Añicos, tórax, tez, ciempiés, paraguas, virus, accésit, exequias o pertrechos son palabras que solo existen en un único número, el plural o el singular. Y esto ocurre en todas las lenguas, en todos lo países, sea este monolingüe, bilingüe o trilingüe. Porque, aunque exista una profunda necesidad de privatizar las lenguas, de cuidarlas, de (mal)tratarlas casi con cariño, lo cierto es que se las enferma irremediablemente. Es aquí donde aparece uno de los grandes desarrollos del siglo pasado: el humor negro. Las lenguas enferman porque sus hablantes enferman; los hablantes enferman porque no tienen pajolera idea de reproducir un uso correcto de su principal medio de comunicación y, evidentemente, de su bien más preciado (aquí se alistan la razón, la moral, el sentimiento, el estado); y que todo esto ocurra sucesivamente produce una de las mejores comedias humanas.
Aquí, por ejemplo, en Barcelona, en los principales núcleos del transporte, ya sean aeropuertos, estaciones, paradas, ya sea donde la política quiera que sea, ya sea donde los
turistas vayan, existe la perniciosa y culta manía de traducir todos los paneles informativos a los tres idiomas elementales –llamémoslos así, qué más da...- que son, a saber, catalán, castellano e inglés: en catalán por estar en un país llamado Catalunya, castellano por pertenecer a un estado –España- que antes hubo centralizado sus máximos poderes en Castilla –el Reinado-, y el inglés porque es, como se dice vulgarmente, el idioma universal de la globalización social y económica. Aparentemente es lógico. Digo aparentemente porque, si cogemos una estadística de, por ejemplo, la procedencia de los viajeros turísticos hospedados en hoteles catalanes, los ingleses no aparecen hasta la novena fila y los estadounidenses, hasta la decimoquinta. De hecho, si obedeciéramos a esta estadística –publicada por el IDESCAT- la lengua que debería compartir paneles con el catalán y castellano sería el alemán o, en su defecto, el neerlandés y el francés (todos ellos idiomas oficiales en Bélgica, nuestros segundos máximos visitantes).
Pero no sería correcto dejar fuera el inglés. Elevado a la cumbre del idioma universal, alabado por la economía, por la política industrial decimonónica, engrandecido por la desparpajada globalización social, se encumbró durante la segunda mitad del siglo veinte y ha sitiado su mandato como el lenguaje del dinero y de la comunicación universal hasta nuestros oscuros días, fue y es la palabra de la música moderna. Pero donde más poder posee la lengua es en su literatura; es, pues, la lengua de Shakespeare, la lengua de Poe, la lengua de Keats, la lengua de Woolf, la lengua de Elliot, la de Dickens, la de Wilde, la de Byron, la de Hemingway, la no-lengua de Nabokov; los poetas, los dramaturgos, los escritores son quienes potencian desde la raíz la lengua y, por tanto, la comunicación, el pensamiento, el desarrollo social.
El caso es, sin embargo, que a veces la literatura no anda por el medio. Volvamos a los aeropuertos de Barcelona, a sus estaciones de tren: Vestíbulo, brinda un cartel para que, justo debajo, brille con la misma intensidad la palabra Vestíbul en cuyo margen inferior, a su vez, finaliza el escrito Hall; justo a su izquierda, en un panel estrictamente separado por una raya vertical blanca, se lee: Autobús, abajo, Autobús, en catalán, y abajo, Bus, en aparente inglés; pero más a la izquierda: Taxi, en la lengua de Cervantes, Taxi, en la de Ramon Llull, y Taxi, en la versión shakesperiana. ¿Por qué esta innecesaria aclaración? Por la corrección política y el punitivo gestor lingüístico. Si los escritores forman (como la forman) la lengua que hablan los ciudadanos, me parece que ya es mucho el tiempo que resta huérfana la literatura.
Aquí, por ejemplo, en Barcelona, en los principales núcleos del transporte, ya sean aeropuertos, estaciones, paradas, ya sea donde la política quiera que sea, ya sea donde los
turistas vayan, existe la perniciosa y culta manía de traducir todos los paneles informativos a los tres idiomas elementales –llamémoslos así, qué más da...- que son, a saber, catalán, castellano e inglés: en catalán por estar en un país llamado Catalunya, castellano por pertenecer a un estado –España- que antes hubo centralizado sus máximos poderes en Castilla –el Reinado-, y el inglés porque es, como se dice vulgarmente, el idioma universal de la globalización social y económica. Aparentemente es lógico. Digo aparentemente porque, si cogemos una estadística de, por ejemplo, la procedencia de los viajeros turísticos hospedados en hoteles catalanes, los ingleses no aparecen hasta la novena fila y los estadounidenses, hasta la decimoquinta. De hecho, si obedeciéramos a esta estadística –publicada por el IDESCAT- la lengua que debería compartir paneles con el catalán y castellano sería el alemán o, en su defecto, el neerlandés y el francés (todos ellos idiomas oficiales en Bélgica, nuestros segundos máximos visitantes).
Pero no sería correcto dejar fuera el inglés. Elevado a la cumbre del idioma universal, alabado por la economía, por la política industrial decimonónica, engrandecido por la desparpajada globalización social, se encumbró durante la segunda mitad del siglo veinte y ha sitiado su mandato como el lenguaje del dinero y de la comunicación universal hasta nuestros oscuros días, fue y es la palabra de la música moderna. Pero donde más poder posee la lengua es en su literatura; es, pues, la lengua de Shakespeare, la lengua de Poe, la lengua de Keats, la lengua de Woolf, la lengua de Elliot, la de Dickens, la de Wilde, la de Byron, la de Hemingway, la no-lengua de Nabokov; los poetas, los dramaturgos, los escritores son quienes potencian desde la raíz la lengua y, por tanto, la comunicación, el pensamiento, el desarrollo social.
El caso es, sin embargo, que a veces la literatura no anda por el medio. Volvamos a los aeropuertos de Barcelona, a sus estaciones de tren: Vestíbulo, brinda un cartel para que, justo debajo, brille con la misma intensidad la palabra Vestíbul en cuyo margen inferior, a su vez, finaliza el escrito Hall; justo a su izquierda, en un panel estrictamente separado por una raya vertical blanca, se lee: Autobús, abajo, Autobús, en catalán, y abajo, Bus, en aparente inglés; pero más a la izquierda: Taxi, en la lengua de Cervantes, Taxi, en la de Ramon Llull, y Taxi, en la versión shakesperiana. ¿Por qué esta innecesaria aclaración? Por la corrección política y el punitivo gestor lingüístico. Si los escritores forman (como la forman) la lengua que hablan los ciudadanos, me parece que ya es mucho el tiempo que resta huérfana la literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario