3 de agosto de 2012

De profundis


Apreciado David G. Santos:

Me veo obligado a confesarle que a principios de semana, cuando llegó a mis oídos el posible pseudónimo con que va a firmar su obra en la revista que su hermano tan bien ha sabido engendrar, y en la que compartimos, mucho me temo, el honor de presidir la prosa, no me sorprendí en absoluto. El Follaviejas. No me sorprendí porque sé que es usted un personaje simpático, curioso, muy interesante e incluso muy inteligente, pero, ante todo, un guarro. De hecho, es usted tan guarro que termina siendo un sentimental.
Pero, ¿qué modales son estos? Se preguntará qué hago escribiendo sobre usted en una de mis columnas. Claro: echará en falta la noticia, el periodismo, se dirá: ¿qué coño hace este que no está rebuscando la noticia en El País, en La Vanguardia, o en un periódico galego de carácter local para luego, con una curiosidad por aquí, otra por allá, un personaje real de alguien a quien apenas conoce, cerrar la noticia con una moraleja tan presente como enfermiza? Pues muy sencillo, querido: porque nos ha sido encomendada la diabólica sino vil tarea de cartearnos superficial, traicioneramente, con el fin de hacer una presentación de nuestra revista lo suficientemente jugosa como para que los oyentes que asistan a la misma, calculo yo, como su buen hermano, unos cincuenta, setenta a lo sumo, puedan escucharnos aunque solo sean unos pocos minutos sin morirse del asco eterno o, como decía Baudelaire, du ennui immense, es decir, del esplín (palabra que le aconsejo busque en la RAE porque su definición es ciertamente hermosa). Es evidente que nosotros dos, pobres diablos, no merecemos la prez de entretener a nadie, ni la de de hacerlos reír, mucho menos la de sugerirles o la de inspirarles nada; entienda que somos prosistas, que no somos nosotros quienes debamos motivar y por eso, gracias a dios, no estaremos solos: nuestros colegas los poetas también contribuirán –por no decir que seremos nosotros quienes contribuyamos con ellos- en tarea semejante del espectáculo literario. En realidad, si lo piensa adecuadamente, estimado David, compartirá  usted conmigo que los poetas están para eso, ¿no? Es decir, ¿qué sugiere más: un prosista o un poeta? Depende para qué se lo quiera, claro; si lo que pretende es dormir al lector está más que claro que deberá asistir a los trabajos del poeta. Pero, ¿para a qué más ofrece un bate, un excelso del verso? Efectivamente: espectáculo, entretenimiento y, sobre todo, inspiración. Un poeta es, entre otras muchas cosas, un circense de la palabra, un juglar del carisma, un ser supraanimado con poderes casi místicos, videntes y, por supuesto, visuales, un payaso de la rima, un esclavo de la métrica, es un ser tan despreciable que, ¿qué le voy a contar yo?, nos roban el corazón con su simple presencia. Porque aun hay quien piensa que los sonetos de Shakespeare eran -¿he escrito eran?- son mejores que su dramaturgia. Y como nosotros no somos de lo que piensan eso, hablemos pues de lo nuestro.
Le comentaba en el inicio que es usted un guarro, vamos, lo que se conoce como un inmundo, un roñoso, un golfo, un mugriento, un grosero, un salaz, un libidinoso, un salido y, en fin, un chancho que dirían nuestros amigos sudamericanos. Asimismo, le decía que era usted un sentimental. Y, ¿sabe?, sentimental me parece poco; mejor diría un tierno, un sensible, un delicado, un afectivo, un emotivo, un –y esta es otra bella palabra- hiperestesio de mucho cuidado. Es usted un romántico, y lo malo es que lo sabe. Ay, qué daría usted, ¿verdad?, por vender su alma al diablo, por convertirse en un Fausto enemigo íntimo de Mefistófeles. ¡Cómo le gustaría a usted ser un desalmado, un desmembrado, un olvidadizo y un amnésico, un rastrero errante desterrado y un apátrida del órgano vital con tendencias alcohólicas –güisqui, absenta, ya sabe-, un personaje bukowskiano depresivo y, ¿por qué no?, psicótico y místico y con principios retroactivos cerebrales de la más peligrosa esquizofrenia para complacer, así, con fines estrictamente viciosos, su insaciable espíritu del mal! Por suerte, sabemos que es usted todo lo contrario.
