Recuerdo un artículo de Aldous Huxley en que anunciaba el exceso de libros que se estaban editando. Demasiados libros, se llamaba; vanidad de vanidades. Proponía un impuesto, como los hay para el alcohol, para el tabaco, para el turismo, que recayera sobre el papel que se utiliza para la impresión. Es una idea más que plausible. Argumentaba que, ante la saturación, una saturación especialmente mediocre, porque cuando surge el exceso literario surge la bazofia literaria, el lector leía más rápido, tragaba las palabras y no las degustaba, ya fueran execrables o deliciosas, y que perdía la capacidad más extraordinaria del género de juzgar individualmente. No es extraño que ante la evidente saturación informativa, histórica, científica y
tecnológica, que sufre nuestro tiempo el individuo como pensador sea incapaz de poseer un criterio fundado y profundo de cuanto lee: el criterio literario. Sin embargo, como afirmaba Baudelaire, el crítico más interesante, <<la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero que abra horizontes>>. Y, aunque la proposición crítica de Huxley no fuera especialmente atrevida, sí lo fue el modo con que lo hizo: penalicemos la mierda literaria que se edita y, lo más importante, que se está escribiendo actualmente. Y así debe ocurrir con la literatura, pero también con el arte, sobre todo en el iconográfico, y más después de que el siglo veinte lo deslegitimara tanto con sus movimientos absurdamente patéticos (que no absolutamente poéticos).
Por ejemplo, la ilustración. Ilustración es la acción de dar luz al entendimiento, o el siglo de las luces, o una estampa, grabado o un dibujo que documenta un libro. ¿Se puede considerar, en términos no enciclopédicos, que un dibujo da luz a un libro? Aparentemente no. ¿Pero puede una ilustración tener valor por sí misma sin un libro a que ilustrar? Posiblemente sí. El otro día, sin ir más lejos, en el blog de la ilustradora madrileña Marta Von Gore se publicaba un dibujo en que aparecía una modelo pelirroja, en ropa interior y sentada sobre un fondo púrpura, con tres gatitos en la parte frontal, sin texto a que ilustrar, sin historia que contar más allá de los delicados trazos. La nínfula en cuestión, pelo escarlata, piel casi nívea, iris glauco, con manchas de leopardo en el hombro derecho, una costura en el bíceps izquierdo, sujetador de encaje y lazo rayado en la misma tonalidad que las medias altas, blancas y negras, lanza una mirada diamantina al foco del observador. Nos está mirando. Seduce, llama, brilla. Por el modo con que tuerce el cuello parece circunspecta, recatada, pero el ligero encogimiento de hombros, inducido por unos brazos que convergen paulatinos hasta sus muñecas, que arquea y abraza todo su cuerpo y que justifica la hegemonía de sus senos, propone una intención mucho más lúbrica, sutilmente rijosa, con la clásica picaresca de la modernidad. Porque su contemporaneidad es evidente, pero no así su juventud que, aunque también lo parezca, es donde realmente radica el motivo del dibujo y donde el misterio se torna artísticamente sugestivo. Partes. La modelo dobla la pierna derecha hacia dentro, pero la izquierda la estira con un arqueo notable en la rodilla que nos descubre su muslo. Si no fuera por los tres gatitos la artista nos descubriría más cosas, porque, en realidad, lo que sugiere la postura es seducción y erotismo; o dicho de modo directo, unas piernas responsablemente abiertas. Sin embargo, es extraño que un dibujo (de inspiración fotográfica y coloración informática) compuesto con tantísima excitación, eluda dos de los conceptos más sensuales del cuerpo: las ingles y las caderas; o tal vez no lo sea tanto. Los gatitos y el disimulo contribuyen al misterio. Porque tan cierto es que el dibujo es erótico como que el carácter es infantil y, por tanto, como la Lolita de Nabokov, doblemente erótico. Y por eso no es juventud lo que nos sugiere la artista, sino candidez e inocencia fácilmente corruptibles. Si se trata de intención –del gastado simbolismo- la obra es casi perfecta: voluptuosidad prohibida, divinidad inalcanzable, todo cuanto se desea y todo cuanto no se debe.
Y destacable casi por encima de todo –y por ello el punto y aparte- es el tratamiento del color. Si recurrimos a otras obras de la artista –destacable la serie “Armas de mujer”-, todas ellas con aroma a pastel de queso, encontramos una armonía inquebrantable en la escala de colores, a saber: negro, rojo y blanco. Colores tan fríos e impersonales como pasionales y atractivos. Con ello la atmosfera de la obra acude a la esencia de la frivolidad y del ensueño, de la fantasía. Si, por añadidura, se dice que los personajes son en su totalidad femeninos, la heroicidad lésbica, ergo, la personalidad, el carácter y la originalidad, son terriblemente sinceros.
Es, por tanto, una obra entrañable, veraz e intrínseca. Una obra generalmente erótica, individual e individualista, con efluvios de arte clásico extraordinariamente bien contrapuntados con el estilo, el mensaje y el contenido, pero no tanto con el continente, es decir, con la forma, peligrosamente cercana a la frialdad del dibujo japonés. Sería un error tratar tan diestramente la sensualidad y perderla por la arrogancia del trazo. Fluidez, descaro y desinhibición. Porque el arte es lo más cercano que existe a la verdad. Y este en particular –desde luego el nuevo impuesto de Huxley no debería acercársele- posee todas las cualidades para contar, aunque sea en susurro, un secreto matemático, una verdad que, como todas, son fácilmente corruptibles.
Marta Von Gore va en camino sin duda de convertirse en algo mas que una gran ilustradora -que eso ya lo es-. Es difílcil, aludiendo un poco a lo que decía Huxley, el problema no son los artistas malos, el problema es que buenos hay muchos y digo desde el conocimiento que el mundo del arte -entre otros- está prostituído y solo consiguen subir los hijos de, amigos de, chupadores de, por eso digo que es difícil, pero teniendo el talento tan de base, verás tu que dentro de unos años vemos las ilustraciones de Marta en alguna tienda de cómics. Yo desde luego le compraría alguna para colgar en mi casa.
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