Brilla el sol en Barcelona. Y no por ello el domingo es menos gris; sí, sin embargo, más bello. No dejarán las horas de latir con su pulso lento y de muerte, pero sí, Barcelona, se liberará hoy de la primera muerte tardía, aquella que vive en la corrida de las plazas. No será este domingo menos purgativo que los demás, donde las jornadas –lunes, jueves, viernes- se echan a la espalda cual yunques de plúmbeo corazón.
Esta tarde, en la Plaza Monumental, se celebra la última corrida de toros en Catalunya. El Parlament aprobó su abolición el pasado julio con 68 votos a favor y 55 en contra. La decisión, recurrida, criticada y apoyada, ha salido finalmente adelante.
Aquellos que hoy ven arte en lidiar toros –así es descrita la tauromaquia- han sentido una puñalada violatoria en pleno lomo: reclaman libertad, fiesta y tradición. Bien cierto es que las corridas son seglares –desde el siglo XII se celebran, exactamente-, pero quién vea en esto una excusa profunda y respetable no es más ávido que una gallina clueca en pleno celo. Aquellos que se estremecen cuando el torero salta al ruedo, que se sienten iluminados por su traje de luces, con su nariz de payaso y aquellos ojos que sí lidian entre una firme deficiencia y una ignorancia atroz, que gustan del sol y sombra y de los domingos por la tarde sangrientos, están hoy de luto. Y me alegro terriblemente.
Las partes contrarias, ya sean defensores de los derechos animales o aquellos que, simplemente, ven una memez que cuatro gitanos se diviertan con tortura y martirio, están de celebración. ¿Qué gracia tiene un picador? ¿O un mozo de espadas, o los secos alguacilillos? ¿O una masa enardecida gritando con pañuelos blancos en la mano, pidiendo orejas y rabo como si estuvieran en Casa Lucio? Parecen, sin más, payasos de circo.
No hay ningún motivo para mantener una celebración como la de las corridas. Arcaica, violenta, incivilizada, no llevará a Catalunya a un círculo superior del infierno, pero tampoco hundirá a España al oscuro noveno, donde ya parece haberse sitiado Andalucía.
La tauromaquia, antes consagrada y amada por personajes como Federico García Lorca o Ernest Hemingway, ha ido decayendo a una pesadumbre de dineros fáciles y famoseo gañán. Ni antes ni ahora –ni Lorca ni José Tomás- ha debido respetarse semejante crueldad.
Allí está Portugal, el sur de Francia, América latina: el fanatismo se contagia cual peste.
No olvidemos que en Catalunya se mantienen tradiciones taurinas: los correbous, sin ir más lejos -que se podría- ya son un buen ejemplo del camino que todavía resta por recorrer. Y que, por tanto, no podemos enorgullecernos de ser los primeros en fulminar una crueldad teniendo otras paralelas que nos soplan en la nuca.
Nos obstante, sí podemos y debemos alzar la voz y clamar que aquí, hoy, esta tarde de domingo en Barcelona, la tauromaquia ha recibido su primera puñalada de muerte, que aquí ya no van a volver. Y eso nos hace un poco más libres.
Porque yo me declaro perpetuamente antitaurino. Porque brilla el sol en Barcelona, y cuando caiga la noche aún más esplendente refulgirá. Hoy celebramos la muerte de la tauromaquia. Que no vuelva nunca más.
Una batalla ganada. esperemos que esta clase "Festejos" se eliminen de raíz. Y no sigo que me caliento y me pierde la lengua. Saludos :)
ResponderEliminarEs un buen comienzo y debiera ser un gran ejemplo.Me alegro.Una incondicional.
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