29 de julio de 2011

Teoría del azar

¿Qué perversa relación existe entre el azar y la lógica? Objeto de dichos y tabúes, el azar se ha puesto frecuentemente la máscara de la mala suerte, la de la desgracia y la de la buenaventura. ¿Pero cuáles son los verdaderos lazos que unen la concepción de semejante idea? ¿Quién se ha atrevido a achacar la mala suerte a un factor tan lógico como el azar? La suerte es un encadenamiento de sucesos, considerado casual o fortuito. Así tenemos la buena y la mala suerte. El azar, en cambio, es un caso fortuito, una casualidad. Singular y plural. Sin embargo, lo que nadie se ha detenido a pensar es que el azar va más allá de una simple y singular casualidad. Posee cierta lógica tras sus letras, en su pre, en su embrión etimológico. El  azar (luego, la mala suerte) es un factor absolutamente dependiente de nosotros. Es obligatorio disponer y organizar la situación precedente a la ocurrencia del azar para impedir que dé rienda suelta a su albedrío libre y uno. Y, por ello, convertir la mala suerte en un castigo ajeno a nosotros, es un acto terriblemente punible, entorpecedor e hipócrita.

Voy a escribir lo que quiero escribir. Seré claro y breve. Una ejemplificación:
La calle de los Semáforos es un estrecho paseo. Aun así, se la denomina calle. No contiene curvas, es toda una larga recta. A cada veinte pasos, una vía todavía más estrecha la cruza perpendicularmente. Deben de haber unas ochenta, más o menos. Semáforos, pasos de peatones acebrados y un pitido infinito para la invidencia custodian cada cruce y velan por la seguridad vial de coches y ciudadanos que, a raudales, transitan por doquier hasta las seis de la tarde, hora en que la calle resta desierta. El doctor Twain –odontólogo de prestigioso nombre- tiene una consulta en el último edificio de la calle de los Semáforos. Es un odontólogo de los de fina mano y grácil humor, de los que te miran con una sonrisa brillante cuando les suplicas: “no me lo metas muy adentro”, y te dicen que tranquilo, que no te va a doler. La consulta del doctor Twain cierra a las siete de la tarde –hora inglesa. Y, nunca puntual, pasa la doble llave y se dirige sin detenimiento a su casa, localizada en el último edificio de la parte contraria de la calle de los Semáforos.
Ahora empieza el azar.
“¿Por qué cuando tengo prisa, todos los semáforos están en rojo?” –se pregunta el apresurado doctor. Igualmente, tiene la sensación que cuando, con la cena hecha en casa y un calorcito primaveral le invade el cuerpo y el aire, con olor a amapola y petunias, colgantes enteras de las macetas de hierro de las terrazas vecinas, va más deprisa y llega antes; piensa que todos los semáforos están en verde, color de la esperanza, y que el trabajo bien hecho durante el día le ha recompensado: caprichos del Karma… ¡Pero mal, muy, muy mal!
¿Por qué mal? Porque no se trata del destino, no son los beneficios del Karma. Tampoco sirve eso de que cuando se está contento el tiempo pasa más deprisa y viceversa. No. Se trata, en ambos casos,  de una absoluta negligencia. El doctor Twain, tan dado a las bromitas filantrópicas, comete el error de no organizar bien el tiempo cuando cierra su consulta. A saber: cada uno de los ochenta semáforos predispuestos en las vías perpendiculares tienen un tiempo de duración. Si el doctor Twain estudiara el tiempo que tardan en cambiar, y supiera las oscilaciones diarias de los semáforos (ayer, los semáforos impares se pusieron verdes a las 19.06, cada uno de ellos tarda 30 segundos en cambiar, y los pares cambian a las 19.07; hoy lo harán veinte segundos más tarde, con la misma duración individual), si hiciera esto, decía, el doctor sabría que lunes martes y viernes debería cerrar la oficina a las 19.04 y que el  miércoles y jueves lo debería hacer a las 19.03.
Así todo encaja: él no es puntual –por lo que no debe cerrar a las siete en punto de la tarde-, tampoco habrá acumulación de peatones que le retrasen porque la calle -a partir de las seis en punto de la tarde, queda desierta. Si el doctor Twain mantuviera este orden, seguro avanzaría cada día con la máxima rapidez posible. No es necesario nombrar que jamás encontrará todos los semáforos en verde, pero sí poseería el suficiente conocimiento como para elegir la opción más rápida.
Pero claro: es demasiado complicado… Aun así, el doctor Twain lo hizo.
Quien le iba a decir, pobre desgraciado, que un ebrio conductor se iba a saltar el pasado martes, a ochenta kilómetros por hora, el semáforo en rojo de la última vía antes de llegar a su casa. ¡Ay, qué perversa puede ser la lógica! Qué mala lógica tuvo el pobre doctor Twain…
 El hecho ocurrió a las ocho en sombra de la tarde.

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