Por suerte, parte de mi familia –por
parte de mi pareja- es galega. Hoyhace, precisamente, una semana y dos días que
aterricé con un avión lleno de Vueling en Barcelona tras pasar unos días en
Santiago y otros días en A Mariña; precisamente. No digo que no sea una
estupidez decir precisamente, de preciso, de exacto, de matemático, para
escribir inmediatamente después una
semana y dos días. ¿Qué tiene de especial, de efeméride, una semana y dos
días?, ¿qué tiene de extraordinario la exactitud de nueve días?: si fueran ocho
y medio… Pero es que es muy difícil olvidar aquellos pletóricos, preciosos días
de gris y azul, de lluvia, de fríos marineros y entonados. Es muy difícil
olvidar la lengua galega, su voz, sus formas, el color; olvidar a Castelao, a
Cunqueiro, a Pereiro, a la gente que baja –y bajamos- al campo del concierto a
celebrar la sesión vermú –con vino blanco, o estrella- entre Lieiro y A Venta; olvidar
los chismes, la estética del verde mezclado con el violento cantábrico, los
secretos, sus caminos, sus carreteras... Muy difícil. Y más considerando el
calor terriblemente insoportable que hace aquí, en Barcelona; y los incendios
de allá, del Empordà; y la humareda que se vio ayer, en Barcelona, de los
incendios del Empordà.
Por las noches –que es cuando
meteorológicamente más se sufre el calor- todavía pienso en la casa de Rosalía
de Castro. Rosalía vivió allí junto a Murguía, uno de los padres de las letras
galegas o, lo que es lo mismo, del Rexurdimiento, tras la consumación de su
matrimonio. Fui allí. Y hay varias estancias: abajo, por ejemplo, donde estaban
las cuadras, hay una exposición antropológica de la segunda mitad del siglo
diecinueve que, por las diversas donaciones que ha recibido la fundación, es
medianamente interesante; arriba, las alcobas restauradas de Rosalía y Murguía.
Justo contiguo al dormitorio matrimonial, donde hay una cama inmensa con una
cruz inmensa en el cabezal, raro en Rosalía, o no tanto, por aquello de que es
hija de cura, está el estudio de Manuel Murguía. Al fondo hay una pequeña
biblioteca. Los estantes, claro, están llenos de libros de anticuario, pero no
originales. Su escritorio de roble, sin embargo, en frente de la librería y
delante del ventanal, y la silla donde se sentaba para escribir –porque él
también era escritor: caso extraño de la literatura, que él esté debajo de ella-,
sí son los verdaderos. Hay una cinta que rodea la silla para prevenir los
sacrilegios. Cuando te detienes ante la mesa, no dejas de pensar en cuántas
veces se habrá apoyado en ella Rosalía para espiar algún texto de su marido,
para corregirlo, o para componer alguno de sus versos históricos o novelas
perfectas, siempre a hurtadillas, aunque fuera de dominio público su indomable
superioridad. Me acerqué un poco más al escritorio para tocarlo (allí, en aquella
esquina superior izquierda, tal vez habría ella apoyado el codo) y, justo
cuando alargaba la mano –fetiche, espía…-, me vi obligado a detenerme: hecha,
probablemente a piedra o mechero, en el santo centro de la mesa, una rayada con
un nombre: SKA-P. Yo me escandalicé. Mi pareja se escandalizó. ¡Qué gusto del
mal, qué mal gusto del gusto! ¿A qué pobre diablo habían obligado a estar allí?
¿Qué pobre desgraciado tuvo la falta irredimible de acercarse a la mesa,
tocarla, escribirla y eludir u olvidar la ínfima pero factible posibilidad de
que un codo de Rosalía se hubiera apoyado en esa misma esquina? Compramos unos
libros en recepción y seguimos la ruta coruñesa.
¿Seis, siete minutos en coche? El
caso: Iria Flavia linda con Padrón, que es donde está la casa de Rosalía. Es el
pueblo donde nació Cela. Iria Flavia, no Padrón. Con un edificio aristocrático
a su izquierda, un cementerio y una iglesia a su derecha, y una avenida -que es
la carretera- que corta ambos polos por la mitad como haría Pascual Duarte con
una pierna humana, se presenta Iria Flavia, y nada más, porque no hay nada más.
