Es cierto: con la de conflictos horarios que hay –laboral, el saber cuando tienes que meterte en cama- el menor es el cambio de horario que sufrimos cada equinoccio. Pero él es igual de cierto. Por lo tanto, esta noche los relojes se atrasaran una hora cuando doblen las tres en punto de la madrugada.
No crean que sea estulticia. Mucho achacan el cambio: sueño posterior intranquilo, malestar, desorientación, confusión. Otro no. Otros son románticos y ven en el cambio de hora una posibilidad de separarse –como Catalunya- de la normalidad. Amén.
“Yo no cambiaré la hora y viviré en el futuro”. La lógica es certera. Si ahora, en otoño, atrasamos una hora para luego, en primavera, volver a adelantarla, el resultado es invariable. No en vano más de dos tercios de la comunidad internacional ya no emplean o nunca emplearon el cambio horario: el de verano y el de invierno. Este año, por ejemplo, Rusia ha dicho que no lo va a aplicar. ¿Ahorraran así menos energía? ¿Harán un feo a Willian Willett, inventor de dicho horario?
Regresemos al romántico. “Yo no cambiaré la hora y viviré en el futuro”, dijo, “y no solo eso, sino que cuando llegue la primavera, atrasaré la hora, en vez de adelantarla, así viviré en el pasado. Y ya habré sido pasado y futuro.” El romántico desconoce los bastiones sociales. Pero argumenta que a él no le importa. “Que quienes quieran cambien de hora, yo haré lo contrario”. Si se habla catalán, hablaré castellano; si se habla castellano, hablaré catalán. Y luego aprenderé finés para joder al coloquio.
Por lo pronto se han olvidado las cosas ciertamente importantes. Mientras jugamos al pasado y al futuro, el presente agoniza y su firmeza es menos estoica que nunca. Hablemos de las cosas importantes, que hoy la noche es más longeva. Que hoy la vida se alarga y se acorta.
“Caminante son tus huellas el camino. Y nada más”, como si dijera el reloj al doblar las dos de la tarde. “Caminante no hay camino. Se hace el camino al andar”.
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