nebulosos de lágrimas.
-Y usted llora porque ha perdido la libertad. ¿Por qué no hace como yo? En vez de ejercitar las tres patitas, haga oposición durante los próximos cuatro años: si se esfuerza y es usted bueno para el País de las Maravillas, seguro que saldrá Victorioso. Mire la Guerra de Troya.
-¿Yo, gata? ¿Hacer oposición? Soy demasiado viejo para ello. Además, creo que con la pensión vitalicia que me otorgan, me iré a Miami, o a Nueva York, dicen que allí la diosa democracia es inmensa.
-Vaya, señor, que tenga pues un buen día.
Y el señor encajó su sombrero y se encaminó avenida abajo. La gata se aproximó a la niña que, aprovechando la retirada del ministro, se desnudaba delicadamente. Ambas se miraron y sacaron la lengua al impostor.
-¡Al fin estarás limpia, Temis mía! –exclamó la gata.
-Ay, gata querida, no lo creas tanto. Fíjate, por allí arriba ya viene otro con el cetro en la mano y los ojos cegados.
La gata se lame y dice:
-Bueno, tal vez no vea el banco. Aunque lo dudo. Lo dudo mucho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario