Ayer, a eso de las 11, pasé el control
de seguridad del aeropuerto de El Prat. Delante, un guiri alemán; habría pasado
las vacaciones en la playa de la Barceloneta y su bigote canoso y su pelo
canoso fraccionado maravillosamente con una calva casi diamantina conjugaban
con una precisión daliniana con el rojo cangrejo del 90% de la piel de su
cuerpo. El hombre pasó por el detector de metales y pitó. Claro, hierro
candente… Retrocedió y lo cruzó una segunda vez y, como volvió a pitar, los vigilantes de Prosegur se
dispusieron a cachearlo.
Con los brazos abiertos y las piernas separadas, los dos vigilantes, sin complejos, sin mariconadas, le tocaron las partes más generales de su cuerpo para concluir: es la hebilla del cinturón de serpiente, adelante. La cara del guiri en pleno cacheo era ciertamente fabulosa, por no decir ridícula o lamentable. Soy partidario de los estrictos controles en los aeropuertos. Volar no me gusta. Antes le tenía pánico; ahora, simplemente, no me parece agradable: cuando el avión se detiene al comienzo de la pista y enciende los motores para iniciar la carrera que le llevará al cielo… No lo sé, demasiada perfección humana, tecnología y deseo juntos; no creo que sea bueno.
Tras ingerir un par de Alprazolam y estando ya a unos siete mil metros de altura, empecé a leer la biografía que escribió Bernard-Henri Lévy de los últimos días de Charles Baudelaire. Miré a mi pareja, sentada a mi derecha, y pensé por qué a ella le habían hecho quitarse los tacones en el control y a mí, sin embargo, no me hicieron quitar nada. Tal vez sea por lo que dicen alguno de mis críticos, que soy muy orgánico. Y por eso no pito. Lo cierto es que ni soy orgánico ni tengo críticos y que, si jamás los tuviera, los reuniría alrededor de una mesa y les serviría vino, y láudano y frondosos metales no masticables. Iba por la escena en que a Baudelaire le da un delirio de sífilis cuando pedí una tónica a una de las azafatas de Vueling; pagué los dos cincuenta correspondientes y pensé en los últimos viajes que había hecho a Galicia. El último fue hace un par de meses, en mayo. Aquella vez solo estuve cinco días; además, aterrizamos en el aeropuerto de Avilés. Ayer, sin embargo, lo íbamos a hacer en A Coruña y la duración del viaje está prevista para unas dos semanas. Seguí rememorando y la penúltima vez que visité la tierra cuya lengua quisiera yo dominar cual Castelao lo hice solo, en tren. Tardé 12 horas de Barcelona a Gijón y de allí a A Mariña un par de horas más en coche. Catorce en total; una locura. Y fue en julio, es decir, hace exactamente un año. El avión empezó a descender para llevar a cabo la maniobra de aterrizaje. Es sabido que en Galicia el tiempo es rudo. Y los aviones también se resienten, esto es que las turbulencias que se tienen cuando ya has alcanzado la frontera de las hadas y el marisco (y de la buena literatura) el avión da aspavientos para quedarse a gusto del todo. Un tipo que estaba a mi izquierda, en la fila contigua del pasillo, tenía el mismo pánico que yo hace un tiempo. En cada movimiento brusco, el hombre se agarraba al asiente y resoplaba a lo “dios mío, joder, ¡dios!”: el pánico al avión, nuestro pánico a volar, es terrible.
Aterrizamos como estaba previsto a las catorce cero, cero.
Anocheció algo más tarde que en Barcelona. Y hoy ha amanecido algo más tarde que en Barcelona y he abierto, como de costumbre, la prensa nacional: El País, La Vanguardia, La Voz de Galicia y, ¡sorpresa!: hallan el Códice Calixtino desaparecido el 5 de julio del año pasado. El Codex es un manuscrito iluminado del siglo XII que contiene secretos de El Camino de Santiago. Su valor, incunable, es incalculable y el revuelo que se armó aquí, es decir, en Galicia cuando desapareció fue brutal. El acceso a la caja donde estaba guardado el Códice estaba restringido a tres obispos de la catedral. ¿Quién pudo entonces cogerlo? ¿Cómo pudieron robarlo? El misterio se ha mantenido durante un año, pero hoy lo han encontrado en la misma capital, Santiago, en un garaje de un electricista autónomo que trabajó durante 15 años para los escolásticos y que ya ha sido detenido. La gente se pregunta cómo un electricista pudo tener acceso a la caja fuerte donde se guardaba el original (el expuesto es un réplica); pero lo único cierto es que en casa del sospechoso, a parte del Códice y de otros libros de alto valor artístico, han hallado un millón y medio de euros.