La avenida, por cierto, se llama Avenida del Marqués Camilo José Cela. El
edificio aristocrático es la Fundación Don Camilo José Cela, cuya entraba
cuesta ocho euros frente a los dos de Rosalía. Confieso que me apetecía ver la
colección de todos sus libros, en todas sus ediciones, de todas sus traducciones
que Cela tenía guardada en su casa, o el manuscrito, por ejemplo, de la Colmena
o de Viaje a la Alcarria, pero fuimos directamente a la iglesia; husmeamos su
nuestro extraño culto, sus vírgenes, el sagrado corazón, la de los dolores; salimos
y pisamos, porque están justo en la puerta, los sepulcros de dos capellanes, de
dos niñas de 8 y 13 años, como explícitamente dictan las placas conmemorativas –“aquí
se halla en eterno reposo…”- y las de un joven de 19; cruzamos, que estaban un
poquito más adelante, una hilera de sarcófagos abiertos, y finalmente nos
adentramos en el cementerio moderno. Bajo el tercer olivo estaba la tumba de
Cela, una lápida muy sobria, con una sola flor marchita sobre la piedra, y
ligeramente olvidada… Mi suegro, un hombre admirable y encantador, es decir,
muy discreto, la encontró el primero y se subió a ella para leer tácitamente el
segundo apellido del Nobel. Me explicó entonces la displicencia que siempre le
produjo Cela, su mala educación, su despotismo, su pesadez… Ciertamente he oído
a mucha gente que, no solo no gustándoles su modo de escribir, manifiestan su
asco por la figura de Cela. La gente tiene por él la misma estima que se
profesa ahora por los políticos. Y, pensando en la analogía, recordé la
militancia de Cela en el Senado de España entre 1976 y 1979. Aunque fuera
porque el Rey Juan Carlos I lo propusiera para corregir el texto de la
Constitución –lingüísticamente hablando-, Cela, como dijo en su Yo, senador, no se calló las pocas ideas
sólidas que tenía (como dijo); y fue en el Senado donde dejó el célebre “no es
lo mismo estar jodido que estar jodiendo” o sus más que célebres flatulencias.
El caso es que en la última
actualización de los periódicos de esta tarde, en la sección política, se ha
publicado la fotografía de una de las mesas del congreso que ha hecho con su
móvil Toni Cantó, pésimo exactor y actual diputado de UpyD. En el santo centro
de una de ellas, una esvástica está tallada con el mismo relieve que el SKA-P
del escritorio de Murguía. Al terminar, las ideas han eyectado en mi cerebro:
Rosalía, casa, Galicia, escritorio, mesa, cementerio, grabados, rayada,
sacrilegios política… ¡Cela!
En realidad, me aflige que Cela no
cultivara su lengua. Porque, como dijo Castelao: non esquezamos que se aínda somos galegos é por
obra e graza do idioma. Gracia de
Rosalía, idioma de Rosalía. Y así la pensarán –sin dibujarla, sin
rayarlo sobre ninguna mesa- mañana muchos galegos, mientras con vermú, vino blanco
y estrella celebren su 25 de julio; mientras llenen su tumba de flores, sus
copas de vino y poesía.
Gracias por estas pinceladas de tu viaje. Ha tenido que ser fantástico vivirlo e imaginar como sería su vida.
ResponderEliminarGracias a ti hemos visitado esos rincones con la mente. Galicia es especial. Lo dice una cántabra que estuvo hace unos años visitando rinconcitos de La Costa de La Muerte.
Sabias que SKA-P es un grupo de música de Ska-punk de Vallecas?? Quizá tiene algo que ver...;-)
Un saludo Marc.
No he estado nunca en Galicia y es una de mis asignaturas pendientes y ahora más! ,)
ResponderEliminarBesos.
Echo de menos Galicia y eso que nunca he vivido en ella. Es el idioma, es el verde y la poesía que se respira por sus costados. Y si te ha gustado tanto como parece, te recomiendo que te hagas el Camino de Santiago (sin religiones de por medio, sólo como senderismo fácil, barato y bonito) y te empaparás tanto de Galicia que no podrás olvidarla nunca.
ResponderEliminarUn beso.
Ayyyyyy Galicia. Miña terra galega.
ResponderEliminarMe emociona.
bicos