30 de marzo de 2012

Excusez-moi, je t’aime, merci

  Esta mañana pasé por delante de la floristería que hay entre Balmes y Travessera de Gràcia. Eran las nueve de la mañana. Con el cambio horario el sol asomaba por vez primera por las esquinas oeste de la ciudad condal. El panorama era muy francés: rosas en unos grandes jarrones de barro, clementinas desordenadamente situadas en el borde de la calle, petunias, claveles, magnolias abiertas, blancas cual vestido de novia, pastoras, capuchinas y sobre todo crisantemos. El amaderado de la tienda invitaba directamente a coger un taburete de mimbre, ponerse un discreto sombrero, unas gafas al estilo Thomas Mann, y sentarse con un café con leche y un libro de Stefan Zweig o Marcel Proust, qué más da, a leer y tomar la fresca.
No es la primera vez que paso por allí. De hecho lo hago cada día. Pero hoy escribo sobre el tema por un objeto externo, normalmente desaparecido, que junto a la puerta principal me ha
llamado la atención. Era una pizarra cuyo contenido, a tiza, dictaba exactamente: perdona’m, t’estimo, gràcies. Es decir: perdóname, te quiero, gracias. Es decir: excuse me, love you, thank you. Es decir: es tut mir leid, ich liebe dich, danke schön. Un libro, un café, una floristería, un taburete de mimbre y un cartel que diga las tres palabras filántropamente más desgastadas: gracias, perdona y te quiero. Es todo tan francés…
  El caso es que un cartel sorpresivamente dispuesto me ha hecho recapacitar. ¿Por qué hoy y no siempre lo han posado a pie de calle? Pues porque el dueño ha querido. En realidad, ha pensado: “últimamente se compran menos flores, suerte de los muertos… Pero a nadie le gusta gastar tiempo ni dinero en los muertos. Hay que enfocar la estrategia comercial para los vivos. ¿Pero por qué se regalan flores? Pues claro: por amor, por súplica y por agradecimiento. Te quiero, perdóname, y gracias. Hecho”.
  La teoría se arraiga con pies de plomo. Llevas flores a tu pareja cuando quieres cenar románticamente con ella y declararle, da igual que sea por enésima vez, tu amor inmenso; también las compras cuando, tras una discusión brutal, te enfadas con esa misma pareja y, siendo o no culpable, pretendes ser perdonado; por último las regalas a terceros por agradecimiento.
  La realidad no solo supera a la ficción sino que también la avergüenza. ¿Quién se atreve a negar que el florista presente no se enfadara anoche con su mujer y, en un intento desesperado para cenar hoy con ella, le ofrezca la totalidad de sus flores para, de paso, agradecerle el aguante que tiene con él? Lo meditaba sin detenerme cuando de pronto, en la siguiente tienda, una joyería de gama alta, una mujer posaba un horrible anillo, muy caro desde luego, en una cajita que tras el cristal blindado parecía más bien un secreto o, qué sé yo, una reliquia. También sería válido el comprarle flores a aquella mujer y decirle, así, de sopetón, te quiero, gracias, perdóname. La embaucarías, conseguirías las joyas y te irías, abandonando el sueño de una absoluta desconocida. Así se demostraría la teoría del braguetazo inverso, demasiado monopolizado por el género femenino, aquello de las medidas perfectas del hombre: noventa, sesenta, noventa: noventa años, sesenta millones y noventa infartos.
  Pobre florista, que solo puede ofrecer doscientas cuarenta flores al amor de su vida. Y todo por un anillo. Ay.

1 comentario:

  1. Un relato muy reflexivo el de hoy y contundente además.
    Para masticar despacio.
    Besos

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