13 de septiembre de 2011

Sexo o erotismo

 "El protagonista se acerca quedamente a la bailarina y, ay, la noche es oscura y la chica se desquita el sujetador por debajo de la camiseta, se le marcan unos senos duros y afilados mientras él empieza a hincharse como un nenúfar en el agua. Ella se arquea y agacha y la escena brilla con su boca a primer plano y pelirrojos movimientos de caderas"

El fotógrafo dijo “yo seré el actor y que cualquiera dispare el objetivo, ¡que baje Dios y me folle!” para, inmediatamente, bajarse los pantalones, despojarse de su ropa interior, acariciar ligeramente su pene y, ávido, despierto y peludo, introducirlo en una taza de café caliente que su mano sujetaba. La secuencia avanzó con tomas harto contradictorias: ora igualmente desnudo, sobre la cama, agarrándose los gemelos para empujar fuertemente su tronco superior hacia los pies e intentar conseguir con la boca su propio alter, con una lámpara clásica rozando su ano; ora apoyado violentamente contra la pared, sosteniendo con sus nalgas un  tubo de papel de cocina que elevaba su ya reiterativo falo.
Frontera semejante –a la del tubo- se traza sin aparecerse en el género erótico del arte.
La estética del arte está compuesta por géneros normalmente segmentados, segregaciones que, a través de la vía siempre necesaria del concepto, se aúnan y toman sentido artístico.
La muestra más inteligible –acaso e inaudito- se encuentra en la literatura: toda, recuerdo, alejada siempre del arte. Sin embargo, ¿dónde está el límite entre el sexo y el erotismo artístico? Sin diferenciar ahora literatura y arte, ¿una imagen soez, vulgar, rotundamente explícita, ya sea en una novela o en una fotografía, será siempre una imagen soez, vulgar y extremadamente explícita y, por tanto, se encontrará fuera de la legitimidad? La legitimidad no existe en el arte (el siglo veinte se encargo de culminar su demolición), pero sí existe la legitimidad moral del observador y del diletante. Imagínese una película de un prestigioso director –tal vez ha rodado a Hitler muerto en el teatro-, entre sus guiones inteligentes y sus imágenes burdas y adultas la película va evolucionando con extrema maestría, impecabilidad, dulzura y rudeza; se suceden escenas sangrientas, filosóficas, de exabrupto; la tendencia argumental recae sobre una inmensa emoción que solo un callejón, una altillo o un tejado nos revelará. El protagonista se acerca quedamente a la bailarina y, ay, la noche es oscura y la chica se desquita el sujetador por debajo de la camiseta, se le marcan unos senos duros y afilados mientras que él, el protagonista, empieza a hincharse como un nenúfar en el agua. Ella se arquea y agacha y la escena brilla con bocas a primer plano y pelirrojos movimientos de caderas. ¿Qué ocurriría, entonces? Un filme eficaz y magistral muestra al protagonista follando con la bailarina del lago de los cisnes. Ella es hermosa, sin duda; él está bien dotado. Pero, ¿no es eso pornografía? La película, desde luego, no está recomendada para menores de 18 años, mas, ¿cómo plantearía un adulto sensato semejante epifanía del sexo?, ¿qué diría un fiel espectador de su prestigioso director? ¿Sería incorrecto; sería correcto; sería ilegítimo; tal vez un recurso demasiado fácil; una vulgaridad sin apariencia y sin sentido; una escena veraz, dura y con valor artístico; una innovación elocuente; una genialidad, una guarrada? Depende como se hubiera rodado. Un ejemplo paralelo –paso menor-, mucho más asiduo y de tendencia actual, es el género erótico. Escenas mucho más ligeras, con efluvios románticos y sensacionales: cortinajes rojos que rozan pelvis, caricias implícitas que se alejan de la explicitud y aletean a una imaginación tímida y privada… Lo cierto es que la mayoría de los intentos han sido un fracaso. Y el porqué se encuentra en el espectador, y no en el género.
Porque la línea roja entre el sexo y el erotismo es demasiado ancha. El erotismo es implícito, privado, moderado, nos pertenece y se desarrolla en el mí mismo, entre las fantasías y el magín de cada cual, recogiéndonos en sentidos íntimos e incluso emocionales. Sin embargo, el sexo –que no pornografía, y siempre en el arte- nos desnuda ante un ente absoluto; nos sitúa en el blanco de una diana y nos mira con ojos inquisidores. ¡Y ahora qué hago! A casi todo el mundo le gusta el sexo, pero ¡está muy mal visto¡ ¡Una persona que reacciona indiferente frente a un coito explícito, frente a la boca de una bailarina que lame instigadora un pene mojado, no puede estar bien de la cabeza! ¡Es una persona vulgar y de poca inteligencia que gusta demasiado de meneársela o de acariciárselo! Esta es la reacción que un amante de la fotografía, por ejemplo, profesaría frente a la explicitud sexual en una toma. Nos repele, nos ahuyenta, nos convierte en reacios y remisos.
Es muy agradable un labio ascendiendo por una pierna estrecha y delicada, volteando la cadera con la punta de la lengua rosa a través de la tenue luz del candelabro y ver cómo la boca entera se oculta tras el muslo doblado y le hendidura de Venus. Surgen luego gemidos y solo gemidos de voz aguda y pelo rojo con flequillo corto. ¡Ay!, pero un chico vestido de motorista, con una moto infantil o de juguete entre las piernas, tocando ligeramente su pene erecto nos evidencia, nos señala con el dedo y nos desnuda y libera frente a la idea. La fotografía, sin embargo, posee un enfoque maravilloso, unos objetos simbólicos, un ángulo estudiado, una imagen brillante y demente, incluso una fealdad bella y crítica. Pero produce temor, recelo y miedo.
El sexo en el arte es la imagen que el erotismo nos explica mentirosamente. No es vulgar, ni fácil, ni hosco, ni desagradable. Se tiene que tratar con delicadeza. Y, bien hecho, puede ser alto como un pene, profundo como una vagina y explosivo como una eyaculación.
El prejuicio es un vicio humano y, por ello, aunque sea poco, el arte se debe deshumanizar.

1 comentario:

  1. El arte debe hablar de la verdad y para ello el truco está en trabajar siempre desde la auténtica honestidad de cada uno. El problema es que a la gente le cuesta ser realista, incluso consigo misma. Nos hace falta conocernos mejor.

    Me ha gustado mucho tu texto.

    Un abrazo.

    David Crespo.

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