24 de octubre de 2011

Del ojo que un extranjero tiene de la Asociación


Aquel de allá dijo: no hay poesía en la historia.
Esta de aquí contestó: pero la historia son palabras. Y la poesía son palabras.
Él replicó: pero no toda palabra es poesía.
Ella preguntó: ¿tratas de decir pues que historia es poesía?
Él se enfurruñó: yo no trato de decir eso. De hecho no trato de decir nada.
Ella preguntó: ¿entonces?
Aquel dijo: que no hay poesía en la historia; que no hay poesía en las guerras, ni en los palacios, ni en las monarquías. No hay poesía en las revoluciones.
Y ella hizo la evidencia: palabra, historia y poesía son como un barrio.
¿Cómo?
Sí: como un barrio. Ya verás: déjame que te cuente.

Primero emerges de un túnel negro, subes unas escaleras mecánicas y el frio menguante de humedad te presenta dos centros sanitarios: una clínica y un hospital.
Vaya. Contado al revés parece que tratas de describirme la muerte.
¿Me dejarás hablar o estarás todo el rato interrumpiéndome? Esa es la forma más pública de llegar. El barrio, porque es un barrio, data de poco más del 900. Fue inicialmente una parroquia del llano, aunque luego pasó poderes al monasterio. Ahora es dormitorio. Pues bien, cuando te encuentras fuera del túnel, subiendo ya las escaleras mecánicas bajan cuatro jóvenes: tres varones y una mujer.
Vaya…
Sht. Uno de los hombres grita, Me cago en la tos de sus muertos. Y el otro berrea, Como lo pille, lo mato. El tercero aprovecha, Oye, flaca, luego qué te parece si te pasas por mi casa. Y le da una cachetada en el culo que ella responde con una risa casi maquiavélica y con un escupitajo con moco.
Vaya.
Sí. A medida que se hace la luz, te ajustas la bufanda y te frotas las manos. ¿Qué ocurre entonces? Entre pitidos y abucheos crees que afuera, por lo pronto y lo sabido, están apaleando a alguien. Pero no. Son una secuencia inmensa de hombres y mujeres con batas blancas  y carteles manifestantes. Son los trabajadores de la ciudad sanitaria que, por los recortes, ya sabes, muestran su mayor descontento. Nosotros les damos la espalda, porque no somos políticos, ni siquiera ciudadanos. Estamos contando una historia y somos solo eso: palabreros, narradores. Enfilamos avenida Jordán. Los silbidos y el estrépito son ya historia. Parece que hayamos retrocedido a los años noventa. Cruzas la carretera, y un autobús pequeño y rojo y giboso casi te atropella, Ande, pase, Encarni, pase, me cago en la cuna. La cuesta es considerable, por eso te digo que si quieres vivir por allí lo mejor será que te quites del tabaco.
¿Que me quiete?
Calla, calla, ahora calla y atiende. Te encuentras con el primero de varios parques. Desde luego no son como los parques que ahora te estás imaginando; nada que ver con Güell, ni Miró, ni el de Gràcia, ni con el de Tusset. Son parques áridos. Llenos de arena. Con cuatro moreras que, angustiosas, sobrellevan el tiempo malvivido. Porque te lo digo yo –aquí somos democráticos- te diriges a uno de los bancos clásicos de la esquina. Está medio roto y huele a micción nocturna. ¿Te gusta, eh…? Pero cuidado, te acabas de tropezar con un extraño instrumento: no te pinches, sobre todo. Es mediodía. Pero no hay nadie. A excepción de un hombre, mediana edad, pelo hirsuto, dejado, sufriendo el mono que no le corre por la sangre.
Ya entiendo.
Sí, imagino. Pero a mí no me hace ninguna gracia. ¿Qué te parece si avanzamos un poco más rápido? El hombre del banco se comienza a inquietar; se mueve a un lado y a otro. Viene una mujer vestida de uniforme, con gorra azul y vestido fluorescente, y barre el instrumento que a punto te lleva a la desgracia, barre el excremento reseco del perro pastor alemán con cruce de caniche pura sangre, y lo lanza todo a un contendor móvil que, tácitamente, retiran las brigadas a medianoche.
Vaya.
Sí. Más rápido todavía. El hombre se levanta indolente y se introduce en la nueva dependencia pública y sanitaria que, a modo de módulos, bella cacofonía, el alcalde y una simpatiquísima rubia verde han sitiado en el lugar de los malditos. Eso es la narcosala.
No me digas.
Sí. Aprovechando su ausencia, un buen hombre funcionario se acerca y arregla el banco. Pone más y más modernos. Pero no se limeta a ello, sino que poda los árboles, les añade pinos e incluso fija una mesa de ping-pong para los jóvenes echen raquetazos al aire.
¡Vaya!
Que te calles. Las puertas comienzan a sonar. El cielo se aclara. Aquí y allá pasean mujeres y niños que acompañan a sus ancianos a tomar el fresco. Uno se sienta en un banco y otro, más diestro y con la boina bien armada, se le enrolla con los temas que ni el alzhéimer ha logrado llevarse. Transcurre el sol. El día se acaba. Llega la noche y, sorpresa, los jóvenes que te cruzaste al salir del metro, aquellos del esputo y de la discoteca Espacial, ocupan uno de los bancos. Agotan largas horas con griterío y cáscaras de pipa. Por las mañanas, los vecinos ven lo que notaron durante toda la noche. Cruzan rápido, no se quieren detener: en coche, hacia el transporte, bajan al centro, y allí se toman un aperitivo con Martini seco y unas patatas fritas de una casa badalonesa famosa por su ridículo apellido. Hace frío, mucho frío, mucho más que a ras de costa.
Vaya. ¿Y bien?
Y ya está.
¿Cómo que ya está?
Sí. Que  ya está, que ya he terminado mi relato.
¿Ya lo has terminado?
Bueno: ha sido solo un esbozo.
¿Pero dónde está la poesía? Dónde que no la veo. ¿Dónde están las revoluciones y las monarquías? Esta historia es mediocre y barriobajera. No tiene nada de especial.
Claro que no.
¿Perdón?
A ver: es exactamente lo que dijiste. Una historia puede tener o no tener poesía, pero siempre tendrá palabras. Una palabra no será siempre poesía, pero puedes conseguir que la tenga.
¿Sí?
Desde luego.
¿Cómo? ¿Llamando a Shakespeare, a Quevedo, a Lope?
No, hombre, no. Mucho más sencillo.
¿Cómo?
Con un gesto. Con acción. Algo de esfuerzo. Quien sabe: gusto y trabajo.
Vaya…
Sí.

Aquel de allá y esta de aquí se van acercando.
¿Te sabe mal si te invito a tomar un aperitivo? Conozco un bar de tapas, nada, a cuatro paradas de metro, que hacen unos huevos estrellados deliciosos.
Y por qué no nos tomamos dos cervezas por aquí.
Vaya. Ya entiendo.

Él y ella enfilan avenida.
Ella: por cierto, ¿sabes que aquí los alquileres están a 400?

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