24 de julio de 2012

En la cama con Rosalía de Castro




Por suerte, parte de mi familia –por parte de mi pareja- es galega. Hoyhace, precisamente, una semana y dos días que aterricé con un avión lleno de Vueling en Barcelona tras pasar unos días en Santiago y otros días en A Mariña; precisamente. No digo que no sea una estupidez decir precisamente, de preciso, de exacto, de matemático, para escribir inmediatamente después una semana y dos días. ¿Qué tiene de especial, de efeméride, una semana y dos días?, ¿qué tiene de extraordinario la exactitud de nueve días?: si fueran ocho y medio… Pero es que es muy difícil olvidar aquellos pletóricos, preciosos días de gris y azul, de lluvia, de fríos marineros y entonados. Es muy difícil olvidar la lengua galega, su voz, sus formas, el color; olvidar a Castelao, a Cunqueiro, a Pereiro, a la gente que baja –y bajamos- al campo del concierto a celebrar la sesión vermú –con vino blanco, o estrella- entre Lieiro y A Venta; olvidar los chismes, la estética del verde mezclado con el violento cantábrico, los secretos, sus caminos, sus carreteras... Muy difícil. Y más considerando el calor terriblemente insoportable que hace aquí, en Barcelona; y los incendios de allá, del Empordà; y la humareda que se vio ayer, en Barcelona, de los incendios del Empordà.
Por las noches –que es cuando meteorológicamente más se sufre el calor- todavía pienso en la casa de Rosalía de Castro. Rosalía vivió allí junto a Murguía, uno de los padres de las letras galegas o, lo que es lo mismo, del Rexurdimiento, tras la consumación de su matrimonio. Fui allí. Y hay varias estancias: abajo, por ejemplo, donde estaban las cuadras, hay una exposición antropológica de la segunda mitad del siglo diecinueve que, por las diversas donaciones que ha recibido la fundación, es medianamente interesante; arriba, las alcobas restauradas de Rosalía y Murguía. Justo contiguo al dormitorio matrimonial, donde hay una cama inmensa con una cruz inmensa en el cabezal, raro en Rosalía, o no tanto, por aquello de que es hija de cura, está el estudio de Manuel Murguía. Al fondo hay una pequeña biblioteca. Los estantes, claro, están llenos de libros de anticuario, pero no originales. Su escritorio de roble, sin embargo, en frente de la librería y delante del ventanal, y la silla donde se sentaba para escribir –porque él también era escritor: caso extraño de la literatura, que él esté debajo de ella-, sí son los verdaderos. Hay una cinta que rodea la silla para prevenir los sacrilegios. Cuando te detienes ante la mesa, no dejas de pensar en cuántas veces se habrá apoyado en ella Rosalía para espiar algún texto de su marido, para corregirlo, o para componer alguno de sus versos históricos o novelas perfectas, siempre a hurtadillas, aunque fuera de dominio público su indomable superioridad. Me acerqué un poco más al escritorio para tocarlo (allí, en aquella esquina superior izquierda, tal vez habría ella apoyado el codo) y, justo cuando alargaba la mano –fetiche, espía…-, me vi obligado a detenerme: hecha, probablemente a piedra o mechero, en el santo centro de la mesa, una rayada con un nombre: SKA-P. Yo me escandalicé. Mi pareja se escandalizó. ¡Qué gusto del mal, qué mal gusto del gusto! ¿A qué pobre diablo habían obligado a estar allí? ¿Qué pobre desgraciado tuvo la falta irredimible de acercarse a la mesa, tocarla, escribirla y eludir u olvidar la ínfima pero factible posibilidad de que un codo de Rosalía se hubiera apoyado en esa misma esquina? Compramos unos libros en recepción y seguimos la ruta coruñesa.
