Fort Lee es un
borough del estado de Nueva Jersey de treinta y cinco mil habitantes, cuya
superficie apenas si supera los 8 kilómetros cuadrados, que hoy ha sido elevada
al cielo periodístico de las portadas por haber prohibido normativamente escribir
mensajes a través del móvil mientras se camina. La norma, que se propuso en
marzo, ha sido aprobada y, puesta en funcionamiento esta misma semana, ya se
han registrado 120 multas cuyo valor alcanza los 85 dólares, que son 66 euros.
El argumento
de la administración es el siguiente: como demuestra el estudio elaborado por
la Universidad de Stony Book, New York, escribir en el móvil mientras caminas
por la calle aumenta en un 60% las posibilidades de desviarte de tu
trayectoria, la muestra está en que ya hemos registrado tres accidentes por
culpa de gente que escribía en ellos; a fin de evitarlo, prohibimos el uso de
los teléfonos móviles, Smartphones o tabletas mientras se transite por nuestras
aceras. Y punto.
En primer
lugar, la norma es un acto memorable. En segundo, una normativa completamente
estúpida.
Es memorable
–y estúpida- porque, ¿para qué negarlo?, hemos decidido definitivamente dividir
nuestros conductos sociales en dos, a lo Platón: el real y el virtual, y esta
norma no deja de ser una legislación limitativa del flujo social y, por tanto,
ordenativa y una estructurada apuesta para el futuro. En el conducto real,
aquel espacio físico y material cuya polución, suciedad, el terrible frío o el
franco calor, apestado, ruidoso, híbrido (¿por qué diablos no existe el
adjetivo amalgámico?), transitado y apologético resulta cada vez más
desagradable, sobre todo en contrapartida del conducto virtual que es el
resultante de la tecnología del XXI, de Internet, y que, tras una pantalla
electrónica, encontramos disponible en cualquier momento del día, con el
contenido filtrado por nuestro gusto, deseo, afinidad y estética. ¿Dónde surge
el contencioso? Pues en la corporeidad de nuestro cuerpo. Desgraciadamente
todavía somos carne en evolución, difícilmente sublimable, y la atadura al
igual cuerpo de nuestra casa, nuestra calle, de nuestra ciudad, nos impide
adentrarnos totalmente en el universo ficticio de la virtualidad. Y digo
ficticio porque es ficticio: dejarnos sin cuerpo sería como dejarnos sin música
o, lo que es peor, sin libros, sin sexo o, en fin, de materia prima para el
sentido.
Voy a dar las
dos respuestas básicas para debatir al humanoide o neo-humano de turno que,
queriéndome convencer de que el futuro será un envoltorio virtual
sustancialmente superior a la actual, la realidad presente es -aunque
asquerosa- infinitamente preferible a la virtual.
(Voz y tono
poéticos).
Adentrarte en
el bosque, la suela mojada por haber pisado el charco, allí, en la hierba, oler
a eucalipto, ser eucalipto, refugiarte bajo la sombra de su copa y esconderte
tras el lomo de su tronco, salir para que te moje la lluvia que sabe a
eucalipto mojado, y ver el cielo gris e inmenso lagrimear lacrimosamente y ver tu
cuerpo en la carne de la luna sin brazos…
La otra
ocurriría en la playa: abrir tus piernas y respirar taoístamente, bajarte las
bragas (la ropa interior, en general) y ser albatros en barco de Capitán Ahab,
roer las entrañas azules del azur más intenso, espejo, y ser almeja, lamprea o
simiente al adéntrate jubilosamente en el mar.
Estoy seguro
que el humanoide o neo-humano se acojonaría ante manifestación pasionaria
semejante. No descartaría, incluso, que, ante la muestra de materialidad
profunda del contenido del relato, el pobre se echase a llorar de nostalgia, de
la envidia, o que emitiera un simple aviso facebookiano para mandarme un
corazón por WhatsApp.
Lo cierto es
que en Barcelona muchos bosques de eucalipto no hay. Y que detesto la playa.
Pero policías sí hay, y órdenes estrictas para llenar las arcas públicas,
también. Porque a veces, antes de aceptarte como víctima recaudatoria de la
Guardia Urbana, es mejor hacerse el loco y explicar que tú no eras aquel que,
en Nueva Jersey, ibas escribiendo un mensaje en el móvil, o que tú no fuiste
quien no quiso pagar en el peaje de aquella carretera medio en ruinas, o que tú
no eres quien está hablando con el agente con un vaso de plástico que el bar de
enfrente te acaba de dar para que saques apresuradamente la bebida, sino que
tú, en realidad, lo que eres es un neo-humano traficante y proxeneta paseando
por el bosque a punto de adentrarse a las más profundas mareas del
Mediterráneo.
Estar loco
también está prohibido y del manicomio, o al menos de una noche en el
calabozo, no te escapas ni de broma; pero la multa cívica, te lo aseguro, no te
la pone ni Dios.
Sinceramente,
Marc V.
Wowwwww... Vaya que se hacen cosas absurdas.
ResponderEliminarSaludos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCasi prefiero declararme loca a la absurdez máxima de poner multas por todo. A ver cuántos años tarda en extenderse esta nueva norma...
ResponderEliminarUn saludo.
Lo peor de todo es que por ese camino se llega a que lo prohibido no sean solo las actitudes sino los individuos.
EliminarSaludos.
Terrible proliferación de multas, la extrma avidez de recaudar. Ahora, creo que ir escribiendo mientras manejás es el hecho más detestable de todos. Una total muestra de desprecio por el otro.
ResponderEliminarLo demás, si no llevo casco, si no pagué la aptente, si me pasé diez minutos con la tarjeta...pura ambición de sacar. Y en esa vamos todos.
Un abrazo.