9 de enero de 2012

La corruptibilidad de la verdad universal

Verdad universal, ¡qué hermosa idea, qué ideal hermosura, qué ambrosía de lejano alcance!, qué utopía…
Por si fueran pocas las dificultades relativistas que se entrometen con uno mismo y la verdad, se fija ahora con una firmeza insondable la corrupción de todas las cosas que nos alejan de la verdadera verĭtas.
Por ejemplo. Hablemos de política: la izquierda está manchada por la sumisión de los bancos, la derecha está a favor de la sumisión a los bancos. Si hay una fundación, que sirva para blanquear, que para algo son teóricamente limpias. Si se tiene que inyectar capital –público, de los impuestos- a las entidades financieras, que sus dirigentes cobren sus sueldos de 2,3 millones de euros anuales, los frecuentes. Si queremos hablar de inmersión lingüística, que se agarre el pardo, que el político catalán defenderá su lengua para defender su puesto en el Parlament, no para salvar su comunicación, cada vez más falacia, más galimatías, menos comunicativa… La derecha, en España, criticaba la política del Gobierno con un discurso deconstruido y deliberadamente soez. Ahora, con los papeles invertidos, la izquierda de oposición critica las medidas que la derecha cree (muy inconvenientemente) convenientes. Y ambos siguen tan profundamente endeudados que la política parece una tullida: sin brazos, sin alma. Para investir al nuevo gobierno popular, socialistas y convergentes dijeron no; Amaiur, sin embargo, dando la campanada se abstuvo. Ellos no tienen por qué votar algo que solo afecta a España, son vascos. Dijeron. Pero se presentaron para unas generales. ¿No? ¿Caballo de Troya? ¿Destruir al enemigo desde dentro? ¿Hay tantos enemigos en la política? Ha dejado la política de ser política. Sin interrogantes.
Más manipulación. Más corruptibilidad de las cosas.
Cultura. Hablemos de ella, que es fémina: si hay veinte libros sobre el estante principal de cualquier librería, dieciocho son excepcionalmente vulgares, uno es especialmente horroroso y otro es sorpresiva y afortunadamente bueno. ¿Qué importa en la literatura de hoy: que venda, que sea facilón, que inhiba mentirosamente? ¿Hay que esperar que las buenas –buenísimas, magnas- novelas que se escriben en tiempo presente caduquen? ¿Qué sus autores mueran y su historia perviva? Y por qué no acercarse a los clásicos inmortales: Dan Brown o Thomas Mann, Frederico Moccia o Dante Alighieri, Steig Larsson o Marcel Proust. Tal vez en algún mes de este año me lea Jo confesso, de Jaume Cabré. En las galerías de arte ya no hay cuadros, ni esculturas, ni siquiera arte: hay interés, enchufe y pretenciosidad. O en la música –y el cine-, que los acordes son monstruos faltes y melodías repetitivas y terribles siempre feats con pitbulls y urracas. Como si fuera un infierno. Ah. Si quieres saber cuál es el periódico más leído, tranquilo, lo será siempre aquel que estés leyendo; como los bellacos canales de televisión: siempre líderes, siempre en la peonería. Si no existe una palabra, o si el concepto no se adapta a ella, tranquilidad, nos la inventamos y desplazamos el sentido. Juego limpio. Juego sucio.
Y no hablemos de sociedad ni de economía. Es mejor no hacerlo. Y esto sí es una verdad absoluta. Casi universal. Solo hace falta ojear el mundo e intentar entenderlo. Es una locura: verdad absoluta.

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