Parece que la catástrofe japonesa del pasado 11 de marzo, producida en las costas de la región de Tohoku, hizo temblar algo más que tierra y cuerpos. En las calles, los tokiotas desconfiaron más que nunca de sus cónyuges y de sí mismos. Así lo atestigua un sondeo elaborado por el seminario AERA que, entre un total de 416 personas, adjudicó que más del 15% de los encuestados se planteó la posibilidad de abandonar a su pareja. Los motivos son coincidentes: egoísmo, irritabilidad, despotismo... Cuando una tragedia acaece tan sorpresivamente –y con tanta perfidia- en una sociedad sostenida con una fragilidad emocional más que considerable, así el oriental pero occidentalizado Japón, es lógico que desequilibre algo tan fundamental y básico como es el matrimonio o la necesidad de amor entre el género humano. Así es: la necesidad de amor, porque no solo los ya adjetivados shinsai rikon –o divorcios de terremoto- han aumentado su escala Richter particular, sino también las demandas de citas en las agencias matrimoniales japonesas.
“Llegó a vaciar la despensa de emergencia sin importarle el resto de su familia, descubrí su verdadera cara”, afirma una japonesa que se planteó muy seriamente el descasamiento días después de la tragedia. ¿Por qué el humano se desarrolla primaria y primitivamente en situaciones de angustia? Tal vez por eso Thomas Hobbes afirmó que el hombre era, es y será malo por naturaleza. Para siempre. “Tengo miedo a la soledad, no a morirme abandonado, pero sí a que ocurra una debacle y encontrarme solo en el mundo”, dice otro japonés que mantiene la esperanza de que una corporativa le encuentre la mujer ideal. Y son dos casos extraños. Normalmente se apela al amor con el instinto, la insinuación, el ardor, la fuerza y la magnanimidad, el poder, la magia y la ceguera. Ahora, en cambio, los damnificados nacionales buscan soporte, apoyo; lo que les venden como l’amour, y lo buscan por debilidad; se sienten vulnerables, discapacitados. Pero muy tristemente creen que lo que buscan es amor. Y tal vez lo sea. Mientras tanto, los otros, los enamorados, se pelean y descubren carne tras la máscara: egoísmo, desconsideración, me salvo a mí y a ti que te den por el profundo recto.
La voz popular –ya casi científica- corrobora que los animales huyen montaña arriba horas antes de producirse una catástrofe natural. ¿Será que esta sensibilidad faltante en nuestro género nos obliga a revivir las réplicas emocionales incluso cuando los edificios se empiezan ya a realzar? ¿Purgamos y el terremoto nos desnuda: máscara, falda y sentimiento incluidos? Si caminas hoy –mañana, la semana o el mes que viene- por el Parque de Arisugawa y te encuentras a dos ancianos sentados en un banco, observando el cielo color gris o azul de la vida, con ojos llenos de lágrimas y cogidos de la mano, tiembla, tiembla y que las olas de tu sangre te ahoguen: he allí, y para siempre, l’amor idéal.
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