23 de enero de 2012

Cine, arma del delito (declaración de principios)

 No es lo mismo un vídeo de las vacaciones del 96 en el Mediterráneo que una superproducción de Spielberg.

Su rostro es pingüe y parece una cebolla recién pelada, pesa más de 110 kilos y ha manifestado reiteradamente su gusto por los coches de lujo, las mansiones, las armas y la vida de magnate capitalista. Se ha gastado tres millones de euros para celebrar su cumpleaños, entre fuegos artificiales y helicópteros. Una variante pirata de Rockefeller. No monopolizador del oro negro, sino monopolizador de algo más amplio: del poder, de la tecnología y, en una porción algo menor, del mecenazgo lucrativo de la cultura. Él es Kim Schmitz o –como se empeña la prensa en añadir- K. Dotcom, lo que viene a ser un tropo lingüístico casi poético (sin dejar de ser gordo). Fundador del monumental portal Megaupload, el FBI lo detuvo la pasada semana en su mansión neozelandesa mientras aguardaba su  trigésimo octavo cumpleaños.
EEUU ha pedido su extradición para juzgarlo, con una posible condena de 50 años de cárcel.
Es evidente que el tío se ha forrado con el negocio. Pero pongamos los puntos primeros. Megaupload era (me apena hablar en pretérito) un portal para compartir y almacenar datos. Legislativamente, esta actividad es legal. ¿Pero qué ocurría en realidad?, cuando la máscara es más pequeña que el rostro, al ladrón se le descubre, y esto es lo que ha pasado en la Mega casa. Los cibernautas subían material registrado con el copyright, y eso es piratería, y la peritaría, entre la SOPA, LA PIPE y la Sinde sí está penada por la ley. Es un silogismo sin discusión: un artista compone, uno lo comparte, todos lo consumen. Y nadie paga. Y el artista no cobra. Lo que es evidente es que al Artista ni Kim Dotcom ni ninguna ley le va a solucionar nada. Eludámoslos pues. Porque el artículo se refiere a los consumidores en general y a los consumidores de cultura en particular.
Kim Schmitz ha sido acusado de dirigir y fundar una red de piratería global, cuya referencia era introducida más de cinco millones de veces al día en el directorio del Explorer. Casi nada. Megaupload tenía un par de hermanas. La primogénita era Megavideo, canal reproductor de los delitos, donde me voy a quedar. Teórica y legalmente, Megavideo servía para almacenar y reproducir los archivos que los usuarios quisieran disponer. A saber: los vídeos registrados en el Mediterráneo el verano del 96, las fotografías de los primeros 23 años, los primeros pasos del bebé en O Grove, etcétera. Los internautas tenían dos posibilidades: o ver 72 minutos de los vídeos compartidos y quedarse a medias (el reproductor se cortaba) o bien hacerse usuario, pagar una cuota mínima anual y poder colgar tus archivos y gozar de lo ajeno. Una iconográfica red social. Con la intervención del FBI, el cierre de la página ha afectado a todos aquellos usuarios, contados por millones, que no solo disponían de material privado en la página –y no recrimino, en Internet no existe aunque se pretenda la privacidad- sino de la cuota pagada para consumir un producto aparentemente legal.
Como adelantaba anteriormente, el negocio de los usuarios fue que los archivos compartidos, más que los enternecedores y principiantes vídeos personales, eran películas recientes del cine moderno, particularmente de Hollywood. Y no es lo mismo una homemade que una producción de Nacho Vidal. ¿Hay un interés artístico tras la queja americana? ¿O es en realidad un terrible negocio de influencia e inversión? Los usuarios solo necesitaban introducir el nombre de la película en el buscador, y una dirección les enlazaba directamente a la película. ¿Y por cuánto? Depende de las películas que se vieran durante el año, que es la cobertura de la cuota total. Pero supongamos que se ven cincuenta películas: pagas por ella menos de un euro.
A todo esto, Kim Schmitz el alemán le puso un poco de publicad, cobraba por aquí y por allá, y vida resuelta; negocio redondo.
Que le quieran penar con 50 años es sórdido, principalmente por los castigos antagónicos de la justicia. Pero lo cierto es que lo perjudicados aquí, más que los seguidores de las últimas películas de Spielberg o de Megan Foxx, son los cinéfilos. Aquellos que ven en portales como Megaupload un lugar donde salvar cine del siglo veinte. Un lugar donde gozar silenciosamente de películas de Mary Pickford, de Chaplin, de Murnau, de Wilder. Películas difícilmente localizables, imposiblemente reproducibles. Unas películas, o las verdaderas películas que la sociedad –verdadera culpable, incluida la política- se he encargado de enterrar. La crisis es moral, una crisis de gusto; de que te guste más Tom Cruise que Clint Eastwood, más Bullock que Batte Davis. Y no por ello lo pretérito es mejor. Sino que lo mejor es lo mejor. Y en lo peor no hay arte ni artista. Empecemos por los puntos primeros. No pretendemos llamar las cosas por otro nombre o alargar más la máscara que el rostro, que al final los ojos no cuadran y el conversador se lo huele. No seamos demagogos. Que son muchos los ricos, pero placer como el de la cultura, solo hay uno. Y es ella. Porque de un modo u otro, alguien o algo debe velar por su manifestación: la terrible cultura.

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