¿Seis, siete minutos en coche? El caso: Iria Flavia linda con Padrón, que es donde está la casa de Rosalía. Es el pueblo donde nació Cela. Iria Flavia, no Padrón. Con un edificio aristocrático a su izquierda, un cementerio y una iglesia a su derecha, y una avenida -que es la carretera- que corta ambos polos por la mitad como haría Pascual Duarte con una pierna humana, se presenta Iria Flavia, y nada más, porque no hay nada más. La avenida, por cierto, se llama Avenida del Marqués Camilo José Cela. El edificio aristocrático es la Fundación Don Camilo José Cela, cuya entraba cuesta ocho euros frente a los dos de Rosalía. Confieso que me apetecía ver la colección de todos sus libros, en todas sus ediciones, de todas sus traducciones que Cela tenía guardada en su casa, o el manuscrito, por ejemplo, de la Colmena o de Viaje a la Alcarria, pero fuimos directamente a la iglesia; husmeamos su nuestro extraño culto, sus vírgenes, el sagrado corazón, la de los dolores; salimos y pisamos, porque están justo en la puerta, los sepulcros de dos capellanes, de dos niñas de 8 y 13 años, como explícitamente dictan las placas conmemorativas –“aquí se halla en eterno reposo…”- y las de un joven de 19; cruzamos, que estaban un poquito más adelante, una hilera de sarcófagos abiertos, y finalmente nos adentramos en el cementerio moderno. Bajo el tercer olivo estaba la tumba de Cela, una lápida muy sobria, con una sola flor marchita sobre la piedra, y ligeramente olvidada… Mi suegro, un hombre admirable y encantador, es decir, muy discreto, la encontró el primero y se subió a ella para leer tácitamente el segundo apellido del Nobel. Me explicó entonces la displicencia que siempre le produjo Cela, su mala educación, su despotismo, su pesadez… Ciertamente he oído a mucha gente que, no solo no gustándoles su modo de escribir, manifiestan su asco por la figura de Cela. La gente tiene por él la misma estima que se profesa ahora por los políticos. Y, pensando en la analogía, recordé la militancia de Cela en el Senado de España entre 1976 y 1979. Aunque fuera porque el Rey Juan Carlos I lo propusiera para corregir el texto de la Constitución –lingüísticamente hablando-, Cela, como dijo en su Yo, senador, no se calló las pocas ideas sólidas que tenía (como dijo); y fue en el Senado donde dejó el célebre “no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo” o sus más que célebres flatulencias.
El caso es que en la última actualización de los periódicos de esta tarde, en la sección política, se ha publicado la fotografía de una de las mesas del congreso que ha hecho con su móvil Toni Cantó, pésimo exactor y actual diputado de UpyD. En el santo centro de una de ellas, una esvástica está tallada con el mismo relieve que el SKA-P del escritorio de Murguía. Al terminar, las ideas han eyectado en mi cerebro: Rosalía, casa, Galicia, escritorio, mesa, cementerio, grabados, rayada, sacrilegios política… ¡Cela!
En realidad, me aflige que Cela no cultivara su lengua. Porque, como dijo Castelao: non esquezamos que se aínda somos galegos é por obra e graza do idioma. Gracia de  Rosalía, idioma de Rosalía. Y así la pensarán –sin dibujarla, sin rayarlo sobre ninguna mesa- mañana muchos galegos, mientras con vermú, vino blanco y estrella celebren su 25 de julio; mientras llenen su tumba de flores, sus copas de vino y poesía.

4 comentarios:

  1. Gracias por estas pinceladas de tu viaje. Ha tenido que ser fantástico vivirlo e imaginar como sería su vida.

    Gracias a ti hemos visitado esos rincones con la mente. Galicia es especial. Lo dice una cántabra que estuvo hace unos años visitando rinconcitos de La Costa de La Muerte.

    Sabias que SKA-P es un grupo de música de Ska-punk de Vallecas?? Quizá tiene algo que ver...;-)

    Un saludo Marc.

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  2. No he estado nunca en Galicia y es una de mis asignaturas pendientes y ahora más! ,)

    Besos.

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  3. Echo de menos Galicia y eso que nunca he vivido en ella. Es el idioma, es el verde y la poesía que se respira por sus costados. Y si te ha gustado tanto como parece, te recomiendo que te hagas el Camino de Santiago (sin religiones de por medio, sólo como senderismo fácil, barato y bonito) y te empaparás tanto de Galicia que no podrás olvidarla nunca.

    Un beso.

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  4. Ayyyyyy Galicia. Miña terra galega.
    Me emociona.
    bicos

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