Le sorprenderá el título de la misiva: De profundis. Pensará: ¿esa no fue la carta que, desde la cárcel de Reading, escribió Wilde a su amante –el farsante- Alfred Dougles, al haber sido condenado por sodomía y comportamiento indecente? Usted y yo estamos irremediablemente unidos a nuestras mujeres (aprovecho para felicítalo por la nueva vida de luz y esperanza que ha entrado en su casa, y con ello me refiero, claro, a la cobaya que acaban de adoptar; ¿le han puesto nombre ya?: ¿Cuqui, Lasy, Rosi?), estamos, decía, irremediablemente unidos nuestras mujeres, por separado, digo, no vaya usted a hacerse falsas ilusiones. Y lo que es peor, o mejor, no somos homosexuales. Ni tampoco sodomitas, mucho menos gente de quien pueda esperarse un comportamiento indecente. Algo vagos sí, y algo freudianos, también. Y todo esto, o parte de esto, o esto en su totalidad, es lo que nos hace ser prosistas y no poetas.
No dispondremos nunca de la rima, ni del metro, jamás podremos utilizar un encabalgamiento, pero tenemos el tiempo, el diálogo y los paréntesis; a Marcel Proust y a Thomas Mann. (Y, lo más importante, siempre escribiremos más en la revista que nuestros colegas Los Poetas).
Sirva esto de pequeña cata a las efímeras epístolas que vayamos a mandarnos. Le propongo que aprovechemos nuestra cercanía residencial y que nos echemos las cartas en los buzones, por la noche, a eso de las doce, cada jueves, cada martes, cada sábado, en santo silencio, deslizando la mano por la tapa, sosteniéndola con el miembro y evocándola con la mirada. Yo, además, le dejaré en el rellano un vasito de Johnny Walker bien lleno y un cigarrillo de la marca Amsterdamer bien liado (que estará, siempre, en la esquina del primer escalón). Pero, le advierto, vomite usted otra vez en mi portal y lo que se encontrará en el vaso será láudano con colorante dorado; y morirá usted regresando hacia su casa, donde le estaría esperando la cobaya Cherry con la lengua fuera cual bulldog francés, y caerá en medio de la calle San Pedro, desecho por dentro, mugriento, zafio y con la boca llena de espuma. Y así, sin más, se convertirá usted en uno de los personajes de mis artículos o, lo que es mejor, morirá como siempre quiso vivir.
Aprovecho la ocasión para saludarle muy afectuosamente, sin gerundio y con admiración.

Sinceramente, Marc V.

3 comentarios:

  1. Bueeeeeeeeno bueeeeeeeeeeno, esto si que es dominio de la prosa, jejeje.
    Me quedo acomplejada de por vida. Has dicho tanto, tanto y tan bien que me he quedado acojonada, sin palabras.
    Oye!, yo te sigo eh.
    Besos

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  2. Retórica condensada en una carta.
    Y yo me pregunto Marc, azote incansable de la lengua.. escribes en algún otro sitio o publicaste?
    Gracias y besos

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  3. Cuando menos curiosa esta carta...
    Eso sí, esto de tirar el anzuelo sin carne ni links...¡habrase visto!
    Viendo la calidad de tus columnas qué menos que padecer cierta ansiedad derivada del nada sutil anuncio, ¿no? Jajaja!
    Besos de pseudopoetisa! (Un poco sí que me ha dolido, eh?)

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