Triunfaba el pasado veinte de octubre la revolución bien llamada de Libia. Los guerrilleros capturaban a Muamar el Gadafi en un conducto de Sirte y lo zarandeaban poco antes de propinarle dos tiros, uno en el estómago, otro en la sien, que acabaron así con su dictadura de cuarenta y dos años. El debate se abrió –con la simultaneidad del anuncio definitivo de ETA y el adiós a las armas- entre los medios y la población internacional: matar a Gadafi estuvo bien o hubiera sido mejor juzgarlo y encarcelarlo de por vida. Hay muchos ejemplos: unos paralelos –Ceacescu, Sadam-, otros antagónicos –Napoleón o Stalin. Lo seguro es que Gadafi, terrífico y prepotente, jamás hubiera optado por la versión hitleriana del suicidio. De su talante chulesco e inamovible, al miedo del dictador registrado por teléfonos móviles.
Cayó primero Tunez, siguió Egipto, Libia, ahora Siria se tambalea. La lista se extiende cual Schindler, porque están también Yibuti, Irak, Irán, Yemen, el Líbano, Kuwait, etcétera. El pueblo árabe se ha cansado de la dictadura. Han surgido los movimientos civiles, la conocida Primavera Árabe.
La pregunta que se hace ahora todo el mundo es: ¿y qué ocurrirá? Serán capaces estos países de no caer en manos de un gobierno islamista radical. ¿Será ello democracia? Del malo al peor; o del peor al malo. ¿Tendrá suficiente fuerza democrática la primavera? ¿O la democracia es un cuento finito, y más en manos de safalistas y otros extremos?
El 20 de octubre muere Muamar el Gadafi. Otoño gris y azul. Frío y extraño. La revolución ha triunfado –esto es revolución y cambio. Pero, ¿brillará el sol en una primavera entrada de hojas caídas? El invierno se aproxima con el imperativo El Corán en la mano. Que no caiga. Que siga la revolución.
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