15 de junio de 2012

Varios metros bajo tierra



(Fábula sobre la muerte o, mejor dicho, sobre lo que no deberías ser)

Sucedió varios metros bajo tierra, es decir, en el metro de Barcelona. Yo, como he hecho toda la vida y como ahora solo hago cuando no me llevan el coche, he cogido el metro para volver a casa a eso de las dos: Línea Azul; dos paradas; transbordo en Sagrada Família y Línea Lila. Mientras bajaba al metro en la boca de Balmes iba pensando en leer a Nothomb; eso era lo planificado. El tren ha llegado en aproximadamente un minuto, me he subido, y mientras recorría las dos paradas antes del transbordo, he tenido tiempo para leerme unas ocho o diez página. Sagrada Família. Afortunadamente hoy he salido del despacho un poco antes; quince minutos son suficientes. Los viernes, en el metro, hay más gente, más exaltada y más entusiasmada que de normal. Guiris hay siempre, ellos nunca son normales; no en vano la Sagrada Família es el símbolo del turismo nacional-catalán, pero digamos que hoy me he librado de la marea blanquicangreja general. 

Al salir al andén, primera alarma. Un garrulo caminaba grotesca y estúpidamente, moviendo los brazos a lo molino, en dirección contraria a la mía. Y no va el tío y, cuando el tren ya había cerrado las puertas y empezaba su nueva marcha, escupe con un fua asqueroso a una de las ventanas. No lo he entendido. ¿Por qué? Encima, al cruzarnos, coge y me clava desafiantemente los ojos. El animal apenas si alcanzaba el metro setenta, pero he concluido que no era ese el lugar para sacar a lucir mi casi fervoroso metro setenta y seis, principalmente porque la delgadez no es musculatura y, aplicando la ley positivista, “si nunca te has pegado, ¡no seas tonto y no lo hagas con un garrulo en el metro!” El caso es que he seguido hacia  la Lila. Para llegar a ella, cronológicamente, pasas por abajo del templo; bajas unas escaleras (mecánicas o clásicas, puedes elegir); cruzas una planta de unos diez metros y bajas un último tramo de escaleras (estas sí son clásicas, porque las mecánicas solo suben). Naturalmente, tienes que ir con ojo, porque en esta planta hay dos entradas (Línea Lila), una a cada lado: una te lleva hacia Badalona, otra hacia Paral·lel. Los que no se conocen siempre se detienen dubitativos por el medio y si vas distraído lo más probable es que provoques un buen colapso. Además, este tramo es muy gracioso: como están las dos entradas, oyes que el metro viene, pero nunca sabes cuál es, si el mío hacia Badalona o el de Paral·lel. El caso es que la gente parece empeñada en no perder el tren, tal vez porque ven la eternidad en los dos minutos que tarda en llegar el próximo convoy. Pues bien: hoy, mientras cruzaba esa última planta antes de descender al andén, se ha empezado a oír el rugir circular del metro. Tranquilamente, en los primeros escalones, he visto que no era el mío, sino el otro. A todo esto me ha dado por mirar hacia la planta y he visto a una gorda que la cruzaba y que no sabía si correr para alcanza el posible metro o si, como yo, mostrarse ecléctica ante la situación. Debo reconocer que hubiera sido un insulto desaprovechar la comedia que sugería aquella cara rosada, hinchada, aquel pelo rubio que le aleteaba con la corriente de aire con la misma grosería que Woody Allen vestido de mujer, así que he decidido poner cara de prisa y bajar rápido las escaleras a fin de que ella, la gorda, pensara que el ruido de aquel metro era el mío, es decir, el mismo que el suyo. La mujer de pronto ha expresado un rictus de esquizofrénica y ha echado a correr de tal modo que casi se cae por las escaleras. No he podido girar la cara, pero todavía ahora me imagino la cara que ha debido de poner al ver que el metro, efectivamente, no era el mío ni, por extensión, el suyo.
Un minuto y medio y el convoy ha llegado a la parada. Once estaciones. Línea recta hasta el final. Evidentemente todos los asientos estaban ocupados por la gente que menos parece necesitarlos, qué remedio: a leer.
-Por favor, señores, miren cómo estoy –ha dicho una voy estertorosa. Era un indigente, de origen arábigo (no sé si de Omán, Irak o Siria, aunque sinceramente no creo que fuera sirio…), que caminaba con una muleta haciendo gala de unas piernas llenas de musgo gris (parecía una psoriasis pútrida) que se le extendía hasta los brazos. El hombre, muy encorvado, pasaba un vaso de Starbucks para ver si alguien le echaba algo. La gente, huelga decirlo, solo le echaba un vistazo a sus piernas. Aunque no se lo reprocharé, él ha dicho “miren cómo estoy” no “miren a ver qué me echan”.
El tren mantenía su curso: Encants, Bac de Roda, Sant Martí… El casi leproso ya habría abandonado el metro. Yo seguía pasando las páginas. Pero me ha alarmado un ruidito de esos de boca. Era otra gorda, ésta latinoamericana, probablemente colombiana. Comía pipas –horrible acto- y la muy guarra se sacaba las cáscaras de la boca y, chula, muy chula, las dejaba caer al suelo como quien se sacude una mota de polvo sobre la basura. Encima, tras unas horterísimas gafas de sol, se me ha quedado mirando a lo Gadafi en su palacio. Me han entrado ganas de bajarme la bragueta y –metro setenta y siete o no- sacarme el miembro y miccionarle encima. Evidentemente, eso tampoco lo he hecho.
En realidad, esta señora se ha levantado rápidamente y me he sentado en su sitio. Qué raro, he pensado, qué poca gente, qué gusto. Incluso hay dos asientos libres justo en frente del mío. A todo esto una mujer de unos sesenta años, esta no era gorda, sino aparentemente seria, bajita, cincuenta y tantos kilos, ha pasado por delante y, al ver los asientos libres, se ha sentado en ellos. Sí, en ellos: no en uno –muy bien señalizados con una forma de respaldo azul-, si no en el centro de los dos. La mujer, que era por lo general menuda, se mostraba tan ancha. Normal.
Se han sucedido así dos paradas. ¡Qué rastrera, qué tediosa, qué prescindible es la gente!, me he dicho, declarando definitivamente, casi en voz alta, bandera de culutra, la guerra al mundo: una, allá, en la barra, leía a Dan Brown, otro, allí sentado, escuchaba a toda hostia alguna marcha reggeatoniana de aquellas para las que sí debería existir la censura, un tipo, melenudo y septuagenario, que no se duchaba y hedía, dibujaba sobre una carpeta rugosa un retrato de Caravaggio y, claro, el resultado parecía obra de Párkinson. De pronto ha pasado una deficiente –su disfunción mental no era identificable a simple vista, pero tenía la lengua fuera de la boca y caminaba casi corriendo, como un pato-, gruñendo y pisando los pies de todos los que estaban sentados; y un energúmeno se ha puesto a gritar por el móvil.
He decidido entonces que ya era suficiente.
-Amélie, esto no es para nosotros, larguémonos.
Así que he cerrado el libro y, con un toque contenido, he pulsado el botoncito verde, he aguardado a que la puerta se abriera y, sin mirar siquiera la estación, me he apeado en el andén para contemplar cómo el mundo, su gente, el tren, se introducía en el inmenso agujero negro. Sí, sin duda, esa era su mejor destinación posible: varios metros bajo tierra.