Claro, tú te detienes a pensarlo y un millón de euros los puede tener en casa un banquero, pongamos, por ejemplo, a Rodrigo Rato. ¿Pero un electricista? Expertos –adoro esta palabra- afirman que una persona común no pude traficar obras en el mercado negro del arte: es un mundo explícitamente complejo, con sus mafias y organizaciones; un mundo peor que el de la droga y el de las armas, porque participa un alto concepto intelectual; y un novato no sobreviviría ni a la primera negociación. ¿Qué hacía, pues, un electricista en medio del meollo? ¿O que hacía un traficante de arte trabajando diariamente de electricista? Dicen que se había propuesto vender el Códice por partes, y que ese millón de euros solo era el precio de un par de páginas del manuscrito.
Cuando me fui el año pasado acababan de robarlo y ahora, en 2012, otra vez verano, lo recuperan. La casualidad me ha parecido de una puntualidad excelsa. Puntualidad que, de haberla tenido la policía, hoy sería un día apocalíptico para la Santa Sede. Pongamos que los investigadores policiales hubieran llegado dos días antes a casa del electricista. Me los imagino sorprendiendo in fraganti al bueno del sospechoso y a los dos obispos de la Catedral de Santiago. Uno de ellos le diría al autónomo:
-De momento, todo va según nuestro plan. Ya nadie habla del Códice, así que devuélvenos las llaves y estate muy atento, sobre todo, muy, muy atento al maletín que te dejarán en la esquina de la calle de Castro esta misma noche. Eso serán tus honorarios; la semana que viene, dejarás envuelto en papel de plata el manuscrito y desaparecerás del asunto.
La policía, de haberse encontrado con esta supuesta escena, se callaría cual meretriz, claro. Y el cuadro probablemente seguiría el curso de curas, electricista, mafia, tráfico y de allí a la mansión –o al lavabo- de algún magnate a lo Sheldon Adelson.
Afortunadamente, los obispos han dado el chivatazo por sorpresa. Habrán pensado: “oye, pues le hemos dado un buen bombo a esto, ahora todo el mundo querrá ver el Códice y, quien sabe, tal vez con la voluntad… Total, el cabeza de turco es un pobre desgraciado que solo sabe de cables y luces, ya ves tú”.
Los obispos pasarán por el control de los aeropuertos como si nada, pero el electricista, ¡ay, el electricista!, cuan previsible era que pitaría bajo los detectores. “¡Pero si solo son unas llaves!”, se justificará él viendo las verdaderas orejas del lobo.
Con los brazos abiertos y las piernas separadas, los dos vigilantes, sin complejos, sin mariconadas, le tocaron las partes más generales de su cuerpo para concluir: es la hebilla del cinturón de serpiente, adelante. La cara del guiri en pleno cacheo era ciertamente fabulosa, por no decir ridícula o lamentable. Soy partidario de los estrictos controles en los aeropuertos. Volar no me gusta. Antes le tenía pánico; ahora, simplemente, no me parece agradable: cuando el avión se detiene al comienzo de la pista y enciende los motores para iniciar la carrera que le llevará al cielo… No lo sé, demasiada perfección humana, tecnología y deseo juntos; no creo que sea bueno.
Tras ingerir un par de Alprazolam y estando ya a unos siete mil metros de altura, empecé a leer la biografía que escribió Bernard-Henri Lévy de los últimos días de Charles Baudelaire. Miré a mi pareja, sentada a mi derecha, y pensé por qué a ella le habían hecho quitarse los tacones en el control y a mí, sin embargo, no me hicieron quitar nada. Tal vez sea por lo que dicen alguno de mis críticos, que soy muy orgánico. Y por eso no pito. Lo cierto es que ni soy orgánico ni tengo críticos y que, si jamás los tuviera, los reuniría alrededor de una mesa y les serviría vino, y láudano y frondosos metales no masticables. Iba por la escena en que a Baudelaire le da un delirio de sífilis cuando pedí una tónica a una de las azafatas de Vueling; pagué los dos cincuenta correspondientes y pensé en los últimos viajes que había hecho a Galicia. El último fue hace un par de meses, en mayo. Aquella vez solo estuve cinco días; además, aterrizamos en el aeropuerto de Avilés. Ayer, sin embargo, lo íbamos a hacer en A Coruña y la duración del viaje está prevista para unas dos semanas. Seguí rememorando y la penúltima vez que visité la tierra cuya lengua quisiera yo dominar cual Castelao lo hice solo, en tren. Tardé 12 horas de Barcelona a Gijón y de allí a A Mariña un par de horas más en coche. Catorce en total; una locura. Y fue en julio, es decir, hace exactamente un año. El avión empezó a descender para llevar a cabo la maniobra de aterrizaje. Es sabido que en Galicia el tiempo es rudo. Y los aviones también se resienten, esto es que las turbulencias que se tienen cuando ya has alcanzado la frontera de las hadas y el marisco (y de la buena literatura) el avión da aspavientos para quedarse a gusto del todo. Un tipo que estaba a mi izquierda, en la fila contigua del pasillo, tenía el mismo pánico que yo hace un tiempo. En cada movimiento brusco, el hombre se agarraba al asiente y resoplaba a lo “dios mío, joder, ¡dios!”: el pánico al avión, nuestro pánico a volar, es terrible.
