28 de febrero de 2012

Si mi biblioteca ardiera esta noche

Huxley escribió en 1933 el artículo que da nombre al presente. Sin embargo, prometo que lo último que deseo es que mis libros, como le ocurrió a Huxley quince años después en Los Ángeles, sean pasto de las llamas.
Si mi biblioteca ardiera esta noche sufriría un ataque de pánico o, más probablemente, un derrame cerebral derivado a apoplejía. Yo, por ejemplo, no soy un gran bibliófilo; sí es cierto que, entre los anaqueles de mi sección de la Segunda Guerra, se encuentran unas primeras ediciones de la revista literaria Vida Nueva, declaradamente antifascista o, muy cerca de ella, en estrategias, la colección completa del Manual del ajedrez de 1902, y por eso mismo ninguna de las dos posee mayor valor que cualquier otro libro allí igualmente posado. Lo destacable es enteramente la literatura.  Nada más.
Como los libros son parte fundamental de la existencia –hablo en primera persona, desgraciadamente- en cuanto detectara que mi biblioteca ha sido incendiada, siempre tras reposar la apoplejía y llorar sutilmente -con lágrimas literarias- el terror de haber perdido litros de sangre y parte de la epidermis, me apresuraría a restablecer su médula espinal con aquellos indispensables, impersonalmente incunables, e imprescindibles títulos que han fijado a lo largo de los siglos el término que genéricamente conocemos por literatura.
Seguiré el devenir del artículo de Huxley para evitar cuantos intersticios parafrásticos surjan en el transcurso del nuevo modelo. Añadiré, no obstante, y evidentemente reemplazando los autores ineludibles, dos paradigmas que el anarquista inglés soslayó tal vez por omisión voluntaria, tal vez por desprecio directo: la organización en la biblioteca y la primacía de la ficción.
En primer lugar, ¿cómo ordenamos correctamente una biblioteca? Desde luego este apartado puede carrear infinidad de divisiones. Lo principal a considerar es su dimensión. Una biblioteca de quinientos ejemplares no merece el mismo trato que una de cinco mil.  Ni mejor, ni peor, sino distinto. De hecho, soy partidario de las bibliotecas de quinientos ejemplares frente a las contenedoras de cinco mil. En cualquier caso: una biblioteca de entre quinientos y tres mil títulos será dividida por géneros: ficción, poesía, dramaturgia y filosofía. Es importante mantener estantes para arte, historia y ciencias. Cada sección será divida por siglos (X-XV, XVI-XVII, XIX, XX); por orden alfabético; por tamaño; añadiendo –si existe- la biografía del autor  al término de cada secuencia. Hay dos grandes pilares huérfanos, a saber: los libros del siglo XXI y los libros absolutamente despreciables que de momento no añadiremos a nuestra biblioteca.
Pero ahora ocurre el siniestro. La biblioteca se muda al Hades y las llamas avanzan cual inquisiciones y holocaustos por la tinta, en cada verso, en cada párrafo, por la sangre de la idea, y todo se reduce a polvo espantado, (qué endiabladamente poético…). Es hora de resucitar, de nutrir, de reconstruir nuestra parte necesaria de biblioteca, la parte de nosotros mismos necesaria.
