18 de septiembre de 2011

Rosalía de Castro habló catalán

(Relato breve. Inmersión lingüística)


Una nube gris e inmensa cubría el cielo de Santiago, tan habituado ya a las oquedades incoloras del boreal. Rosalía, de sobras conocida por los gallegos y en proceso de abrir su pluma al mundo, decidió salir igualmente a dar su habitual paseo por las afueras de la capital. Como sabido es, Santiago es una pequeña capital. Pequeña: no humilde, ni sencilla, ni simple, ni monda, ni siquiera diminuta –mucho menos grande. Pequeña y punto. La urbe, desde luego, todavía no hubo lanzado su fiera garra sobre sus estrechitas calles, y bastaba caminar entre seis y ocho minutos para alcanzar, con aire fresco y gesto sobrio, el verde de los árboles y el pardo cobrizo de la tierra yerma. Se le acostumbra a llamar monte a eso. Pero no era el monte por donde Rosalía paseó aquella tarde. Era tan intenso el frío que clavaba en el horizonte que, de comerse el Atlántico la tierra de Muxía, Cee, Vimianzo, Noia y Negreira, ahora escribiría que Rosalía aquella tarde paseaba por las enormes llanuras del ártico norte. Demasiado larga la vida de aquel invierno. Dieciséis las semanas se contaban ya desde la primera gran nevada. Una barbaridad. El vestido de Rosalía arrastraba por el suelo, una brillante corona de flores –blancas ellas como la misma nieve- se le sostenían en el pelo mediante un artilugio de lo más sofisticado. Nadie dudaba de la precoz genialidad de la compostelana, pero aquella tarde –fuera el invierno o la corona que acaso le apretaba demasiado- Rosalía se hallaba incómoda. ¿Qué sería? Trazaba pasos vaporosos, la tierra, a sus pies, como todos, no emitía sonido alguno, es más, parecía enmudecer como enmudecen las lechuzas cuando ya han cantado la epifanía de la muerte. Las hojas de los árboles no eran verdes, y el viento arreciaba con fuerza, meciendo con cierta gracia las ramas traviesas de los árboles que, como el cielo, ya estaban acostumbrados a las voluntades del boreal. Por que a mano do inverno é maior que o pé da primavera?, meditaba Rosalía. ¡E o negro da noite sexa máis intenso que a calor e a brancura da alba! Entonces empezó a llover. Cayeron líneas trazadas del cielo como si un poeta escribiera versos malos a vuela pluma, o como si una princesa llorara en lo alto de la más alta torre. Era, ciertamente, una lluvia de mal augurio, de mala voluntad…
Rosalía andaba entonces por la cuesta de Foz, el punto más alejado de su casa que había pisado en todo el invierno. Vio una cueva en el flanco y no dudó ni un momento en introducirse en ella.
Dentro caía un goteo, y cayeron dos. El sonido era húmedo y vacío, golpeaba contra los charcos de piedra gris. Yo me figuro que incluso las cuevas de Galicia deben de estar acostumbradas a las oquedades incoloras del boreal, pero… ¡quién sabe! Rosalía decidió sentarse en una roca semejante al cantil de las costas. Allí, con las piernas cruzaditas y un blancor lúgubre entornándole toda su tez, fijaba desganada sus ojos en los charquito tamborileros. Estaba a salvo, pero, ¿a salvo de qué? Como mínimo de la chuvia. Se puso a pensar en Platón y en su mito de la caverna. Se eu tivese coñecido a Platón… quen sabe, talvez houbera morto do espanto. Rosalía no se las tenía todas consigo; era fiel seguidora de Platón, desde luego. Le agradaban además los andares de genios. Siempre dijo que le recordaba un poco a Da Vinci. Sin embargo, en la práctica –con Platón, Da Vinci, o con Edgar Allan Poe- siempre fue mucho más reticente. Se tivese que elixir a un, a quen elixiría? Rosalía fue romántica, pero ante todo, consecuente. Sabía que, creyendo en la filosofía de Platón, inexorablemente renegaba de la de Descartes, Locke y Hume. No es que ninguno de ellos la llenaran, pero lo mismo ocurre, pensó, o mesmo acontece con Miguel Ángel, Rafeo ou Bernini: non se pode querer a todos. A todo esto le entró un estremecimiento terrible. No era miedo ni tampoco frío. Era partimiento de corazón. A ella le gusta mucho Bernini, y Borromini, y no sabría qué escoger si le presentaran La transfiguración y El santo entierro, ambos inconclusos. Para evadirse de tanta belleza y crueldad, se levantó de la roca y deambuló por entre el llano circular de la cueva. Taciturna, lúgubre, le pareció distinguir una escritura en una de las paredes: linguaxe da nosa terra. Estaba trazado con estilete. La humedad embrollaba la lectura, pero sin duda, linguaxe da nosa terra era lo que ponía. Ahora surgía otra duda: ¿quién escribió aquello? Ay, Rosalía, Rosalía, siempre tan curiosa y sensible. El estremecimiento, pues, convertióse en curiosidad. Y la curiosidad, cuando con ningún signo apareció aquella sombra posada fijamente en la pared, transmutó a un susto tan inesperado como la flojera que dispuso la lluvia.