7 comentarios:

  1. Todo un universo el metro.
    Además de todo esos están los suicidas, los carteristas, los que se mean encima, los que se desmayan, los tocones, los que se mueren sentados (si, se muere gente en el metro) y una fauna inacabable.
    Todo eso está filmado.
    Desde los suicidas hasta los que mueren infartados.
    Que buena peli se podría hacer...

    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Y luego aún se me reprocha que no pueda soportar ir en metro!!
    Eso si, tengo que reconocer que es una fuente de inspiración inagotable! ;)
    Lo de mearte encima del loro comiendo pipas, hubiera sido digno de ver...jajajaja

    Besos.

    ResponderEliminar
  3. No sé qué decirte...mejor caminar...Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Por alguna nada extraña razón me has recordado a alguien...jajaja.
    A mí lo de que tengan que poner en el letrero digital "Dejen salir antes de entrar" y la lucha por los asientos laterales me hacen especial gracia. Todo muy revelador.
    Lo de miccionar o pegarte con alguien son "venazos asesinos". Habría que dejarse llevar por el buen criterio y liarse a hostias... La curva de la diplomacia está ya por debajo de los costes, no sería tan malo.
    Muy divertido leerte. Un abrazo!

    ResponderEliminar
  5. Bueno, llego aquí por recomendación de Amanecer Nocturno. Tenemos, ella, otros y yo, un blog en común (que te invito a visitar y allá indagues tú, esto harta de explicar de qué va: lodoincendiario.blogspot.com) y pedí blogs relacionados mínimamente con el nuestro para añadirlos a la lista de blogs.

    He leído tu entrada, y se me cae la baba con tu forma de escribir. "¡Qué rastrera, qué tediosa, qué prescindible es la gente!". Muy bien, te sigo y persigo, y ahora voy a ver qué más perlas hay por ahí.


    Bisous, Marïe

    PD/ Estuve hace poco en Barcelona, pero no tuve el placer de subir en Metro, aunque, por lo que describes, es casi igual que el de Madrid. Tengo que volver con más tiempo para gastar en la ciudad.

    ResponderEliminar
  6. Debo ser una de las pocas personas que no ha ido jamás en metro, y por lo que cuentas para mí sería como estar en medio del Amazonas.

    Aunque por otro lado, si lo piensas, poco tiempo ha durado tu viaje en metro y de ahí has sacado esta entrada, mordaz y algo dura con las personas que viajaban en el metro, aunque no te cuestiono ya que yo nunca he vivido esa experiencia.

    Como siempre me encanta leer tus entradas, aunque no siempre comento porque muchas veces me dejas sin palabras.

    ResponderEliminar
  7. Ay Marc, no sé si tuviera paciencia para hacer ese recorrido, aunque si fuera necesario pues habría que ir; eso sí, se me hizo interminable el viaje, tenía unas ganas de encontrar asiento jaa.
    Acá, donde vivo, es una ciudad chica así que caminamos bastante (no hay metros) pero las pocas veces que anduve en uno sentí las mismas ganas de apretar el botoncito verde y volver a la realidad. (subir a la tierra, diríamos)
    Que tengas un lindo domingo.
    Un beso

    ResponderEliminar