“No es una señal, no es el destino ni la magia. Ocurren tantas cosas en el mundo que algo que piensas realmente sucede: se llama casualidad”.
Publicaba ayer Albert Lladó un brutal artículo en La Vanguardia: Ya lo predijo la literatura. Exponía lacónicamente –pero con pasión- sucesos que, escritos ya por grandes genios de muchos años vencidos, han ocurrido en la realidad presente. Obras de ficción, novelas, relatos, que parecen escritas por auténticos y terribles visionarios, por poseedores del acontecimiento futuro. De cómo han sucedido lo que se conoce como serendepias literarias, hallazgos, que son coincidencias o acaso verdaderas genialidades.
Por ejemplo -nos contaba Lladó- cómo Jules Verne escribió en De la tierra a la luna (1865) y Alrededor de la Luna (1869) la llegada primera del hombre a la Luna. Así lo escribió Verne: el grupo sale de Florida, compuesto por tres tripulantes, dos autóctonos y uno extranjero; el cañón de propulsión se llama Columbiad. ¿Alguien desconoce lo que ocurrió realmente? Neil Armstrong –americano-, Edwin Aldrin –americano- y Michael Collins –italiano- se embarcan el 16 de julio de 1969 en el complejo Cabo Kennedy, Florida, en el histórico Apolo XI, catapultado por el cañón Columbia. Además, Verne plasmó la altura y peso de la nave y el lugar donde caerían las peripecias espaciales, a apenas 4 kilómetros de diferencia en el Océano Pacífico.
Otro –Lladó- es el caso de Lester del Rey que en su Viaje a la luna (1954) catapultó al comandante Armstrong en su nave Apolón al astro único de la tierra. De nuevo: Apolo XI y Neil Armstrong.
Rotomando a Verne. Los quinientos millones de Begún (1879) narra la ascensión al poder del estado de Herr Schultze, general que anhela la supremacía mundial argumentando que la raza germánica es superior a todas las demás.
O Morgan Robertson. En 1898 publicó la novela Futility, donde Titán, el trasatlántico más grande jamás construido, se hunde tras chocar con un iceberg. ¿Algo más? Ambos barcos –el de la novela y el real- se siniestran en su primer viaje, en ambos casos el número de víctima es semejante y los botes salvavidas, también; tanto Titán como Titanic partieron de South Hampton.
Apuntando arriba. Edgar Allan Poe compuso su única novela, Las aventuras de Arthur Gordon Pym en 1838. El maestro narra el naufragio de un barco, cerca de las Islas Maldivas. Solo sobreviven 4 personas. No tienen bebida, ni alimentos. Y deciden matar a uno de los cuatro para ingerir su carne humana. Tras sortearlo, Richard Parker –el cocinero- es el encargado de llevar a cabo tan sanguinolenta tarea. ¿Qué pensaría el genio si se le dijera que en 1884, en su mismo siglo, cuatro tripulantes a la deriva toman la misma decisión? Desde luego tal vez fuera todo una hermosa casualidad, pero si se considera que el hombre que el azar eligió para matar se llama igualmente Richard Parker, las cosas cambiarían. También era, por cierto, el cocinero de la nave.
Así las curiosidades se pueden suceder. Y son solo eso: casualidades, coincidencias, bellezas que nos brinda la literatura y el tiempo. Pero considerando la genialidad de estos escritores, ¿a alguien le disgusta pensar que, por une vez, la historia y el tempo rinden un merecido homenaje a estos magníficos visionarios?
Lo seguro es que perdurarán eternamente en el tiempo.
Siempre he pensado que Poe debió inspirarse en el naufragio de la fragata Méduse y todo lo que después pasó en aquella balsa...locura, violencia, canibalismo, muerte, desesperación.
ResponderEliminarAquello sí que debió ser terror del bueno.
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