Del verso me apoderaría de Homero, por su Ilíada y Odisea, por su imaginaria, por la gran delineación de la literatura occidental que produjo su verso, porque debió ser él y no Virgilio quien guiara a Dante por los infiernos; Dante también estaría; tendría a Shakespeare –bien aferrado-, tal vez por su individualidad, dramaturgo entre poetas, poeta de poetas, porque es completamente necesario y el personaje más audaz y admirable de la literatura, por su única genialidad; también estaría Quevedo, que es arrogante, porque fluye como agua corrupta, estaría por su envergadura, por su indomabilidad literaria, por su tiempo y su osadía; con Alexander Pope no contaría por su lejanía inglesa (esto le sabría mal a Mary Shelley) y a diferencia de Huxley, que no menta autor alguno de la lengua cervantina, no estaría por la poca atracción de novedad que ejerce sobre el futuro, tiene mal envejecimiento, a diferencia de Cervantes, cada vez más actual y profundo, con quien, por cierto, tampoco contaría; ni con Lope; sí estaría, en cambio, John Milton, que compuso la mejor epopeya literaria, que lo hizo sin rima, alzando el mito del Pecado original a su forma merecida, a su mentira desvelada, estaría por su terrible virtud, por su pasión y por su oscuridad no solo de ojos. De su oscura fe por la poesía acogería a Blake. Para elegir entre los poetas del XIX debo dirigirme irremediablemente a Francia, cuna no solo del genio sino también de la historia: en la nueva librería estaría Baudelaire, probablemente laureado en el estante más alcanzable, estaría por hacer de la estética un contenido profundo, por generar un nuevo continente, lleno de mujeres, oscuridad y vanidad, por descifrar el mal y por trazar los versos, no solo más bellos, sino más veraces del poema moderno; estaría Rimbaud, por su juventud y su inimitable rebeldía, por su narcisismo y sarcasmo determinantemente líricos; ergo, Verlaine también figuraría, conservador y altivo, por su elegancia, porque quiso enloquecer en una mente sobriamente romántica, enfermamente lógica, por creer en una idea y por darle cuerpo y palabra; no estaría Mallarmé, por su énea opulencia (aunque rezaría para que estuviera cuanto antes); pero sí se encontraría, bien o mal, normalmente mal, el Conde de Lautréamont, por sus Cantos, aunque fuera una concesión más subjetiva y admirativa que merecida. Por descarte, de l’Isle-Adam y Gautier quedarían fuera. Estaría Emily Dickinson por qué representa y por cómo interpreta. Y al considerar el epistolario y su dramaturgia en verso brillaría en un lugar privilegiado Wilde. Entrando al siglo veinte, aparecería el mejor escritor en lengua española –si Quevedo hace el favor- cuya poesía transgrede géneros, Federico García Lorca, por su inmensa sinceridad, por aquella debilidad indestructible, por su certeza, por su levitación, por su desaforada sociabilidad, por su soledad, por creer en todo sin fiarse de nada; tendría a Aleixandre pero no a Alberti; estaría Fernando Pessoa, que es tan único como plural, tan fetén como paralelamente real; y T.S. Eliot.
El primer punto que Huxley eludió, decía, era la organización bibliotecaria; en segundo lugar, la primacía de la ficción. Y ahora se acerca la lista de los escritores, es decir, prosistas, novelistas que adquiriría inmediatamente tras el incendio. ¿Por qué prima la narrativa –la ficción- frente a la, por ejemplo, dramaturgia, poesía o ensayo? Que la mayor destreza del escritor está en la poesía es un hecho ineludible. Pero, ¿qué es poesía? (Bécquer, desde luego, está en el estante de los libros perdidos, junto a los del XXI). Poesía es la manifestación de la belleza o del sentimiento estético, sea verso o prosa. Generalmente la poesía comprende o debería comprender un sentimiento estético y un contenido trascendente.  Así existen diversos modelos poéticos que prevalecen contenido u otros que anteponen el continente. El parnasianismo, por ejemplo, <el arte por el arte>, preconizaban la belleza frente al sentimiento del romanticismo. Tampoco es comparable el ultraísmo con el simbolismo, aunque Borges adorase a Baudelaire; ni Bukowski con Víctor Hugo. Generalmente la poesía trasciende un elemento social, un objeto individual, y un atributo infinito y estéticamente notable. El poema es un encomio y un insulto, una elegía y un canto a la vida; el poema es para putas y princesas, para príncipes y verdugos y puteros; pero en todos los casos el poema requiere una habilidad casi deliciosa, un dominio del lenguaje inhumano, un pensamiento inhumano, una destreza perfecta y fatal, una capacidad de