Aterrizamos como estaba previsto a las catorce cero, cero.
Anocheció algo más tarde que en Barcelona. Y hoy ha amanecido algo más tarde que en Barcelona y he abierto, como de costumbre, la prensa nacional: El País, La Vanguardia, La Voz de Galicia y, ¡sorpresa!: hallan el Códice Calixtino desaparecido el 5 de julio del año pasado. El Codex es un manuscrito iluminado del siglo XII que contiene secretos de El Camino de Santiago. Su valor, incunable, es incalculable y el revuelo que se armó aquí, es decir, en Galicia cuando desapareció fue brutal. El acceso a la caja donde estaba guardado el Códice estaba restringido a tres obispos de la catedral. ¿Quién pudo entonces cogerlo? ¿Cómo pudieron robarlo? El misterio se ha mantenido durante un año, pero hoy lo han encontrado en la misma capital, Santiago, en un garaje de un electricista autónomo que trabajó durante 15 años para los escolásticos y que ya ha sido detenido. La gente se pregunta cómo un electricista pudo tener acceso a la caja fuerte donde se guardaba el original (el expuesto es un réplica); pero lo único cierto es que en casa del sospechoso, a parte del Códice y de otros libros de alto valor artístico, han hallado un millón y medio de euros.
Claro, tú te detienes a pensarlo y un millón de euros los puede tener en casa un banquero, pongamos, por ejemplo, a Rodrigo Rato. ¿Pero un electricista? Expertos –adoro esta palabra- afirman que una persona común no pude traficar obras en el mercado negro del arte: es un mundo explícitamente complejo, con sus mafias y organizaciones; un mundo peor que el de la droga y el de las armas, porque participa un alto concepto intelectual; y un novato no sobreviviría ni a la primera negociación. ¿Qué hacía, pues, un electricista en medio del meollo? ¿O que hacía un traficante de arte trabajando diariamente de electricista? Dicen que se había propuesto vender el Códice por partes, y que ese millón de euros solo era el precio de un par de páginas del manuscrito.
Cuando me fui el año pasado acababan de robarlo y ahora, en 2012, otra vez verano, lo recuperan. La casualidad me ha parecido de una puntualidad excelsa. Puntualidad que, de haberla tenido la policía, hoy sería un día apocalíptico para la Santa Sede. Pongamos que los investigadores policiales hubieran llegado dos días antes a casa del electricista. Me los imagino sorprendiendo in fraganti al bueno del sospechoso y a los dos obispos de la Catedral de Santiago. Uno de ellos le diría al autónomo:
-De momento, todo va según nuestro plan. Ya nadie habla del Códice, así que devuélvenos las llaves y estate muy atento, sobre todo, muy, muy atento al maletín que te dejarán en la esquina de la calle de Castro esta misma noche. Eso serán tus honorarios; la semana que viene, dejarás envuelto en papel de plata el manuscrito y desaparecerás del asunto.
La policía, de haberse encontrado con esta supuesta escena, se callaría cual meretriz, claro. Y el cuadro probablemente seguiría el curso de curas, electricista, mafia, tráfico y de allí a la mansión –o al lavabo- de algún magnate a lo Sheldon Adelson.
Afortunadamente, los obispos han dado el chivatazo por sorpresa. Habrán pensado: “oye, pues le hemos dado un buen bombo a esto, ahora todo el mundo querrá ver el Códice y, quien sabe, tal vez con la voluntad… Total, el cabeza de turco es un pobre desgraciado que solo sabe de cables y luces, ya ves tú”.
Los obispos pasarán por el control de los aeropuertos como si nada, pero el electricista, ¡ay, el electricista!, cuan previsible era que pitaría bajo los detectores. “¡Pero si solo son unas llaves!”, se justificará él viendo las verdaderas orejas del lobo.
