(Microrrelato basado en Jean-Luc Godard)
Eugenia, que es una mujer culta, madre
de dos hijas, divorciada y que ya tiene cincuenta y ocho años, había quedado
para cenar con Fermín el pasado 1 de mayo. Para la ocasión se compró un vestido
largo color carmesí con tendencia a frambuesa tostada, un par de pendientes de
plata con caída estilo barroco, un juego de tacones negro charol que le
costaron un ojo de la cara, un poco de maquillaje tonalidad media de tres euros
el gramo y sombra de ojos negra ébano vivo, también un frasquito de Chanel 19
porque es de las que piensa que el cinco, cual glamuroso que es y cual puta que
siempre dejó de ser, apesta empedernidamente. Fermín, sin embargo, canceló la
cena quince minutos antes del encuentro. “Estoy indispuesto, Eugenia, lo
siento”. Se enfadó, evidentemente. Y no quiso saber nunca nada más de él.
Pero ayer se encontraron en el baile
de la fiesta mayor. La orquesta tocaba una canción desafinadamente maldita.
Eugenia tomaba un vino blanco, un costeira, de las Rías Baixas, para ser más
exacto, en la paradita del bar El Puerto. Fermín se le acercó –ella ya lo había
visto de reojo charlar con una cuarentona cualquiera- y, muy cortésmente, dijo:
“Eugenia, ¿me concedes este baile?” Accedió a regaña dientes, pero no tardó en adaptarse.
“Eugenia, esta tarde tengo que hacer unos recados, ¿te apetece acompañarme?” Se
lo pensó dos veces, evidentemente. ¿Qué había de malo en unos recados? Total:
se trata no involucrarse en el negocio, como dijo Tolstoi, ¿o fue acaso
Dostoievski quien lo dijo? Sinceramente le importaba una mierda: aceptó y eso
fue todo. Fermín la pasó a buscar con un Passat –el CLK lohubo dejado aparcado
en el párking de la iglesia- esa misma tarde; puntual como reloj no tan suizo
como alemán. “¿Adónde vamos?”, le preguntó agitada Eugenia. “Calma, calma,
cariño; esto es muy importante para mí; en cinco minutos llegamos”.
Pasaron los cinco minutos.
“¿Te gusta mi pintalabios?”, le
preguntó Eugenia. “Sí, mucho”, contestó él. “¿Y mi colorete, te gusta?”, “Uf,
sí, me encanta”. “¿Te gusta, Fermín, mi vestido, mis tacones?”,”Me ponen a cien
cariño”. “¿Y mi perfume?” “Es excelso sino perfecto, mi amor” “¿Y mis piernas,
Fermín, te gustan mis piernas?” “Adoro tus piernas, dilecta mía, son ambrosía,
néctar, vino del bueno, vino del caro…”. “Oh, ¿y te gustan mis pies, mi amor?” “Amo
tus pies, amor mío” “¿Y mis cuello te gusta, cielo, mi garganta, mis senos, mis
tetas?” “Las adoro tanto que no sé cómo sin ellas he podido vivir” “¿Y mi voz,
te gusta mi voz, amado mío?” “Aprecio, qué digo aprecio, adoro, idolatro, prosterno
tu voz, tus cuerdas vocales, incluso tu música”. “¿Y te gusto yo misma,
príncipe?; ¿me quieres como el poeta quiere a la musa, el atleta la medalla, el
borracho la botella, comme le ciel aime à la mer?” “Más que eso en infinito, Dafne de mi alma, Lolita del
sexo mío, más que eso, eternamente, inmensamente, comme le ciel aime à la mer, y más”. “Oh, Fermín, te amo tanto”. “Hemos
llegado, cariño; hemos llegado…”
Fermín aparcó el coche ante la tienda.
El señor vendedor les mostró los artículos reservados: “¿que, Eugenia, qué te
parece: cojo el de roble o el de pino?”
Eugenia entendió entonces que aquel
hombre no podía, ni en sueños, ni en francés, darle una muerte como es debido;
ni un féretro; ni un beso; nada. Y se dedicó a asentir. A asentir y nada más. Asintió y luego manifestó una sonrisa. Él dijo que la quería, y quién sabe si era cierto. Se limitó a asentir, a asentir, a asentir, y luego sonrió, y quién sabe si a algo más: él dijo que la quería.
Asentimos como los tontos mientras los listos toman caviar y beben cava en limusinas.
ResponderEliminarUn beso.
Esperando estaba a que usase el tacón a modo de arma arrojadiza. Lástima...
ResponderEliminarMe resulta familiar el final, cuando la sonrisa se te queda congelada, los ojos están punzantes y las mejillas tensas.
Ahí desapareces. Aunque media hora antes hubieses jurado ser irreductible. Y te conviertes en un viciado espectador que espera que al menos le acerquen hasta la esquina.
Larga la espera, ¿eh?
Un beso!