sacrificio –o de placer- cercano a la divinidad. La poesía es fantasía y hecho, pero, ¿qué ocurre? Que la llegada al público, y no al público meramente social, sino al literario, es mucho más limitada que el de la novela. Y no por el destinatario, sino por el código. La poesía parece verdadera, pero no todas las plumas son lorquianas, y aunque no la mentira sí la ambigüedad y la indecisión surcan los versos del poema: el verso es fácilmente manipulable, muy sensible al ultraje, demasiado expuesto al disimulo. Sin embargo, en la narrativa esto no ocurre. Cincelada con artificios y realidad, la ficción se presenta desnuda. Es vulnerable, sí, pero es sincera. El poema tiene limitaciones –fácilmente eliminables con la estética- que anivelan su trabajo: métrica, rima, ritmo. Pero la novela merece un esfuerzo de compositor: pulsación, contrapunto, ritmo, tensión, variedad gramatical, creación, perfección y todo en una estructura de tamaño colosal. La ficción es un tramado de verdades y mentiras cuyo objeto es el mensaje y el desarrollo del mensaje. Cuando cae en tus manos una novela no cae en tus manos una novela, sino una vida y, lo más importante, el desarrollo de una vida. He aquí el motivo culto de la lectura. Peca de amaneramiento, pero una novela es un edifico residencial –sea en el barrio de Bellvitge o en el centro de l’Eixample- que da cobijo a sus propietarios, incluso a sus inquilinos, que los protege y, de algún modo, les asegura la existencia, allí comen, se lavan, cocinan y follan. El poema, empero, es la Casa Batlló, o la Sagrada Família, es una estructura extra-natural con fines poco utilitarios: hermosos,  profundos, purgativos, pero no residentes. (El ensayo sería una fábrica industrial). Con esto: no menosprecio la poesía. Bien al contrario escribir un buen poema exige mayor sacrificio y, por tanto, mayor talento que escribir una novela. Pero la importancia está expuesta y, por el presente, se considera más delicado elegir bien ahora a los novelistas de nuestra nueva biblioteca que a los poetas anteriormente juzgados. El poeta cura el alma, pero el novelista da vida.
Huxley reitera en su apartado de novelas que <los grandes novelistas son más grandes que la vida>. De hecho, el mismo periodista ofrece a Tolstoi como primer ocupante del escaño de prosa narrativa. Probablemente, al decir que Tolstoi es más grande que la vida nos quedaríamos cortos. Cumbres como Guerra y Paz o Anna Karénina son tan magnánimas como el mismo universo, no son vidas sino historia, y el peligro a que eclipsen –por un sentido puramente físico, de espacio, no literario ni cualitativo- al resto de necesidades novelesca es alto. Por tanto, y solo de momento, mantendremos a Tolstoi al margen de nuestra nueva alineación de libros. Siguiendo la tendencia primera rusa propuesta por el inglés, diremos que sí estará ineludiblemente en el nuevo anaquel Dostoievski, que es un escritor de peso, cuyos editores le obligaban a alargar sus libros porque le pagaban a peso de hoja, pero que supo como nadie extenderse y analizar la psicología humana de la sociedad rusa del siglo diecinueve, además estará por ser testigo de la pobreza del alma y por atestiguar rasgos de la más bella virtud. También Chejov, que no solo contribuyó a la modernización de la prosa, sino que llenó la segunda mitad del nuevo tiempo de preguntas que nunca nadie antes se había hecho. Su trabajo en el relato corto fue extraordinariamente prolífico. Tampoco puede faltar, y aquí sí se sublima su capacidad magistral para el relato corto, la narrativa de Edgar Allan Poe, investigador de la mente, tramitador de los miedos en la psique, razonador de los dilemas internos, del terror unipersonal, el primero que trató de vivir de su sola pluma, la pura vocación de escritor. Su novela Arthur Gordon Pym, excesivamente infravalorada, y su trilogía detectivesca –impagable- acuñaron el misterio y la ambición del hombre contemporáneo. Muy cerca de La carta Robada, aunque por motivos harto distintos, estaría el gran francés Honoré de Balzac. La contribución de su Comedia humana, con noventa y cinco obras conclusas, ochenta y cinco de las cuales son novelas, conectadas y relacionadas todas entre sí, puede catalogarse del trabajo de erudición social y literaria mayor de la literatura universal. Hombre no solo ambicioso, sino insaciable, embaucador, atrevido, grotesco, quiso trabajar cuantas disciplinas se le presentaran, no en vano afirmó <mi obra hará la competencia al Registro Civil>. Dickens es el artífice de los personajes más entrañables, pero por lo pronto no aparecería.