¿Qué tendrá el avión, que todos le tenemos miedo?
ResponderEliminarPobre electricista, una piezza más de un puzzle armado. Pero la pieza que sobra, la que pagará por el resto, como siempre.
Y los individuos que se condenan a si mismos a repetir siempre la misma historia. El que tiene poder sale airoso, el que no...
El tiempo por el norte, casi siempre es rudo...xD
Pasalo genial con tu pareja por Galicia, tierra estupenda.
Un abrazo.
No me puedo creer que no te gusten los aviones. ¡Pero si es la caña volar! ¡Las turbulencias son el subidón!:)
ResponderEliminarViene muy a cuento lo de "siempre pagan justos por pecadores". El dinero fácil es una leyenda, aunque lo robes, lo falsifiques o venga a ti por 5 números y 2 estrellas. Ese electricista, aparte de jodido por su sector, es un ignorante. De sobra debería saber cómo se las gastan los del voto de pobreza. No me gusta generalizar, pero en la cúpula los pecados son capitales por inercia. Y para hacer el mal, qué menos que dos dedos de frente por no decir el Golfo de México o una pista de la T4.
Lo de los tacones imagino que por las tapillas. Ojalá las apariencias fuesen resolubles con un simple pitido y una cinta transportadora...Bueno, el telón suele caer por su propio peso.
Me sorprende cómo unes la historia inicial con la protagonista verdadera, jeje. Curioso...
Un abrazo! Y percebes, por dios, percebes! Por solidaridad!
A mi volar como que ni fú ni fá - previo Sumial sublingual, of course- ;)
ResponderEliminarComo oí una vez y no sé de donde proviene ni tampoco como que me importa tanto para quitarme el sueño...xD
"Siempre pagan justos por pecadores"
Venga, a disfrutar de las tierras gallegas! ;)
Besos.
¿En tacones al aeropuerto? Derrochando glamour, señores.
ResponderEliminarAtentamente: una de la calaña del electricista.
¿Hay algún dictado que prohíba ir en tacones al aeropuerto?...Creo que no viene mucho a cuento tu comentario.
EliminarQue no, mujer. Sólo me resulta curioso, porque los encuentro de lo más incómodo, a la par que estéticos.
EliminarLo único que está prohibido es llevar catapultas, arpones de caza, ballestas, etc. ¡No te enfades!
Yo amo los aviones, suelen dar espectáculos apocalípticos. Pero mejor no ahondar, para no herir susceptibilidades. No quiero que el obispo me trate como a un pobre electricista que pita...
ResponderEliminarIndependientemente de los ridículos comentarios sobre mis tacones, los viajes al aeropuerto suelen ser mas estresantes que otra cosa, por el trajín del maleteo y las ansias por llegar al destino.
ResponderEliminarEl miedo a los aviones es cosa de fuerza de voluntad psicológica, poco a poco.
En cuanto a los controles que hay que pasar, los zapatos cuando son botas, tacones o cuñas (como en mi caso), los hacen sacar por si guardas armas (de destrucción masiva o a saber) en su interior, ya ves tu las ganas que tengo de llegar para preocuparme por meterme algo dentro del zapato.
Lo del electricista, sinceramente pienso que ser electricista no es incompatible con ser mafioso, pero creo que este pobre hombre ha sido un pobre pánfilo al que han usado de marioneta vilmente.
Ya veremos si hay mas novedades sobre el caso estos días, es de guión de novela de "Kien Foillette" total.
Ameno repaso a partir del pánico natural (lo dices muy bien, es un pánico natural) al avión, que me ha hecho sonreír sobre todo con la anécdota del Alprazolam. Yo soy más de tranquis, però no saps com t'entenc, jaja.
ResponderEliminarA ver, te leeré más, que me parece que va a gustarme...
Salutacions.
Ya ha salido el informe sobre lo que ocurrió en el avión de Air France que cayó en mitad del Atlántico viniendo de Brasil... qué chungo.
ResponderEliminarAunque para chungo decir: "el valor del incunable es incalculable", no lo intentes cuando vayas pedo, seguro que luego no puedes parar.
Muy bueno todo esto, Un placer esra por aca. bendiciones!!
ResponderEliminarAyer aterricé yo, mejor no te cuento, prefiero leerte.
ResponderEliminarBesos
Señor, echo de menos sus líneas... Tanto que le pediría una de sus frías críticas (Aunque ello me enerve por completo)
ResponderEliminar¡Pronúnciese!
Sigues deleitándome con las palabras. Son únicas tus entradas. Nada cambia.
Un abrazo