30 de mayo de 2012

Una pequeña metáfora de la juventud


Correr y no avanzar, caer de lo alto de un ático neoyorquino, sufrir un robo nocturno, perder súbitamente los dientes, miccionar y aliviarse, etcétera, son sueños recurrentes a lo largo de la vida un individuo. Sin embargo, debo confesar que mis mayores pesadillas se desarrollan constantemente en dos lugares impropios: a: una escalera y b: un ascensor. Y no son precisamente fantasías sexuales.
Hace dos años, cuando cumplí los 20, me independicé de casa de mis padres. Con ello abandoné los dos escenarios impropios.
Ahora, que vivo igualmente en un segundo, las escaleras de mi piso son agradables, quiero decir, son moderadamente estrechas, equitativamente medianas, ni muy altas ni muy bajas, prudentemente largas, unos siete escalones por tramo, con descansos comedidos, en fin, una escalera frugalmente correcta y sin ascensor. No es que la de casa de mis padres sea execrablemente escandalosa. Bien al contrario era –y sigue siendo, claro- una escalera igual de corriente que la mía. Barandillas rojas y grises, combinación muy afortunadamente cambiada en las últimas reformas, paredes estocadas a lo finales de los años noventas, tres alturas y dos pisos por planta, extintores de reglamento en cada tramo, ascensor en el centro. Vamos, algo muy normal. De hecho era tan normal que subir por ellas resultaba considerablemente agradable: eran las escaleras del lugar donde siempre había vivido, escalera de conversaciones y gestos secretos, escalera que presenció las primeras ilusiones salidas y las inaugurales entradas ebrias; un lugar, unas escaleras que no podían sorprenderme, donde me desenvolvía con absoluta habilidad y donde era muy extraño nada terminara desconcertándome. Por eso, cuando soñaba que subía por ellas tranquilamente y, de golpe, empezaban a alargarse, a desviarse, a cruzarse, a repetirse en sus plantas numéricas: primero, entresuelo, primero, primero, tercero, primero, y afuera empezaba a llover, y llovía repentinamente dentro, la sensación que me embargaba en la cama era francamente horrible, entre de destierro y muerte. Lo mismo cuando prefería el ascensor al deporte de subir escaleras: el ascensor de casa de mis padres emitía un ruidito caprichoso, tan agudo como la octava de la octava de un tenor, y, muy lentamente, empezaba a descender cuando simplemente quería llegar al segundo. Bajaba tanto que, el garaje, situado en la planta -1, era el primero de los círculos del infierno de Dante. Sin Virgilio, descendía y descendía sin saber exactamente donde terminaría, sin saber exactamente nada, solo que alguien me perseguía, y que debía esconderme antes de que el alambre del ascensor cediera y me precipitara a la más profunda sima del Hades.  El caso es que eran dos sueños persistentes, muy pasionales y vividos, muy poco lúcidos y, por tanto, muy puros en cualquier momento.
Ayer, ay, ayer tuve la sensación que se tiene cuando una pesadilla parece que se cumple. Ocurrió esta vez en el centro de Barcelona. En el despacho donde trabajo. Ciertamente es un despacho bastante agradable, situado en el entresuelo de una finca de diez pisos. Hay tres ascensores, dos para uso común, uno exclusivo para carga de mercancías. Ayer un olor a óxido férrico me invadió cuando entré por la puerta principal. Dos industriales estaban pintando la escalera y, como buenos samaritanos, empezaron a hacerlo por abajo, cómo se construye una casa. Podéis imaginar el tramo que me separa de la planta baja del despacho: apenas unos diez escalones de una escalera anchamente circular. Como los pintores tenían todo el suelo protegido con papel acartonado y sus robustos culos se apoyaban en las escaleras para afinar en los zócalos, la escalera quedaba inutilizable. Cogí pues el ascensor. Para subir un simple tramo, supongamos 3 metros de altura, el ascensor fue bastante lento. Pero nada, siete segundos y listos. La gracia de todo esto está en cuando, a media mañana, decidí bajar a fumar un cigarrillo y tomarme un café, imagen poética francesa. Los pintores seguían, evidentemente, en ese tramo y llamé al ascensor para poder bajar. Éste llegó y yo entré cual pene en él. Aprieto la E y no se cierra: E, E, E. Al fin parece que se cierra. Me miro en el espejo rectangular del fondo: tal vez toca poner fin al experimento de dejarme barba por primera vez. El caso: qué lento es esto.  Pasan varios segundos, ocho, nueve y nada. La primera sensación fue como la del sueño: ¿dónde me lleva esta infernal máquina? Un momento (sopeso mi sensación estomacal): ¡estoy subiendo, mierda!: 4, 5, 6, 7. ¡No, al purgatorio no! Estaba claro, había apretado a la E, el mismo piso donde estaba, y alguien había llamado desde arriba. Lo habían hecho no del octavo piso, ni del noveno, sino del ático. Allí una chica entró y me saludó. Con una sonrisa de torpeza le devolví el saludo. El ascensor baja y se detiene en el noveno, entra una señora. El ascensor baja y se detiene en el séptimo, alguien a quien ya eludí insensiblemente entra. Así en cada piso, con el ascensor repleto –agobio interno y profundo- llegamos al cero.
Al fin -ya en la calle- pude encenderme el cigarrillo, y lo hice pensando en cuan falso es aquello de que subir es lo difícil, que construir cuesta mucho esfuerzo y tiempo, sobre todo comparado con la facilidad con que se baja, desciende o destruye. Deben de ser cosas de la madurez. Exhalé humo y sentí brutalmente que ahora, con veintidós años, vivir en un segundo sin ascensor es un gusto, pero que hacerlo con 80 puede ser ciertamente jodido. Es la parte positiva del alquiler. Tampoco me he propuesto jamás llegar a los ochenta.

4 comentarios:

  1. Todo lo que en la juventud nos parece fácil en nuestra vejez quizá no nos lo parezca tanto. Pero estoy segura de que con el paso del tiempo la vida y lo que acontece en ella nos enseñará a manejarlo.

    No tenemos certeza de saber cuánto duraremos, al menos con ser ya somos privilegiados.

    Un abrazo.

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  2. La destrucción en pos de la mejora es dificilísma porque se oponen todos los peces gordos que manejan el mundo. Sin embargo la subida fue fácil porque beneficiaba a sus intereses.

    Pues yo quiero llegar a vieja y saber lo que se siente.

    Un abrazo.

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  3. La loca de los gatos, la señora de los bizcochos o la abuela chisposa...a saber. Lo que está claro es que cambiar la bañera por un plato de ducha es práctico, pero de mala digestión. Un abrazo!

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  4. La vida como un ascensor: buena definición. Y es muy cierto cuando dices que subir puede ser tan fácil o precipitado cuando en realidad no quieres hacerlo.

    Me ha encantado la entrada. Visualicé toda el relato en mi mente con una facilidad increíble.

    Saludos!

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