    -¿Quen é? –preguntó Rosalía- ¿Quere algo, señor o señora?
La sombra no se movió un ápice. Se mantuvo estática como la muerte, incrustada allí entre las incisuras húmidas de la pared.
    -Yo soy quien escribió tu frase en la pared –dijo la sombra con una voz profunda y ruda-. ¿No era eso lo que querías saber?
Rosalía no contestó. Se limitó a temblar por dentro, sin dar señales de miedo ni vergüenza.
    -Mi vida terminó aquí, en esta cueva. Una tormenta me sorprendió cuando huía camino a las Américas. No sé dónde. Solo sé que lejos, bien lejos.
    -A súo acento, sombra, é estraño. Vostede non é galego. De onde, pois, trae a súa vida?
    -¿Mi vida? Yo, Rosalía, soy hermano tuyo. Vengo del otro lado, pero nos une la lengua.
    -¿A lingua?
Rosalía se excitó al pensar cómo sería un beso en la boca de una sombra.
    -¿Por que escribiu esta oración na parede?
    -Porque tenía miedo. Supe de mi muerte en cuanto me vi obligado a huir. Ya estaba a punto de alcanzar Finisterra, pero aquella maldita tormenta me lo impidió. Me seguían, me seguían muy de cerca. No tenía escapatoria, no encerrado aquí. Así que, en cuanto oí el canto de la lechuza, empecé a golpear con la palma de mi mano el estilete que compré al comerciante iriense que se encontraba comerciando en la costa de Lugo.
La sombra hablaba con puro sentimiento. La emoción, la pasión, la devoción con que narraba los hechos enfatizaba la curiosa pronunciación que Rosalía predijo al comienzo.
    -Escribes versos realmente bellos, Rosalía. ¿Sabes? Allí, al otro lado, te admiramos fervientemente. Hay un mosén que te encantaría: Jacint Verdaguer, se llama.
    -A que tivo medo, amada sombra miña?
    -Tuve miedo al expolio. Trataron de arrebatarme lo que más quería. Me amenazaron, me intentaron quemar, a la hoguera, como las brujas, me dijeron. Creo que escribes demasiado, comentaron desde el centro, te deberemos cortar la lengua como no moderes tus modales. Nosotros, al igual que tú, Rosalía, estamos luchando por el Renacimiento. Renaixença allá; rexurdimiento, aquí. Tú eres, Rosalía, un bastión inmenso. Y por eso tracé esta frase para ti.
   -Linguaxe da nosa terra… -susurró Rosalía-. Linguaxe da nosa terra.
La sombra empezó a evanescerse:
    -Yo, Rosalía, amo a Quevedo, amo a Lope de Vega y a Cervantes. El castellano es un lenguaje precioso, rico, ninguno haylo como él. Pero en mi casa, Rosalía, como tú, hablo el idioma de mis padres, el idioma de la tierra en que nací. Podría no hacerlo, pero estaría vendiendo a la muerte una lengua que es de mi boca. Como tu hermosa boca, Rosalía. Jamás dejes de trazar con ella palabras.
La sombra, definitivamente, desapareció. Dejando en su lugar unas rutilantes e inquisidoras botas azules. La tormenta hubo amainado y Rosalía, que desprendía una lágrima azul que le corría por las piernas, las asió y se fue.
Aquel día comenzó a escribir El caballero de las botas azules, obra maestra de la literatura castellana del siglo diecinueve. Años después, las Follas novas se alzarían con el reconocimiento histórico de las letras galegas.
Ella escribió en gallego. Fue la más grande poetisa de las letras de la terra das meigas. Y también lo hizo en castellano, dominando como pocos el lenguaje más hermoso del mundo. Sin embargo, jamás olvidó de dónde trajo su vida.
Ya en su lecho de muerte, Rosalía comprendió qué le ocurría a su sombra de botas azules: no se atenía a una lid con la justicia, no fue un perseguido político, ni un ladronzuelo como los hay a patadas. Con el cáncer de útero rozándole los ojos, Rosalía de Castro entendió que en la pared de aquella cueva, aquella sombra, aquella su sombra hubo escrito: el lenguaje nos aterra.
Unió, así, su boca con la boca de la sombra. En un beso eterno.

2 comentarios:

  1. Mi ya querido Marc: Realmente apoteósico, has sentido a Rosalía desde dentro...y eso no es fácil, amigo. Hay tanta poesía en ti, tanta sensibilidad, que rasga la piedra con cincel. ¿Me dejas que me lo lleve para La lapicera? Me gustaría compartir tu texto con otr@s. Alguien como tú no debe estar escondido -ni siquiera en la cueva de Platón-
    Mi enhorabuena, con cariño: Liliana

    ResponderEliminar
  2. Mi siempre querido Marc: he de decirte que tu relato sobre Rosalía de Castro me ha parecido tierno, intenso, auténtico y sobre todo poético; todo lo que es Rosalía. Tu sensibilidad, innata en ti, es tan grande que no debes abandonar nunca este camino. Es cierto -o lo es para mi- que en ocasiones leerte no es fácil, pero sí muy enriquecedor: en todos los sentidos. Y siempre resulta un placer hacerlo.
    Tu incondicional.

    ResponderEliminar