Si Dostoievski nos pasea por las calles del frío, Chejov nos conduce a la tradicionalidad, Poe nos induce al terror, a la perturbación y al análisis propio, Balzac nos cuenta con un exceso de pedantería cómo fue la Francia desde la Restauración Borbónica hasta la Monarquía de Julio, retratando a una sociedad tan dispar como trascendentalmente universal. No estaría Émile Zola. Evidentemente, sí tendríamos la Santísima Trinidad del modernismo del siglo veinte: Proust, Joyce y Woolf. Proust estaría por haber hecho lo mismo que Balzac pero con la conciencia del individuo, por hallar el tiempo perdido, por lucir una prosa inquebrantable, por ser empedernidamente <onanista> (Huxley), llevando la intimidad al rincón más privado de la mente, por sus tremendas estructuras gramaticales, cuyo detallismo, cuya perfección ningún otro novelista, poeta o filósofo ha logrado siquiera acercarse. Joyce, que se adora a sí mismo, es el pilar de la flor de la trinidad, la trinitaria de la prosa modernista y moderna. Woolf es la mejor, acaso la más delicada, la más vocacional, la circunspecta, la complicada, incluso más soñadora, por ello y la dinámica de la tinta sí figuraría en el estante novelesco con credenciales y poder de veto.
Para no convertir la trinidad en una orgía he evitado añadir en el grupo a Faulkner, que si bien es cierto su herencia modernista es inmediata, también lo es que por su Mientras agonizo y Luz de agosto debería estar presente; es complicado, enrevesado y, sobre todo, certero. Quedaría fuera Steinbeck. Y también Mark Twain. Tengo un aprecio especial, un amor incondicional, una admiración profunda por sus personajes, por su transcurso narrativo y, sobre todo, por sus escenarios; es dulce y melancólico, incongruente y frágil, vulnerable y violento; Kafka estaría indiscutiblemente en los más altos peldaños de la biblioteca. De igual modo el varonil y sensible Hemingway, autor de la segunda novela más impresionante del veinte: For whom the bells toll. Experiencia, vigor, de irreverente carácter francés, verdadero y rudo, con la pluma más ágil. Estaría Camus, por su diáfana evidencia. Y el más ingenioso de todos, el contradictor y el conciliador, el de la condición y el arte, el del conocimiento y la música: Thomas Mann, autor de la novela más destacable, La montaña mágica, el contrapuntista más elegante, el conservador directo, el escritor cuyo franco estilo embelesa en cualquier parte, sea Venecia o Leipzig. Semejante jugador de palabras, un poeta de la prosa, un ruso americano francófono, cuyo mejor adjetivo –por mucho que lo deteste- es genial, Vladimir Nabokov formaría parte de la titularidad de nuestra particular literatura.
Mann, Kafka, Nabokov y Woolf.
Con cuatro propios muy breves, mentaré a Mahfuz, Cortázar, Cela y Borges que, por motivos harto evidentes, tiempo y espacio, se quedarán esta vez fuera de la biblioteca. Recuerdo que establecemos un kit de primera necesidad –el quid-, un equipo de los mejores, sí, pero escueto.
En fin, el ensayo. La filosofía. Aquí simplemente quiero destacar la necesidad de contar con el pilar del pensamiento, Platón, por su (más que eficacia) voluntad y tesón por defender la idea; a David Hume, ebrio del pensamiento, un inútil soñador que bien merecería hallarse en el poema, pero muy importante para el desarrollo del género humano; Nietzsche, el más delicioso de los humanos y Freud, la persona más normal del mundo, sin ambages, que estaba en lo cierto en todo cuanto exponía, porque la obsesión se adviene en la más frecuente de nuestra realidad. También a Sartre.
Y así posarían todos en la nueva biblioteca. Porque la literatura es más grande que la vida, más grande que la vida y el sueño juntos: unas ansias inconscientes de adquirir la única conciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario