24 de junio de 2012

Intercambio de una noche de verano



Ayer el sol se hallaba en el Trópico de Cáncer, eso es que el solsticio de verano ya ha terminado. Por la noche los más atrevidos sacaron a relucir su carácter latino del ruido, y en las calles, y en el cielo, la pirotecnia última del color estallaba wagnerianamente: hacia el norte reptaba una palmera, que culminaba con un estallido impresionista de tonalidades doradas; en la calle Prim explotaba un trueno TNT de gama media, y en la esquina de Santa María, un supergato daba el pistoletazo de salida a una traca insufriblemente interminable. La idea es hacer una hoguera en la playa para mantener la luz en la noche más corta del año, tomarse unas Estrellas y algún que otro Jack Daniel’s sino unas copas de ginebra con tónica, y velar las cercanas vacaciones, la sosegadora lentitud con que transcurrirá el tiempo a partir de ahora, el calor y su consecuencial desquite de la ropa, la aparición de los bíceps dopados, de las tetas sobresalientes del escote, de las piernas que se pierden hasta las caderas y del horrible tinte moreno de la piel y, en fin, velar por la celebración que abre las puertas al verano.

Aún ahora, mientras escribo el artículo en la terraza, oigo los últimos ecos de los petardos sobrados –que son muchos, petardos y petardas- y sigo preguntándome cuan felices estarían los libreros si la gente para Sant Joan prefiriera invertir en un libro en vez de en un pam, o un pum, o de un jodidamente horrible patapum. Pero esto es lo que hay y, qué coño: se acercan las vacaciones y hay que manifestar el asco que le tenemos al resto del año, a las cadenas de la oficina, a las celdas de las tiendas, al día escandinavo del invierno, y hacerlo con fuerza, con ruido, con rabia, con un estallido casi metafísico de las emociones reveladas. El caso: las vacaciones son una toma de oxígeno y uno de los viajes internos importantes que mayor número de gente practica. Frente a la retórica de Emily Dickinson (“para viajar lejos no hay mejor nave que un libro), existe la práctica de volar hacia Moscú, a Berlín, a Roma, a Praga, a Santiago, a D.F., o a Rosario o incluso a Tenerife, y cada uno es libre de practicar allí el turismo –o la cultura- que crea necesario. Hay quienes prefieren un turismo houellebecqiano en las playas sexuales de Tailandia. O quienes se conforman unos días en la Costa Brava. Lo único cierto es que, con la que está cayendo, todo el mundo quiere reducir los costes a un número lo más cercano al cero posible. Y como donde hay necesidad hay negocio, incluso en la pobreza, se está poniendo de moda la actividad que practicaba Kate Winslet y Cameron Díaz en su floja película The Holiday: el intercambio de casa para pasar las vacaciones.
La idea es económica. Imagina que tienes unas inmensas ganas de conocer Bengkulu y algún bengkuliano, por divina casualidad, cuelga su casa en la web de intercambiocasas.com. Tú, que lo único que tienes que hacer es colgar el anuncio de tu casa y el periodo vacacional que tienes pensado cederla, contactas con Supriyono, un bengkuliano de 22 años, y resulta que él desea conocer Barcelona tanto como tú su región. Acordáis, entonces, que del 4 de julio al 21 intercambiaréis la casa y, de algún modo, también la vida. Porque hablas con Supriyono y te explica cómo es su comida favorita, el templo que más le gusta concurrir, los rincones más hermosos de la isla, para que, una vez en su casa, te adaptes lo más rápido posible y aproveches al máximos los tan preciados como ínfimos 17 días de vacaciones. Tú, con tu pareja, te haces las maletas y solo pagas el billete de avión. Parece increíble que viajar hasta Indonesia sea más barato que coger el Taxi hasta la Calle Balmes… Sales de un aeropuerto que ríete tú del de Avilés y gracias a la red privada de autobuses seglares Indonesia Bus llegas al pueblo de Supriyono. Entras en su casa con unas llaves que te llegaron 30 días antes vía Correos, y te encuentras con una cocina última generación, un salón mayestático, que da una tarraza casi paisajista, los lavabos tienen dos alcachofas de ducha con masaje y una bañera de burbujas intermitentes con altavoces relacionados a Spotify –cuenta vip- a álbumes inéditos de John Coltrane y Nick Cave, y piensas entonces en Supriyono: a qué se dedicará, en si estará casado, en qué le ha llevado reducir gastos en un portal de intercambio… pero te importa una mierda, estás allí con tu pareja y estás decidido a explotar el tiempo hasta la médula. Tu chica ha ido a investigar por su cuenta el sagrado dormitorio y tú corres desesperadamente porque ha soltado un grito de frecuencias irregulares. Te la encuentras medio lívida, apoyada en el marco de la puerta y con los ojos fijos dentro de la habitación. Sacas la cabeza con la certeza de que vas a encontrarte una serpiente, o un cocodrilo –aunque allí, gilipollas, te dices, no hay cocodrilos- o en el peor de los casos a Freddy Kruger, siempre dispuesto a joderte los sueños- pero no es nada de eso; la lucecita de la habitación está encendida y, sobre la cama, una chica desnuda mira con cara de “qué coño le pasa a esta gente, sí que son raros los europeos…” Entonces, tu pareja te mira sexualmente, dilatación de pupilas y humedecimiento de los labios mediante la lengua, se acerca a ti y empieza a besarte. Nunca te han interesado los tríos, y pensabas que a tu novia tampoco. Pero parece ser que es todo lo contrario. Piensas fugazmente en Supriyono, tal vez el muy musulmán se esperaba en tu casa el mismo tipo de intercambio, o tal vez no, qué coño importa, qué coño importa eso ahora, te repites. Pero empiezas a sentir un profundo calor, va en aumento, ahora quema tanto que es desagradable, sudas, te ahogas mientras te siguen besando, dios, esto es insoportable, ¿empiezas a delirar o es que realmente estás escuchando estruendos contundentes de pólvora? De pronto reapareces en el Mediterráneo: ha llegado el verano, es cierto, y a la gente le han sobrado muchos, muchísimos petardos; coges el libro Plataforma y lo cierras. Piensas en Emily Dickinson y te repites: para viajar lejos no hay mejor nave que un libro, para viajar lejos no hay mejor nave que un libro, para viajar lejos no hay mejor nave que un libro. Aun así abres el portátil y entras en wikipedia. Buscas Bengkulu. Ajá, ajá, ah, oh, vaya.

