¡Cómo lamió Lolita el falo de Humbert-Humbert! Tan blanca, tan niña…
Hay que retroceder al 1939 para encontrar el antecedente de Lolita, novela escrita por Vladimir Nabokov en el cincuenta y cinco, y publicada por primera vez en Francia, tapa rosa de erotismo. El hechicero –este es el cuento del treinta y nueve- versa igualmente sobre el amor inhumano que profesa un maduro por una joven nínfula de redonditos senos. La trama se enhebra en el indigno surrealismo del ruso, costosamente atado a la parcialidad del tiempo de difícil seguimiento. Es un cuento de una tarde –o, mejor dicho, de una noche- y el protagonista nunca llega a alcanzar la ambrosía de su infantil Beatriz. Ella crece ante sus ojos, imponente y pequeña, brillantísima y abierta, pero el rechazo férreo que recibe lo condena a una muerte negra y accidental, luminiscente en la luz del faro de un coche. Bien al contrario ocurre en Lolita. Quien más, quien menos ha leído la novela o ha visto la adaptación cinematográfica que elaboró uno de los tres mejores directores de la historia. Stanley Kubrick acomoda la novela a su guisa y ella –la historia- se siente cómoda con él. Esto no significa que no haya pequeños desvíos que solo prende la novela: la absoluta certeza del sexo: un libro siempre será mejor que una película. En Lolita de Nabokov, la obsesión que atañe a Humbert Humbert (nombre recurrente de William Wilson, de Edgar Allan Poe) es infalible e inevitable. Su amor se halla entre el ficticio y la realidad. Lolita es una niña de trece años normal: el pelo ni largo ni corto, ni rubia ni morena, más baja que alta, ni inteligente ni tonta, lista, guarra y bonita. Pero Humbert idealiza su imagen, dotándola de aspectos y virtudes sobrenaturales. Es Annabel Lee, Helena y Alicia. Tiene cuerpo de niña, es infantil, limpia y sucísima. Pero es una diosa. Le gusta mirar por encima de sus cristales de corazón oscuro, mueve ágilmente la lengua por la comisura de sus labios afiladitos y tiene los pezones puntiagudos. Sueña y canta como ángel desnuda que se toca.
La escena del motel, en que Humbert Humbert pide un catre para dormir lejos de la tentación, contiene los ideales básicos del amor. ¡Qué alegría cuando ella, tan lívida, tan serpentina, arquea la boca, extrae la puntita de la lengua y entorna sus pestañas sobre los párpados diamantinos! Ella lo posee. Y no al revés. Porque Lolita chupa el plumín de la pluma que escribe la voz poética de la historia del amor. No hay pederastia. Hay locura, crítica, retrato y magia. Lolita es la crueldad de una vida social y normalizada.
Lolita no es una niña. Es experiencia, una nínfula de ensueño que vuela con alas de mariposa rusa. Y, además, un llamamiento a la maestría literaria. Este es el sexo que lamió su lengua.
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