En la Rambla de Badalona es muy popular una edificación que, en el mismo paseo con Sant Jaume, se alza con un estridente amarillo fosforito en la fachada. Conozco a gente que siempre que pasa por delante se detiene y frunce el ceño. “¿Por qué diablos estará pintada esta casa de fosforito?” Se lo interrogan en voz alta, baja, con indignación o risa. Pues bien: yo, ahora, puedo decir que lo sé. Bien: saber no es exactamente el verbo, pues la historia me fue contada por un irrisorio ebrio de noche larga. Me lo explicó fervorosamente, en el Paseo Marítimo, es decir, justo delante de la Rambla y en el mismísimo frente del edificio en cuestión. La gente, por la noche, ya no habla de literatura y sueños. ¡Ahora se la inventa y los conforma! El caso es que en la casa amarilla de la Rambla reside una pareja masculina de deficientes mentales. Oligofrénicos es, probablemente, un término más hermoso. Pero dejémoslo en retrasados mentales. Por lo visto –según la voz del ebrio- existe una necesidad y relación básicas entre la práctica del ejercicio físico y la desenvoltura y lucidez mental. (Esto, como mínimo, se lo ha oído a un psicólogo). Así, aprovechan que su residencia se halla a escasos metros de la arena de la playa para salir a caminar cada tarde unos cuantos kilómetros a la orilla del mar. Una vez -he aquí el problema- los retrasados mentales se untaron de crema espesa la cara y la espalda y se armaron un triste bañador rosa floral. Iniciaron el recorrido dirección Barcelona: pasaron por la representativa tritorre de Sant Adrià, cruzaron la playa Marina y llegaron a la Barceloneta. El sol se empezaba a poner. Y decidieron dar media vuelta. Los dos retrasados aparecieron al día siguiente en la playa de Mataró. ¿Por qué diablos…? Pues porque no supieron distinguir su casa. La arena es arena en todas partes, y tiene el mismo tacto a la planta de los pies; es un uniforme y monocolor. Los retrasados mentales pasaron por delante de su casa una vez tras otra, pero no supieron que era allí dónde vivían. Y caminaron hasta el amanecer. ¿Solución? “Pintémosles la casa de un color fácilmente reconocible: amarillo fosforito, de modo que, desde la playa o desde el Aeropuerto del Prat, puedan distinguirla sin problemas.” Y, por ello, un edificio de grandes dimensiones se alza en el centro de la Rambla con tan espantoso color.
Que el color elegido fuera el fosforito va más allá de la fluorescencia icónica y la atención que produce el color amarillo. Existe una gran relación entre los colores y, por ejemplo, el estado de ánimo de las personas. (Esto vuelve a ser cosa de psicólogos…). Curiosamente, el amarillo se acostumbra a anexar a la alegría, a la fuerza muscular, a la inteligencia. Es todo simbolismo: el verde es esperanza; el rojo, pasión; el mar es azul y el cielo, también, y significa profundidad y tranquilidad. Etcétera. Vivimos envueltos de simbología y reducción. Somos una sociedad asociativa y minimizada: nos gusta ver muchos € y $ en nuestra cartilla bancaria; medimos la temperatura a través de ºC y ºF; la tempestades son lilas; con el ámbar no sabemos si parar o acelerar; y si creamos arte no podemos olvidar la ®. El color amarillo en el teatro es pájaro de mal agüero porque Molière murió representando a Argan, el Enfermo imaginario, su última obra. Y, precisamente, iba vestido de amarillo. El azulgrana es el color de los campeones. Y el negro representa la noche y la muerte.
Parecen pequeñas cosas, pero son importantes. Cuando Coca-Cola cambió su color rojo por el verde arlequín, se produjo una debacle económica indescriptible. Por desgracia, rectificaron a tiempo. Corregir es de sabios, dicen… Al menos, Coca-Cola no esconde sus imperiosas voluntades colonialistas y dictatoriales. A mí se me ocurre que si la SGAE se aplicara el cuento, si fuera sincera y sabia, también rectificaría. Debería cambiar el orden de sus siglas. SGEA: Sociedad General de Edificios Amarillos. Seguirían robando, pero al menos lo harían en su propia casa.
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