7 de abril de 2012

Cosas que dan rabia

Es bueno, más allá de la actualidad negra que día tras días nos presentan las portadas de los periódicos, las voces de la radio, las caras del televisor, las palabras conocidas, es bueno, digo, hacer un pequeño alto y comprender que la realidad no es una mecanismo científico que se haya enfadado con nosotros; conviene reflexionar sobre los pequeños detalles, aquellas pequeñas cosas, que se esconden tras nombradías tan omnímodas como crisis económica, pérdida de valores, arte post-contemporáneo, digitalización, nuevas tecnologías, sociedad de futuro. Porque, aunque parezca mentira, detrás de eufemismos como estos existe una realidad individual, una apreciación humana, un ser tangible y orgánico que, evidentemente, interactúa cual microbio con sujetos de su misma especie. Esto es la persona, cuya biológica disposición lo lleva a relacionarse. Esto es lo que llamamos colectivo, cuyo conjunto de concomitancia, es
decir, de reciprocidad, de correspondencia, de comunicación nos conduce a la sociedad. Y en cada uno de estos procesos, surgen hipocresías, traiciones, memeces, cosas, en general, que dan rabia. No me diréis, por ejemplo, que el arte post-contemporáneo no da rabia… o la sempiterna y nietzscheana crisis económica. No me diréis que no os da rabia oír hablar de la sociedad del futuro, de coches voladores, de curas contra el cáncer. ¿No os dan rabia los congresos que presentan robots a cambio de gatos, mandos a distancia integrados en el cerebro? La gente en general da rabia. Y nosotros somos un poco rabiosos por naturaleza. Como dijo el gran Rousseau –pobre…- el hombre es una rabia para el hombre, o la rabia es una afición para el hombre. (¿Por qué da tanta rabia Rousseau y la gente que lo parafrasea?).
Reivindico el derecho a una rabia literaria, aquella que parece correrte por la sangre y estremecer el hígado, aquella que te hace temblar y te entorna los ojos y te invita a rechinar los dientes con una ira de Plutón y que te produce una necesidad casi ineludible de patear o pegar o retorcer el primer pescuezo que te pase por delante.
Lo confieso: me dan mucha rabia los deficientes que trucan el tubo de escape de sus motos de mierda para recorrer la calle -allí siempre estás tú- con ese ruido brutal de mosca inmensa que se te introduce en los tímpanos y que incluso silencia el ruido de tu alrededor, para desaparecer muy despacio, muy imperceptiblemente y mantenerte el ruido dentro (claro, la moto es una mierda y apenas alcanza los 60km/h). Me da rabia que el servicio de limpieza deba vaciar el reciclaje de vidrio justo cuando yo paso por su lado; dios mío, cómo colisionan las jodidas botellas de vino, cómo se parten las de güisqui, cómo lidian unos con otros los botellines de cerveza, formando una abyecta lluvia de cristales rotos. Y qué rabia me dan los autobuses que corren más cuando llueve, y tú estás esperando civilmente que el semáforo se ponga en verde justo cuando, cara sadomasoquista, ojos perversos, boca sutilmente tendente a la perfidia, el conductor acelera y te salpica, qué digo salpica, te lanza, te dispara, te arroya el agua que, evidentemente, la puta cloaca, expuesta por triplicado en el lado opuesto de la calle, no logra filtrar. Igualmente no soporto ir caminando por cualquier calle y ver a una persona que se aproxima y que, justo antes de cruzarnos y cuando yo ya he ajustado mi dirección un poco hacia la derecha a fin de evitar un hipotético impacto, también se aparta a la derecha, intentar esquivarnos –siempre en vano, hacia el mismo lado- para finalmente detenerme y reverenciar un “pase, por favor” y ver cómo esboza una sonrisa de complicidad; no, no lo soporto, es como bailar con un desconocido. Tampoco me gusta bajar las escaleras del metro pensando “con la mala suerte que tengo, seguro que el metro acaba de irse”, no me gusta porque, evidentemente, cuando lo hago el metro está en el andén y yo, para vencer la cruel mala suerte, bajo corriendo las escaleras, apartando a la gente, pegando una brincos de terrible saltamontes mientras el timbre empieza a replicar sobre las puertas; no me gusta porque, claro, cuando al fin piso el andén la cabrona de la maquinista me saluda y arranca y toca la bocina y yo pienso: ojalá te atenten los radicales yihadistas. Y no me gustan los radicales yihadistas. Ni los atentados.
Estas cosas desquician a uno: quedarte todo el domingo sin tabaco por haber apurado tanto la hora del sábado mediodía que, cuando al fin has bajado, te has encontrado el estanco cerrado; poner una lavadora, sentir una prócer satisfacción personal, y escuchar la anunciación de fuertes precipitaciones por parte del –insulto- hombre del tiempo; bajar a por aceite al supermercado y subir con aceitunas, masas para pizza, vinagre, apio, papel higiénico, huevos, tomate frito, col blanca, cebolla azul, patatas gallegas, pero no con aceite; desear un baño, encender el grifo, esperar los fatídicos diez minutos para que se llene y recordar, desnudo y con un pie casi rozando su superficie, que debías encender el termo; o salir de la ducha y no tener toalla; no tener cerveza fría un viernes por la noche; quedarte sin hielo el sábado; la gente que se pone violenta cuando bebe; los que defienden que todo es relativo; las feministas; los políticamente correctos; los racistas; los progres de izquierdas que se compran El País y que tienen un ático en Pedralbes, otro en la Castellana y un apartamento en Marbella; los engominados de derechas sin corbata que son insosteniblemente homosexuales; Cristiano Ronaldo; que el Madrid gane la liga; que la vecina te hable del tiempo mientras el ascensor desciende a los infiernos celestiales; que alguien te cite la crisis con recochineo: qué, con la que está cayendo, la prima de riesgo, el paro, pues no nos podemos quejar; que te hablen de los nuevos smartphones, de hashtags, que te digan que el futuro está en una puta pantalla de ordenador; que te pregunten: eh, ¿has visto el nuevo coche volador?; o que te sirvan una tortilla de patata que, excepto huevo y patata, lleva de todo; discutir sobre arte con una esnob gafapasta que te grita: a mí no me grites, por favor, me parece increíble tu comportamiento primitivo, que estamos en el siglo XXI…
Y eso en especial: el siglo XXI. Qué rabia da el siglo XXI, ¿verdad? Señor Friedrich, contésteme, por favor, ¿cuándo diablos terminará este eterno retorno?

2 comentarios:

  1. Te han faltado los coches que van sonando bachata a todo gas justo por debajo de la ventana a las 3 de la mañana... y las gasolineras sin tabaco... y los pitidos, del móvil, wasap, despertador... todos.
    La rabia... toda una terapia.
    Besos

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  2. Como me reí con la última parte.

    Pues yo habría añadido; los que protestan en la calle sin saber por qué se protesta; el vendedor poco amable; tener que ir a trabajar un día feriado; el sino del celular de otra persona; que no te crean cuando dices la verdad; el estúpido machismo y el feminismo actual; los libros demasiado caros.

    ¡Me gusta tu blog!

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