7 comentarios:

  1. Antes que cambiar de casa cambio mi mujer, aunque claro, ella no quiere cambiarme a mi. No sé por qué...

    ResponderEliminar
  2. Lo curioso de esta entrada es que produce físicamente esa sensación de despertar del letargo cuando lees "de pronto reapareces en el Mediterráneo"(la he releído para buscar en qué parte me he ido). Impresión y disfrute. "El muy musulmán", juas! El detalle del Spoti a modo de hilo musical con Coltrane de acompañante de baño sería para estudiarlo como baremo de estado de bienestar,"id tirando que ahora voy" y "dejad que las burbujas se acerquen a mí". Ajá, ajá, ah, oh, vaya.

    ResponderEliminar
  3. Estoy con Capitán Placenta... la verdad es que hay ciertas culturas que deberían evolucionar ya que en un tiempo fueron ejemplo. un saludo!

    ResponderEliminar
  4. Me quedaré con los libros, que no me llega ni para un intercambio de hogar/sexual de estos xDD

    Un beso!

    ResponderEliminar
  5. Cuantas excusas buscamos para justificar cambios..
    Besos

    ResponderEliminar
  6. juas y yo que por un momento me he llegado a plantear mientras te leía un intercambio de estos...;)
    Muy bueno!

    Besos.

    ResponderEliminar