8 de junio de 2011

Entre la antropofagia y la fe, elijo el dolor

Cuando se habla de sociedad ideal, se hace referencia a un colectivo libre, capaz y evolutivo que, sin generar contenciosos entorpecedores, pueda y quiera perdurar en el tiempo. La sociedad real –mucho me temo- está a años luz de los tres epítetos. Fruto de ello es el erróneo planteamiento del problema. No hay que dar un paso ciego desde la cofa, sino querer estar en la ideal, saber cómo llegar hasta ella, anhelarla. Pues ella es una sociedad culta, sin sainetes, ni pepinos contaminados -no creo que haya ni pepinos-. Hay, sin embargo, libros, porque la gente los lee, porque alguien los escribe, hay diálogo y ciencia. La sociedad ideal, tal y como indica el sustantivo, se basa en un colectivo, e históricamente  es imposible cambiar un colectivo desde la multitud. Mucha gente, cuando te habla de ello, acusa a lo innecesario  que es cambiar el modelo de sociedad: ¿por qué?, ¿para qué vamos a torcer la singladura?, ¿acaso no vamos evolucionando?, ¿acaso el juicio y la ética no se han establecido ya? Tuvimos que pasar una dura etapa Inquisitoria para –y al decir esto se lo piensa reflexivamente-, para, por ejemplo, no matar. Llegada aquí la conversación, yo pensé: no matarás, que proviene de los diez mandamientos –el quinto exactamente-, que precede del Deuteronomio –que allí es el decimoséptimo-, que deriva del Éxodo –decimotercero, mal augurio-, y que Moisés recibió de la propia mano del Dios Yahvé, dios de todos: del islam, cristianismo, bahaísmo y del etcétera. Está bien, está bien –le digo yo a mi interlocutor-, pero charlábamos sobre la inmigración y su impacto en nuestra sociedad. Sí, pero fíjate –me interrumpe él- que la relación es la misma. Me dices que es necesario acabar con la Religión, y yo te pongo como antecedente la oscuridad que vivimos hace seis siglos; me dices que el contencioso de la inmigración actual es el impacto de la fe, de su fe (que no religión). Veamos: cuando los murcianos y andaluces vinieron a Catalunya, tú, claro, no lo recordarás…, teníamos de ellos la misma impresión que tenemos ahora de un argelino o de un iraní. ¿Qué te crees? La mantilla y la peineta son ahora burqas y chadores, pero han bastado poco más de tres décadas para resolver el problema. Ya –contesto yo respetablemente, porque así lo es mi interlocutor-, pero yo no atribuyo el problema de la inmigración a su fe. ¡Claro que no!, –sentencia él-, porque nosotros somos los encargados de adaptarlos; sus hijos, fíjate, ya son distintos. Para ellos las mujeres son iguales a los hombres, y no se discriminan ni identifican por su etnia o tono de piel. ¿Tono de piel? –pienso yo-. Suponte –finalizo…- dentro de la docena Korowai (una de las pocos tribus caníbales vigentes), tú, gracias a la fe y a tu experiencia, eres lo suficientemente evolutivo como para catalogarte de avanzado respecto al korowai. Hombre, en este caso… pues sí –contesta-. Pues bien, tú te plantas allí y, en un intento respetable y cabal de hacerles entender que eso está mal, que el camino a la evolución no está en la ingesta del prójimo, te capturan y por ser rubio, alto y fuerte, pretenden comerte y así vigorizar su espíritu y fortificar su alma -khakhua. Tú, una de dos: o te tapas los ojos y gritas “¡Por la evolución (por la fe)!” o acatas sus creencias y te conviertes en uno de ellos a la espera del occidentalito de turno que, con su cachucha de India Jones y linterna en mano, se adentre en los bosques de Papúa Nova Guinea. Y te lo comes, vaya que si te lo comes. Entonces digo yo: ¿si no hubiera fe, si la carne humana no vigorizada al comedor, tú te hubieras visto obligado a acceder al cambio de creencia? ¿Acaso este cambio, aunque sea solucionado, no resurgirá generación tras generación, o con la llegada del buen occidentalito? ¿Son las creencias monedas de cambio? ¿No produce esto diferencias? ¿No es esto discriminación? Lo más probable, en caso de que viajaras a Papua sin fes de por medio, sería que acabaras sentado junto al líder y que comierais ostras y bebierais vino granadino. ¡Esa sería una magnífica fe! Y esto, querido, no se consigue colectivamente: no hay vino suficiente, cada uno debe rascarse el bolsillo y comprar una botellita; cada uno debe hacer un sacrificio y, en vez de donar alma y carne a Jesús, Alá, o al Báb, o comerse al prójimo, arrancarse un poquito de fe ciega. Pues esta es la diferencia entre la sociedad real y la ideal: la inexorable necesidad de tener fe en algo, en lo que sea, pero, ¡por dios! que haya algo en que poder creer. Pero abandonar la fe no significa caer en el nihilismo, ni desdeñar a nadie, sino igualarlo –de cielo o infierno- a la altura del ideal. Porque, como dijo quien nos describió: entre el dolor y la nada, elijo el dolor (pero, por favor, nada de muertes…).

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