11 de julio de 2011

El cadáver de Fernando Pessoa


Dicen que la tarde era lisboeta y que el escritor José Reigo llevaba más de cuatro horas esperando la llegada de Pessoa. Cuando al fin se presentó, pidió disculpas por la indisposición del poeta, asegurando que él, Álvaro Campos, acudiría encantado a la cita prevista. Álvaro Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro, el desasosegante Bernardo Soares, son solo un ejemplo de los muchos heterónimos que el poeta lusitano  engendró y maduró a lo largo de su vida. Un heterónimo es un seudónimo. Sin embargo, Pessoa adjudicó un nuevo significado al término, dotando a sus heterónimos de carácter, personalidad, muerte  y, sobre todo, ideal. Poseían vida y experiencia. Firmaban las obras. Nacían con treinta años; desaparecían después durante una década, y reaparecían en la epifanía de una nueva juventud, entre versos y catástrofes: todo un ejercicio de metafísica literaria.
Aseguraba –no él, sino Caeiro, uno de sus insignes heterónimos- que el Tajo es más bello que el río que corre por corre por mi aldea./ Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea./ Porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea. Atado desde su niñez a la dorada Sudáfrica, aprendió inglés y se conmocionó con Shakespeare, Byron, Keats y Edgar Allan Poe. Siempre oscuro y cercano al ocultismo. Dijo que el poeta es un fingidor que finge constantemente, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente. Lúcido y maestro de la palabra; de grandes juegos fingidos y vividos personajes con historia. Fue traductor y adoraba el aguardiente Águila Real, cuya cirrótica magia de 1935 le envió a la tumba.
Cincuenta años después, en Portugal, el arquitecto Lagoa Henriques hubo diseñado un monumento columnario en honor al ortónimo (escritor y creador de heterónimos). La sorpresa surge cuando las autoridades encargadas del traslado del cuerpo se percatan de que el cadáver de Pessoa se halla totalmente incorrupto. Como si durmiera plácidamente. El país luso mantuvo en secreto el suceso. Algunos abogan por el proceso de adipocere (transformación de la grasa del cuerpo en un tipo de cera que mantiene el cuerpo envuelto e incorruptible). Otros recurren a asociaciones de leyenda: relacionan lo ocurrido con el Santo lusitano Fernando Martins, santificado después con el nombre de San Antonio de Padua y nacido el mismo día –ocho siglos antes- que el poeta portugués. Tras la exhumación del Santo, los fieles perplejos se toparon con uno de los primeros casos de incorruptibilidad. Además, Fernando Pessoa se llamaba Fernando António Nogueira Pessoa. Y todo hace pensar en magia y casualidad. Un artículo calificaba este hecho de una última broma metafísica del poeta.
Lo único cierto es que el escritor que pudo argumentar la razón de un banquero que aseguraba profesaba los ideales anarquistas, ha legado una incunable y monumental obra digna de amar. Lejos de cerciorar que su cuerpo se encuentre todavía incorrupto, su obra perdurará con bravía fuerza que fluye río abajo. Porque Pessoa es un fingidor que escribe constantemente, que hasta finge que murió, lo que de él no se llevó la muerte. Desasoseguémonos todos.

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