Quim se levanta a las seis en punto; se mete en la ducha; se afeita cuidadosamente la cara; se viste la camisa muy bien planchada; contempla el otro lado de la ventana, el mar, las palmeras, el negror del cielo si llueve, el azul marino que tiende al despertar cuando aclara, mientras toma un café con leche y una magdalena y tararea una melodía pegadiza. Quim entra al dormitorio y despide a su mujer con un suave beso en los labios; besa también a Claudia, su hija, de siete años, en la mejilla, no en la boca; coge las llaves y se pone el abrigo. Quim sale a la calle y mira los coches, y mira las puertas, y mira las palomas… y todo es como si lo viera por primera vez. Quim camina humildemente, pausado, muy moderado, y bisbisea una fricción bilabial cuando un gato bebe de la fuente de la plaza del ayuntamiento y lo mira con cara culpable. A Quim le gusta ver cuan bajadas están las persianas de las ventanas, “la gente todavía duerme, es
normal…”, piensa, y eso le hace sentirse bien. Quim ha llegado. Sube la persiana; se pone el delantal azul; saca las cajas. Esmerila las manzanas, deslustra los plátanos, bruñe el verde del verde de las peras, pone las aguas en la nevera, para que estén bien frescas; recibe al transportista; ordena el almacén; coloca el rollo en la caja registradora y aprieta el botón extraire para que un trocito penda avieso por el mostrador.
normal…”, piensa, y eso le hace sentirse bien. Quim ha llegado. Sube la persiana; se pone el delantal azul; saca las cajas. Esmerila las manzanas, deslustra los plátanos, bruñe el verde del verde de las peras, pone las aguas en la nevera, para que estén bien frescas; recibe al transportista; ordena el almacén; coloca el rollo en la caja registradora y aprieta el botón extraire para que un trocito penda avieso por el mostrador.
El reloj marca las ocho. Las persianas comienzan a desperezarse. Y Quim, bajo el cartel de Fruites i verdures, sonriente, brillante, está a pie de calle y respira: ha llegado al fin la primavera, ya han cambiado el horario y los días son tan largos como un hermoso arco iris. Los ojos de Quim y su rostro en general, su pelo bien peinadito, el rictus dulce y feliz de sus labios, los pómulos impulutos, esas orejitas pequeñas y bien pulidas, recuerdan a la cara del niño que cuarenta años atrás fue.
Quim es verdaderamente feliz. Ama a su mujer por encima de todas las cosas: la adora, la cuida, le regala flores los viernes por la tarde, cocina bolitas de salmón los sábados –a ella le encantan las bolitas de salmón…-, la comprende. La ayuda. Tienen una hija de lo más preciosa; a ella también la adora y su vida se queda corta y se trata de comparar.
Quim, sin embargo, es un ignorante. Evidentemente él eso no lo sabe. Cree que e igual a eme ce al cuadrado es un nuevo videojuego o, por ejemplo una de esas cosas modernas de interné; piensa que el alcalde que tuvo la idea de bautizar la ciudad de En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme tenía muy poca memoria o acaso aquella enfermedad alemana tan horrible; terrorismo le suena a un género de cine y, claro, la primavera árabe es para él la misma que la de aquí pero calurosa y con desiertos. Quim no he leído nunca ningún periódico, ni ha escuchado la radio. Al llegar a casa, por las noches, ve el televisor con su mujer e hija algún programa de humor, y cuando Claudia se va a dormir ven alguna comedia sencilla de Hugh Grant o de Richard Gere.
Cuando paso por delante de su tienda lo veo resplandeciente, enamorado. Lo mira todo con ojos cándidos, casi infantiles, con ojos vírgenes. Porque ignorancia rima con inocencia, pero es una rima exageradamente forzada, muy asonante y, por lo tanto, simplona, como Quim. Pero Quim ya tiene cincuenta años, y esa no es edad para andar por allí con la apariencia de un niño. Para colmo, nunca ha leído una novela, ni un relato, ni un poema, aunque le gustan aquellos versos que dicen: ¿dónde va Vicente...? No es por tanto un ignorante a secas, como tantos otros, sino un ignorante inculto. Robespierre era un hábil escritor o tal vez un barbero que afeitaba apuradamente. Lo peor de todo es que Quim, ignorante e inculto donde los haya, no es tipo tonto, quiero decir, posee cierta inteligencia, aunque sea como sus ojos, como su apariencia, virgen y atrapada. El caso es que la tiene. Tiene mucha inteligencia emocional, aunque no puede demostrarlo. También suma y resta terriblemente presto: el kilo de pimientos está a uno con veintidós y sabe que si el cliente compra trescientos cuarenta gramos y le da cinco euros él le tiene que devolver cuatro con cincuenta y nueve (porque el tercer decimal es inferior a cinco y se redondea a la baja). Pero él esto, claro, tampoco lo sabe. Quim no sabe nada. ¿Para qué? Lo importante sí se lo sabe bien: amar a su mujer y amar a su hija. No es que sea un sociópata o un sicópata. Habla con la gente. Disfruta mucho de la gente. Hace comentarios, por ejemplo, sobre la crisis, “con la que está cayendo” o “con la crisis no nos podemos quejar”. Pero lo hace porque lo ha oído miles de veces a sus propios clientes y se dedica a repetirlo. Esto tampoco lo sabe.
Hoy he pasado por su tienda y él no estaba. Había en su lugar otro hombre, probablemente igual de ignorante, igual de inculto. He pensado en la posibilidad de que Quim haya muerto. Es muy joven para morir, desde luego. Pero Quim, igual que todos, tarde o temprano morirá. Pero, claro, eso Quim tampoco lo sabrá. Y cuando su mujer muera y, más tarde, muchos años después, su hija Claudia también muera, Quim pasará a ser aquello que fue durante toda su vida: un perfecto desconocido. Y así, sin más, se convertirá en la persona más honesta y coherente que haya pisado nunca la faz de la tierra.
Me gusta el detallismo en la narración.
ResponderEliminarUn relato cercano y certero de un hombre cualquiera de los que nos rodean. Y de cualquiera de nosotros, por eso consigues esa conexión con el lector, la complicidad del que sabe de lo que le hablan.
ResponderEliminarBesos